Cambiarse de colegio no es cosa simple. Y menos si hay pica con los futuros compañeros. Un cuento de Pato Ramón.

Deambulaba por los recreos, nadie me invitaba a jugar a la pelota, las figuritas, ni siquiera las chicas al tejo. Vivía los recreos en soledad, además hincha de Atlanta, entonces todos me cargaban ya que casi siempre perdíamos cuando estábamos en la Primera División. Tenía un día lunes tranquilo cuando quedábamos libres, o el partido se había suspendido por lluvia. Solo eso.

Fue tremenda mi primaria, o casi toda mi primaria, ya que en primer y segundo grado fui muy feliz. Me corrijo. Primero, segundo, y un día del tercer grado.

Con el tiempo entendí que el dolor que padecí de pibe, es similar al que sufren los padres con sus hijos que se hacen hincha de un equipo que no es el mismo de su padre.

Me sentía denigrado porque no me daban la chance de demostrar que podía jugar a la pelota como ellos, con ellos, y para ser sinceros, no eran tan buenos, no crean. Solo quería jugar. Después de todo, siempre los tuvimos de hijos.

Y por ese, “siempre los tuvimos de hijos”, era que sufría tanto desprecio, me sentía marginado. Ahora los psicólogos le llaman «bullying”, maltrato psicológico, acoso escolar. Ultrajosamente desairado, me sentía.

¡Maaa que bullying ni ocho cuarto!

La desconsideración que sentía cada jornada, era porque había llegado, junto a una de mis hermanas, “de la contra”, de la otra escuela, de mi querida escuela Nacional N° 350, en la que había cursado primer grado, segundo grado, y un día, ¡un día!, a vos te parece, del tercer grado.

El tema fue así. Según la vieja directora de la Provincial, donde nos confinaron, había salido una ley, resolución, mandato, ordenanza, o como quieras llamar, lo cierto es que ese papel nunca lo vi, el que sentenciaba que “todos los hijos de maestras, deberían asistir al mismo centro educativo donde su mamá ejerce”. O sea, como mi mamá era profesora de música y daba clases de canto, piano, y canciones de María Elena Walsh, nosotros teníamos que ir a la Provincial, y dejar de ir a la Nacional N° 350.

O sea, por ese miserable, y descorazonado decreto, me jodieron la vida, DE-POR-VI-DA.

Porque no es que cambiar de escuela era como cambiarse una camisa. No era ponerle membrillo al pan en vez de dulce de batata, o dejar de leer la revista El Gráfico para leer la Goles.

¡Nooooooo! Era gravísimo lo que nos había sucedido.

Para comenzar, a la escuela Nacional la tenía a dos cuadras de mi nueva casa; la Provincial estaba a…, mmm, hasta la despensa de doña Kika, cuatro cuadras. Otras cuatro hasta la carnicería de Violo, ya van ocho; una más y llegábamos a las vías del ferrocarril ¡y ese era el peor momento! Cruzar las vías para hacer las otras tres cuadras restantes hasta llegar a la Provincial, pasando por la panadería de Battistini, y la sodería de Bonetto. Era lo peor, porque las vías marcaban la frontera, entre el sur y el norte; transformaba a la gente en, “la del otro lado de las vías”.

En total, entonces, una docena de cuadras, innecesarias, teniendo a la escuela Nacional a doscientos metros. Y no solo eso, ¡todas las cosas que tenía la Nacional en su patio! Toboganes, vaivenes (aunque rotos), los subibajas para hacer los “toritos”, las escaleras, hamacas para chicos y chicas, la caballeriza, el tanque gigante del agua, el patio con baldosas de portland, la galería, las estufas, la campana en la esquina de los baños, y como si todo eso fuera poco, tenía a su majestad, la cancha de fútbol más linda del planeta.

La mayor cantidad de horas de mi infancia, las pase en esa cancha de la Nacional con mis amigos. Con aquellos arcos que hacíamos con los troncos de los gigantes eucaliptus, si jugábamos cancha cruzada; y si no, cancha entera con los paraísos como arcos.

En esa cancha me imaginaba que era Brindisi. ¡Cómo la voy a olvidar!

Sumado a todo eso, los amigos. Los de la infancia, con los que hice jardín, primero, segundo, la comunión, y un miserable día, solo uno, de aquel tercer grado con la señorita Irma. Como olvidarme del Huguito, Carlitos, Javier, Néstor, y Héctor Luis, con un año más.

Me destrozaron el corazón. A eso llamo desafectar, que te saquen de tus afectos de la infancia.

De ir caminando hasta la Nacional N° 350, a ir a la Provincial en aquella bici azul Randall, que la mayoría de las veces me la olvidaba por salir a las corridas porque alguno “de los de atrás de los rieles”, me quería pegar. Entonces otra docena de cuadras, esta vez caminando, para volverme desde mi casa, que estaba en la otra punta del pueblo, e ir a buscar la bicicleta olvidada a propósito.

La pucha digo, para no decir, ¡la… que te pario, vieja directora!

Era una tortura ir hasta la Provincial.

Y la pica del por qué no nos querían, se debía a que “los teníamos de hijo”. Claro, si en esos campeonatos, que nunca jugué, que organizaba la Municipalidad, participado las dos escuelas del pueblo, más la Paula de la Villa, La Quemada, y la de Los Manantiales, siempre salía campeón la Nacional. Mi Nacional.

Era un afano. Siempre dábamos la vuelta olímpica nosotros. Nunca perdimos un campeonato. Y lo particular de todo eso, era que nosotros, estudiando en la Provincial, seguíamos alentando a nuestra escuela Nacional, entonces nos ateníamos a las consecuencias, no solo de los compañeros de grados, sino de la misma directora que un día no hizo pasar al frente, luego de izar la bandera, para defenestrarnos como hinchas conversos, porque alentábamos a “la otra escuela”, la Nacional, siendo que asistíamos a la Provincial. Pero por dentro, aaah, pero por dentro, que orgulloso estaba. Me retumbaba en mi cabeza aquellos cantitos que entonábamos al final de cada triunfo, aquel clásico, ¡Na-cio-nal, Na-cio-nal! O el lacerante, ¡hijos nuestros, hijos nuestros!

Esos cantos que recorrían mi mente, mi alma, y que me inflaban el pecho para posicionarme nuevamente en la fila de mi grado, con las palabras de la directora que me entraban por una oreja y me salían por la otra.

¡Qué vergüenza! Las lágrimas, que me recorrían las mejillas como pesadas gotas de aceite; pensaba en las cuatro horas que pasaríamos en cautiverio; en lo que nos podría pasar a la salida sino primeriábamos y enfilábamos hacia el portón del frente del colegio a toda marcha para que no nos alcanzaran.

Así fue aquel tercer grado, menos un día, cuarto, quinto, y gran parte del penúltimo grado, el sexto.

Nunca un picadito en los recreos, siempre deambulando, o charlando con doña Rosa, la portera y sus perros pekinés. Jamás me incluían en los campeonatos internos que organizaban, siempre mirándolos de afuera, que por obligación me quedaba, porque si por mí hubiese sido, me iba a mi casa.

Pero finalizando sexto, porque éramos muy pocos varones en el grado, me incluyeron en el campeonato que se jugaba con equipos de siete jugadores, y obvio, era el séptimo jugador. Hasta alguno me prepeó para que fuera de suplente, aunque tuvieran que jugar con uno menos.

En aquellos equipos, recuerdo muy bien, los arqueros eran “los grandes”, porque en todos los grados había repitentes de una, dos, y hasta de tres años. Entonces estaba Nacho Fraga, la Lora Pavón, y el grandote Villagrán, un ferroviario que se hacía el karateca.

La cancha estaba fuera del predio del colegio, al frente, sobre la calle Deán Funes. A mí equipo le toco de arquero la Lora Pavón, que aparte de arquero, era capitán, y la fortuna quiso que fuéramos a la final, la que definimos a penales.

Eran tres penales por equipo, de los que habíamos convertido los dos primeros, y la Lora había atajado el primero, por lo tanto, si nuestro equipo convertía el tercero, nos consagrábamos campeones.

El tercer penal lo tenía que patear yo, solo por tener más coraje, para la pelota, que algunos otros.

Nunca había pateado un penal en un partido, y menos en una final.

A media altura, a la derecha, gol. Campeones. La Lora Pavón vino y me abrazó. Hice el gol del campeonato, salimos campeones. No grite el gol. No festeje el campeonato.

No podía traicionar a mi escuela Nacional N° 350, gritando un gol con una camiseta de la Provincial.

Me puse el guardapolvo, me trepe a mi bici azul, alejándome de los festejos. Cruce las vías. Sentía que estaba del lado correcto, “del otro lado de las vías”. Sentía que dejaba el sur detrás de mí, ese sur que existía cada día.

El lunes, en el recreo largo, el de los picaditos en la escuela, en el pan y queso, con el que se eligen los jugadores, fui el primer elegido.

Había comenzado a ser jugador de fútbol.

Seguía extrañando a la escuela Nacional N° 350.

Miguel Hiram Ramón

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