Dardo, fanático del Ferrocarril San Martín, aparece asesinado en su casa. Su ídolo, Valentín “El Cazador” Rodríguez, decide regresar al barrio donde fue héroe y villano para investigar el crimen y saldar viejas cuentas. Cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá.
¡Se nos están viniendo, viejo! ¡¡Despiertensé y empiecen a mover el orto ahí arriba!! ¡Eh, pendejo, a ver si te dejás de pajerear, papá!
El Negro Ramírez, Ferrocarril San Martín 1 – Puerto Nuevo 0 (2006)
Minutos antes de la una, tras haber despachado al Santo y haber pasado por la casa de los Balmaceda sin que nadie saliera a responder, estacionaba el 128 pegado al paredón de los fondos de la cancha del Ferrocarril, donde antes ingresaban los visitantes. A unos cincuenta metros, en el centro de un polvoriento descampado que daba a los márgenes de la estación B° Ferroviario, el Bola montaba su parrilla, que consistía en un tambor de YPF con chorizos y cortes de bondiola, su Rural Falcon azul a un costado con las bebidas en el baúl, y dos vigas ganadas a Ferrocarriles Argentinos para que la clientela estuviera cómoda. Lo poético, lo que hacía del boliche algo hermoso y melancólico, era un sauce llorón junto al tambor, un árbol colosal al que más de una vez había castigado con pelotazos que tenían como destino uno de los arcos del Andén.
-Gordo.
-¿Qué hacés, animal? ¿Extrañando mi chorizo? –me toreó cariñosamente de entrada, dándome un beso.
-Y… Cuando te acostumbrás a que te garche siempre el mismo…
Saqué una lata de Brahma y me ubiqué en mi viga de siempre, la que daba a la estación, de espaldas a la cancha.
-Callate, recién vino un pibe que cadetea en Capital. ¿Sabés cuánto está un choripán de mierda en Retiro? Ciento veinte mangos.
-Salado.
-Y decís que yo te garcho con el precio, boludo. ¿Poco chimi o te estás haciendo hombre?
-Poco chimi. ¿Estás mimoso, Bola? Si necesitás un mimo te lo doy, eh.
Le di un largo trago a la cerveza helada, prometedora de grandes cosas, y prendí un Chesterfield. Me saqué las zapatillas, la remera, y apilé todo junto al teléfono, la billetera y el atado de cigarros.
-Hablando de mimos –comentó–, ayer me eché un fierro con la flaca y hoy no me puedo ni mover, me levanté con la cintura como si me hubieran culeado a mí.
-Me imagino.
-¿Qué te imaginás?
-Nada, nada. Fue una manera de decir.
-Ah. ¿Y el macrista?
-Lo dejé recién en el bar.
-No lo dice pero se debe querer matar… Che, esto ya sale. Sacame una lata para mí, animal.
-Dale.
Con el Bola, que me dobla en edad, tenemos una relación duradera pero intermitente: años atrás, cuando daba clases de Historia en varias escuelas de Almafuerte, un par de veces por semana y siempre los viernes, cuando terminaba mi semana laboral a las 12 y junto a otros muchachos, el flaco Abel, el quinielero Fontana, Horacito, el Santo y el Bola mismo, nos poníamos a escabiar entre las ramas decaídas del sauce, como encapsulados y lejos de las cosas del mundo, a un costado del tiempo, de la maquinaria capitalista que traccionaba sobre los rieles a pasos nuestro y a la cual durante ese lapso nos dábamos el lujo de gambetear, escuchando a Pichuco, a los Manseros, a los Stones, al que pintara, como si no hubiera un mañana, solo nosotros seis hablando de bueyes perdidos, de fútbol, de política, de la vida sin mayúsculas.
El Bola, redondo y retacón como su parrilla, me alcanzó el chori, abrió su lata y se sentó en la viga de enfrente. Como era costumbre, apenas di el primer bocado me preguntó cómo iba todo.
-Masticá, masticá tranquilo, animal –me dijo, mientras prendía un Red Point y se secaba la transpiración de la cara con una manga de su remera.
Le conté que había vuelto esa misma madrugada, que venía del cementerio.
-¿Vos rajás unos días?
-¿Yo? No. Bah, por ahí en febrero nos vamos con la familia al camping de Zárate. Pero dos días, más no –y se frotó dos dedos, dando a entender la falta de plata–. Todavía estoy viendo si llego.
-Por ahí en estos días levanta.
-Acá no quedó ni el loro, Valentín –se lamentó, extendiendo su brazo izquierdo como un torero: en lo que se alcanzaba a ver de los andenes de la estación, uno estaba desierto y el otro con apenas un puñado de personas; en la calle que corría del otro lado de las vías, había un auto con las balizas prendidas, una verdulería con una fachada cadavérica y una parejita de adolescentes en una parada de colectivos.
-Y eso que la mano está brava.
-Para el orto está la mano. Ahora, yo digo… ¿Cómo hacen algunos para mantener las casas que tienen, jardineros, mucamas, las naves que manejan, y encima se dan el lujo de rajarse un mes entero a la playa? En Lamarque sí que no quedaron ni los perros.
-Lamarque es una isla. Otro país.
-Y en invierno también, eh. Se rajan a esquiar quince días como si costara cincuenta pesos. Y encima cuando están acá, meta jugar al golf, al tenis… Qué hijos de puta. Los muchachos me cuentan, los que están en obra en los countries te lo dicen: unas casas, unos parques de la san puta. Y con el Mateíto Casares al frente, peor: todo Lamarque en la movida. Todos luqueando con la intendencia.
Lamarque es una localidad de Almafuerte fundada por los ingleses que llegaron con el tren San Martín. Una zona de quintas, countries y barrios cerrados donde se asentaron miembros del poder judicial, oficiales de Campo de Mayo y, últimamente, los más prósperos comerciantes de Almafuerte, Lourdes y Hernandarias, los tres distritos que hasta la reforma duhaldista de 1996 habían conformado el distrito de General Lavalle. De los tres, los dos más pobres, Lourdes y Hernandarias, eran gobernados por peronistas, mientras que a nuestro distrito lo gobernaba el PRO.
-¿Lo viste al Mauro?
-¿Qué Mauro? –pregunté, abriendo otra cerveza.
-El Mauro Torales, boludo –precisó–. Bueno, vos podés creer que el negro patasucia está en Disney con la familia. Yo lo tengo en Facebook. ¡Torales, flaco, el rastrerito ese que no servía ni para mierda! Ahí lo tenés, sacándose fotos con el Pato Donald con su astillita de la muni.
-¿Pará que lo tendrán ahí al pancho ese?
-No, pero es que están haciendo mucha. Mucha. No se puede entender, no se explica… Encima me lo crucé y no me saludó, me lo crucé el veinticuatro a la mañana en la estación de Lamarque y lo tuve que saludar yo porque pasaba de largo haciéndose el otro. “Ah, ¿qué hacés, gordi?” me tiró… Pero la concha de tu madre… ¿Gordi? Venías a fiarme comida y ahora te me hacés la estrella. No… Mirá cómo será el billete que hasta necesitan de ese mogólico, vos mirá cómo será la torta.

Levanté la mirada de los últimos restos de mi choripán y lo miré. Cuando el Bola se largaba a rumiar así era porque se había enterado de los últimos revoleos turbios de la zona, algo lógico, dado que ahí paraban a comer y chupar obreros de todo el tendido ferroviario de la zona: el Bola tenía la posta de Pilar a William Morris, y paraba en todas: en San Miguel y en Lourdes, en Bella Vista y en José C. Paz, en Villa Astolfi y en Lamarque, en Muñiz y en Almafuerte.
-¿Algún curro nuevo, Bola?
-Te caés de culo con la última. Esta es grosa: el hogarcito de los viejos, el de la Roca –hizo un gesto de que algo se alejaba–. Arafue los viejos, sí. A cantarle a Gardel que llegó Casares, muchachos.
Me removí en la viga.
-Pero eso es de Nación, Bola. Eso pertenece a Desarrollo Social, eso es Nación –agregué, como si por repetirlo pudiera evitar los hechos–. ¿Qué tiene que ver Casares?
-Sí, lo que quieras pero la transa ya está hecha, en julio los desalojan y parece que arrancan a construir un barrio.
-Son como cuatro manzanas.
-Y en qué zona, boludo. Una avenida de Lamarque que sale al Camino del Buen Ayre en diez minutos. Imaginate la tarasca.
-Incalculable. No, incalculable…
-Palos y palos. Estamos hablando de doce, quince palos verdes por abajo de las patas. Ahora, si vamos a la verdad, el predio vale fortunas y adentro hay cincuenta viejos.
-Sí.
-Ese terreno, si lo mirás en perspectiva, era de otro país, cuando Lamarque no era lo que es hoy. Yo era pibe y el lugar ya estaba, pero la Roca era de tierra, mirá lo que te digo.
-No, eso sí. Pero de ahí a esta movida que deben querer hacer…
-Sí, podrían hacer otra cosa. Si lo repartís entre cinco para juntarla en pala, la jugada es distinta.
Saqué un cigarro.
-Convidame uno, flaco. Estos Red Point de mierda y la concha puta de Macri.
-No, ni me hablés que yo tuve que dejar los Philip después de años.
Aparecieron dos operarios de Edenor y pidieron dos bondiolas. Aproveché para echarme una meada contra el paredón de la cancha que había detrás de la platea lateral.
Al volver bajo el sauce, fui por otra lata. Desde la Rural, que apuntaba al centro de Almafuerte, se veía claramente el fulminante crecimiento de la ciudad. No supe si eran las dos cervezas que ya tenía adentro, que no había mirado a Almafuerte a los ojos en los últimos dos años, o si fue otra cosa, pero descubrí las torres y torres que se elevaban a la distancia como tentáculos, como las máquinas de La guerra de los mundos de Wells, como si de un día para el otro hubiera llegado el futuro. Unos años atrás, desde dentro de la cancha, entrando al área que daba a la tribuna visitante, apenas si por sobre el paredón aparecían, en la lejanía, uno o dos edificios. Ahora, en el centro de la ciudad, eran treinta o cuarenta torres de departamentos, cada vez más nuevas, cada vez más altas, cada vez más cerca.
Volví a sentarme junto al Bola.
-A mí la jugada del hogar de viejos me la contó Páez, el bobo de la muni que me viene a pedir la astilla por la habilitación.
-Ah, sí.
-Ese hijo de puta, sí. A veces viene tarde y se toma una lata, porque si pasa, pasa de última. Y ahí el chabón larga, te cuenta… Que Casares esto, que aquel lo otro. Este los conoce a todos, es un lleva y trae de aquellos.
-¿Y quién está en la movida del hogar? ¿Mateo y quién más?
-Los vivos de siempre, acá muerden todos. Algunos pija de bien arriba seguro habrá.
-Seguro.
-Y de los conocidos está Mateo, más vale que los Driscoll, el turro de Carlitos Milman con la inmobiliaria… Los del peronismo se llevarán la suya también, no te vas a creer que son honestos los chochamus… No, en una de estas hay para todos, como en la perinola: todos ganan, Valentín.
Cuando me subí al auto, ocho latas después, saqué una lapicera de la guantera y me escribí en la mano dos apellidos: “Los Driscoll” y “Carlos Milman (inmobil)”. A los diez minutos, los garabateé en el cuadernito Gloria que había traído de Bariloche y me acosté mirando cómo las paredes de la pieza de mi abuelo daban vueltas a mi alrededor.
Lucas Bauzá
Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.
Ilustraciones en el texto por Nach.
El próximo martes estará disponible el séptimo capítulo.