Capítulo del libro «Mágico González. El genio que quería divertirse», de Marco Marsullo. El escritor napolitano imagina los primeros diálogos entre el futbolista y el músico una madrugada. La amistad entre dos artistas que siempre andaban huyendo.
Uno con las manos, en realidad con los dedos; el otro con las piernas, en realidad con los pies. Si, como era habitual, te los encontrabas juntos al alba por las calles de Cádiz, podías llegar a pensar que eran dos atracadores. Sin embargo, eran personas con un corazón tan grande que podrían haber cubierto la necesidad de amor de un hemisferio entero. Un acorde pulsado con la yema de los dedos se correspondía con un cambio de dirección en el campo; una finta equivalía a provocar melancolía en un oyente. La música de una guitarra y un centro por la banda hacia el punto de penalti son experiencias que parecen semejantes si se sienten y miran con los ojos de quien quiere entender de verdad lo que está pasando a su alrededor. Porque las canciones del primero y las jugadas del segundo eran idénticas, resonaban con la misma armonía: la armonía de su amistad.

La noche en que se conocieron, el Mago había bebido un par de copas, cosa bastante excepcional en él. Se había refugiado en la bebida para olvidar a una muchacha rubia a la que había dejado durmiendo sola la noche anterior.
– Esta te la dedico, amigo – le dijo con un gesto de la barbilla un tipo apoyado en la pared. Llevaba el pelo largo y alborotado y una camisa blanca completamente desabrochada, y tenía la guitarra apoyada en el pecho, – para que encuentres el camino de vuelta a casa.
En el local solo quedaban siete u ocho clientes además del dueño, un amigo de Mágico. Repartidos por las mesas en parejas o solos, eran hombres que buscaban la muerte entre esos manteles a cuadros blancos y azules: el simple hecho de pensar que debían salir del tugurio y volver al mundo real les hubiera partido en dos.
El tipo del pelo largo y la camisa desabrochada llenó el aire del restaurante de flamenco. El Mago lo miraba fijamente, pero no miraba la guitarra, sino unos dedos que , ágiles, saltaban de una cuerda a otra; miraba los ojos entrecerrados de aquel hombre, quien adivinaba la música como él adivinaba qué iba a hacer con el balón antes de que le llegara. Los párpados cerrados vibraban de vez en cuando, señal de que los ojos se movían, respiraban, hablaban al resto del cuerpo como si estuvieran dando una clase, como si fueran el centro de un seminario. Había algo en esos ojos que daba vida al resto del cuerpo de aquel hombre. El Mago sabía que la música empezaba en los ojos, que todas las artes tienen su origen en lo que ves, no en lo que cuentas.

– ¿De qué huyes? Mágico, ¿verdad que estás huyendo de algo? – El local se había vaciado y el dueño cerraba la caja, pero ellos dos seguían sentados a una mesita acompañados por dos vasos de licor casi vacíos.
– Sí, pero llámame Jorge. Encantado de conocerte. ¿Y tú?
– José, pero nadie me llama por mi nombre.
– ¿Y eso? ¿Eres músico? ¿Tienes un nombre artístico o algo parecido?
– Algo parecido, pero no tiene importancia.
– Si tú lo dices…
– Hace dos semanas marcaste un gol increíble contra el Sevilla, tengo que agradecértelo, estaba en el estadio y casi me da algo.
– Tú tampoco has estado mal esta noche.
– Pero a mí no me marcaban dos defensas grandes como armarios de tres cuerpos.
– ¿Esos dos? No eran ellos el problema. El problema siempre es otro, deberías saberlo.
– ¿Dónde acabara el balón? – El cantante bebió el último sorbo y apoyó el vaso en la mesa.
– Exacto.
– Pasa lo mismo con las notas.
– Exacto.
– Pero todavía no me has dicho de que huyes, amigo.
El Mago juntó las manos en una plegaria silenciosa. Los ojos miraban el líquido negro dentro del vaso, buscando las palabras apropiadas.
– Creo que ya lo sabes – contestó.
– Dime al menos como se llama.
– ¿Cambiaría algo?
– No, pero podría imaginarme su rostro.
– ¿Solo con su nombre?
– Cada mujer tiene el nombre que se merece y cada nombre tiene un rostro. ¿Has visto alguna vez a una chica guapa que se llame, no sé, Alfreda?
Mágico González recorrió rápidamente el archivo mental con todas las mujeres con las que se había acostado. Ninguna se llamaba Alfreda. Sonrió.
– Te lo dije, Jorge.
– Sol.
– Sol es el nombre de una mujer guapísima; no me jugaría las dos manos, pero una sí.
– Lo es.
– Es rubia, ¿verdad?
– Sí.
– Muy joven, pecas, pechos pequeños pero respingones.
– José, dime una cosa…
– ¿Qué Jorge?
– ¿Tú también te la has tirado?

Salieron juntos de la taberna. Amanecía, como sucedía siempre tras las salidas nocturnas del Mago. Las que desde ese momento iban a convertirse en sus confesiones, esa noche tomaron forma por primera vez. De ahí en adelante, y hasta la muerte, en 1992, de José Monge Cruz, conocido en todo el mundo como Camarón de la Isla, el cantaor más importante de la historia de la música, cada uno se convirtió, a su manera, en la banda sonora de la vida del otro. Algunas amistades empiezan delante de un vaso de licor y llegan hasta las estrellas.
Se confesaban culpas y vicios, las gilipolleces y las penas, delante de un par de dedos de alcohol, sentados no importaba dónde, en un sitio cualquiera en el que hubiera una guitarra y un tabernero dispuesto a llenarles los vasos. Eran los reyes de Cádiz y, sin embargo, solo se sentían felices cuando estaban juntos. Algo que el dinero no puede comprar, ni de lejos. La confianza que nace entre dos que huyen es más fuerte que cualquier cadena. Nunca hablaban de la felicidad, ni de los muchos momentos de gloria que ambos habían experimentado. Dos amigos que huyen, huyen y nada más. Para sus admiradores eran el Mago y Camarón. Ellos, en cambio, se veían como Jorge y José, dos hombres con las camisas siempre desabrochadas, con los relojes sin pilas en la muñeca y un destino vacío, que solo se podía llenar con un arte, el más difícil de todos: el de sobrevivir.
Marco Marsullo
Fragmento de Mágico González, el genio que quería divertirse. Editado por Altamarea.
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