Casi como si un mismo partido se jugara tres veces, un cúmulo siempre reconocible de sensaciones se encuentran cuando se pone en tensión la pasión eterna con la costumbre de la posible derrota.
El fútbol es felicidad y sufrimiento. A veces la distancia cronológica lograr marcar bien una sensación de la otra. Pero lo cierto es que a veces no. Que la angustia trae consigo la felicidad, como alguien que sabe que va a sufrir, pero igual va a ver el partido y colgará su bandera.
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5 de Julio del 2016. La selección argentina no solamente pasa un mal momento futbolísico luego de haber perdido su tercera final en dos años, sino que los vaivenes de su destino se chocan fehacientemente con el ridículo. Su mejor jugador renunciaba, porque la selección no era para él. Su técnico se despedía, finalmente, luego de no poder armar la lista correspondiente para los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro. Pero ni Lionel Messi ni Gerardo “el Tata” Martino eran el problema. A la Argentina nada le salía bien por problemas dirigenciales de larga data.
Desde aquella fatídica mitad de año hasta la fecha, el seleccionado llegó a estar, al menos una vez en cada año, frente al abismo. Esa sensación resulta tan oscura como inexplicable para quienes se consideren “hinchas”. Saber que uno está a minutos del fracaso da miedo, sí, pero también otorga la energía que no generaría nunca un partido intrascendente. Allí donde la derrota está a la vuelta de la esquina es el lugar en el cual el corazón se prepara para dejar de latir, o quizás para latir más rápido que nunca. La vida del hincha, a tono con el futbol, puede ir para cualquier lado.
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17 segundos. Solamente ese tiempo necesitó Ecuador para lanzar los “uhh” de millones de argentinos que veían desde sus casas el encuentro disputado en Quito. Una pelota que picó una, dos o mil veces, quedaba perfecta para el remate. De la algarabía a la tristeza de un momento a otro.
¿Y qué es quedar afuera del Mundial? La última vez que pasó fue en 1970, por lo cual la mayoría de los que estábamos atónitos frente al televisor, nos vimos obligados a hacernos una pregunta que jamás pensamos que nos íbamos a hacer. Pensar en una mitad de año de Mundial, sin Argentina, no emocionarse con publicidades ridículas con temas parecidos a los de Titanic, no vivir ese momento en el que incluso los politólogos y sociólogos de Página 12 hablan de futbol en sus magazines, no es para nosotros. La Copa del Mundo se juga cada demasiado tiempo como para encima darse el lujo de no disputar alguna de sus ediciones.
Pero, cuando de verdad el futuro imponía la depresión y las lágrimas, el destino cambió. El genio no puede nunca frotar la lámpara, porque se encuentra dentro de ella. Tan dentro como Lionel Messi. El crack por uno, por dos y luego por tres, como aquel que llama al destratado para que aparezca cuando debe hacerlo, lograron lo que a los 17 segundos de juego parecía imposible. 3 a 1 en plena altura de Quito. Todos sonreían y gritaban. Contradictoriamente nadie estaba verdaderamente feliz. Cuando uno está tan en el borde los sentimientos son difíciles de definir.
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Los lugares más ignotos respiran futbol durante el Mundial. En el bar Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la UBA (CEFYL) no había palomas y esa tarde nadie hablaba de Platón ni de Sócrates, nadie leía a Cortázar o a Borges, nadie estudiaba para el parcial de Historia Antigua II: la Argentina se jugaba el pasaje a Octavos de Final y la vida y la existencia se limitaban a eso.
La explosión del primer tiempo se convirtió en desazón apenas empezado el segundo. Las caras de debacle cuando Nigeria hizo el 1 a 1 eran indisimulables.
Pero la alegría y la magia de la sonrisa son, muchas veces, directamente proporcionales a a la cantidad de angustia o sufrimiento que uno lleva por mucho tiempo.
Por eso, cuando Rojo empalmó una volea y la pelota infló la red que se encanutó en el “para siempre” de quienes estaban viendo, los gritos de 200 personas en el subsuelo de Púan 480 se juntaron en el aire de Caballito con los otros gritos del barrio, para fundirse más arriba del éter con el ruido interminable de todo el país. Miles de lugares conectados y un sinfín de sensaciones opuestas y antagónicas en un mismo momento: pasa cuando juega Argentina.
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Cuando Juan Foyth perdió la pelota en la salida mientras promediaba el segundo tiempo contra Qatar en el último partido de la primera ronda de la Copa América Brasil 2019, todos pensamos lo mismo: “en cualquier momento quedamos afuera”. Lo que habitualmente se considera “olor a” está vinculado a la enorme cantidad de chances que un equipo tiene de fracasar en determinado momento histórico, cálculo que suele ser la suma de la sensación de mala suerte que tienen los aficionados multiplicados con los fracasos anteriores que mientras más recientes son más fantasmales.
Nada de eso ocurrió. Argentina ganó 2 a 0 con un golazo de Sergio “el Kun” Agüero. Pero la sensación estaba. Siempre va a estar hasta que Argentina gane algo. Pero lo que nadie pudo observar, o al menos yo recién apunté cuando escribía esta nota, es que, además de la sensación de inseguridad, allí había otra cosa: Nosotros, siempre. La persona que abandona no tiene premio.
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Son las 12:30 de un domingo en la que Argentina, una vez, puede decepcionar y quedar eliminada de una Copa. En tres horas y media juega con Qatar, y nadie confía en que el pasaje a Octavos esté asegurado. Como si eso no pasara, sobre la calle Güemes un padre y su hijo salen al balcón. El pequeño niño tiene una camiseta a rayas celestes y blancas. El padre lo mira y le hace señas para empezar a enseñarle como se cuelga la bandera argentina en la reja. Solamente por hacer eso los dos sonreían.
Santiago Núñez