Es 20 de mayo de 2001 y entre mates los pibes del barrio, Suso y “el gordo” Roma, son testigos de una obra maestra. Garrafa Sánchez se tenía guardada una última fantasía. Era la final por el ascenso entre Banfield y Quilmes. Escribe Federico Coguzza.

Entró a la casa de Jesús Fernández, como tantas veces lo había hecho, y vio que Pablo del Río tiraba un centro pasado. La televisión es una de esas grandes que superan las 30 pulgadas y pesan una tonelada. Está frente a la mesa, dispuestas de manera tal sus sillas que ninguna tapa la visión. Banfield le gana 3 a 2 a Quilmes en el partido de vuelta de la final por el ascenso.

Jesús Fernández es Suso para la gente del barrio. Allí, en su casa de Martiniano Leguizamón, se juntan los pibes del barrio a ver el clásico de la fecha, algún derby español o una final del ascenso como este mediodía de mayo de 2001. El primer chico lo había ganado 2 a 1 Banfield con goles del “Yagui” Forestello y Carlos “Gatito” Leeb.

En esa casa Ángel Clemente Rojas y Juan Román Riquelme eran palabras santas. Es 20 de mayo y entre mates los pibes del barrio, Suso y “el gordo” Roma, cuñado del dueño de casa y apodado así por hacer las veces de arquero en el potrero de la Plaza Santojanni, son testigos de una obra maestra. Garrafa Sánchez se tenía guardada una última fantasía.

El otoño regala una mañana fresca pero soleada. Una docena de facturas y los bizcochitos de grasa son el menú que acompañan las interminables rondas de amargos que van y vienen. Penal para Banfield. Patea Garrafa. Es gol. No puede ser de otra manera. Elizaga es la víctima esta vez. La cosa esta parda entre ambos. El único penal que falló en ese campeonato “Garrafa” fue frente al mismo arquero cuando amanecía el torneo.

Las perras de la casa ladran cuando alguno levanta la voz ante alguna jugada o en el clamor de una discusión futbolera. Cristina pregunta si hace falta más agua caliente y comenta algunas cosas del día a día en una casa con “tres enfermos del fútbol como estos” haciendo referencia al que eligió como compañero y sus dos hijos, Sebastián y Jorge. Ya Giampietri empató dos veces el partido que al descanso se va igualado en dos.

El mediodía se ganó su rato. Es domingo y se come un poco más temprano en todas las casas. No falta el que se roba un miñon de la bolsa del pan colgada al lado de la heladera iluminada por el ventanal que da al patio donde inerte espera el fin del partido una pelota. Quilmes necesita un gol para romper la racha adversa de ascensos postergados. Banfield dirigido por Ramón “Mané” Ponce maneja el trámite con un abanderado que luce la 10 en la espalda.

Faltan 10 minutos. A la bolsa del pan ya le faltan como cinco miñones. El mate está al lado del termo. Frío. Ninguno es hincha de alguno de los equipos que se disputan la gloria del domingo pero un halo de tensión se adueña del comedor de esta casa del barrio de Liniers. Tiro libre para el “Taladro”. Será un pase a la cabeza de Pablo del Río el que suelte de su guante “Garrafa”. 3 a 2 y la gente de Banfield que celebra lo que sabe es la coronación.

Algunos empiezan a levantarse de su lugar. Creen la cosa juzgada. No saben que el milagro está por suceder. Habrá que esperar exactos 7 minutos. Corren 42 del segundo tiempo. Elizondo le hace la seña para que pueda volver al terreno de juego luego de salir por un corte en la nariz. Apenas sangra. Quilmes tira pelotazos a la marchanta, va en búsqueda del imposible. Se expone al contragolpe que comanda Cristian Leiva.

Ninguno se animó a irse a pesar del resultado que sentenciaba el rival que enfrentarían sus equipos en el próximo torneo de la primera división. Tampoco nadie más robo pan. Todos de pie, con las perras dando vueltas, presenciaron el advenimiento del “fulbo”. Pablo del Río sobre la raya y sin entrar al área manda un centro pasado. Allí está él. “Garrafa” ya sabe todo. Que la defensa está abierta, que por el medio del área entra Forestello y que tan solo hay que tocarla al medio.

Ninguno de los que habían tomado mate, comido medialunas de manteca y robado pan de la bolsa. Ninguno de los allí presentes creía que dar un pase al medio podía ser una obra de arte. Un vestigio de lo que el mundo del “fútbol” nos robaría por el miedo a perder. Por su increíble desmemoria por el juego. “El dios del potrero, único e irrepetible”, como lo define el colega Lucas Jimenez, “estatua y tatuaje en Laferrere, Gerli y Banfield” le pone el pie a la pelota al tiempo que parece pararse al lado del piano para decir “tócala de nuevo Sam”.

En ese gesto de simpleza y calidad están el potrero de la villa “La jabonera” de La Tablada. Los campeonatos de penales por guita. Que no era para comer sino “para divertirse con los amigos” como se lo oye decir en el documental El Garrafa: una película de fubol. Sus inicios en Laferrere, equipo del que fue hincha hasta sus últimos días. El campeonato ganado con El Porvenir, en cuyo festejo se sacó la camiseta con la que había jugado y luego de tirarsela al público dio la vuelta olímpica con la del club de sus amores.

“Fue el amor en los tiempos del cólera, fue el héroe barrial del Conurbano Bonaerense en los 90 y cuando el país se caía a pedazos, llevó alegrías a casas donde lo único que sobraban eran ganas de ver a alguien hacer magia con la pelota”, sentencia Lucas.

Suso ya come con los suyos. Cada uno volvió a su casa a almorzar lo que la ocasión mande. Después se irán al potrero. Jugarán soñando con llegar a Primera y como ocurre con los que vienen del potrero, quedar para siempre en el corazón de la gente. Como “Garrafa” que siempre jugó al “fubol”.

Federico Coguzza

Publicado en Notas periodismo popular

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