Un hincha de River recuerda sus años de cancha y su vínculo personal con la tragedia que se cobró la vida de 71 bosteros en un Superclásico jugado en el Monumental el 23 de junio de 1968. Actos de justicia de hinchas y familiares de fallecidos ante la falta de memoria de los clubes. Escribe Santiago Laffaye.

Por una vez, tal vez por única -soy hincha de River-, comparto en Facebook una publicación de “Boca es Pueblo”, que postea mi amigo, el filósofo Julián; una efeméride de la Tragedia de la Puerta Doce, un incidente que tengo presente desde chico, y aunque no había nacido cuando sucedió, me emociona cada vez que se recuerda.

El 23 de junio de 1968, al salir de un clásico en el Estadio Monumental, murieron aplastados setenta y un hinchas de Boca. La historia oficial escribió que por un error la puerta estaba cerrada. Al salir unos minutos antes de que terminara el partido, un cero a cero clavado que venía muy aburrido, los que iban adelante quedaron atrapados entre la puerta y la multitud que bajaba las escaleras y empujaba sin saber del atasco. La puerta doce era tipo tijera, como las viejas puertas de ascensor, pero del ancho de un pasillo de estadio, unos cinco o seis metros. Casualmente, el número doce, es con el que se identifica la hinchada xeneize. Caprichos del azar, que elige sin razón a los muertos y se ríe de los vivos, que le buscamos sentido a las cosas.

Los cronistas deportivos ya tenían el borrador de su comentario escrito. Lo escuchamos mil veces y lo volvemos a escuchar todavía hoy, después de cualquier cero a cero aburrido: ¡Pésimo encuentro, que mezquindad, ya no se juega al fútbol como antes, ya no se ataca, solo se teme perder, se está perdiendo la magia! Las anécdotas hubieran sido la desfachatez de Rojitas, el goleador de Boca, que promediando el segundo tiempo le hundió la gorra hasta las orejas al gran Amadeo Carrizo; y la respuesta del legendario arquero unos minutos después, que se sentó al borde del área llamando con los brazos a los delanteros de Boca que estaban jugando lejos del arco y se aburría. Pero la tragedia llevó a la prensa entera a caer en el lugar común, al que no le faltaba, ni le falta, una pizca de verdad. El titular unánime fue: “El día más negro del fútbol argentino”.

Entre River, Boca y la AFA orecieron100.000 dólares como arreglo extrajudicial a las familias damnificadas. Dos de ellas cobraron su parte. Otras dos le hicieron juicio civil a River, y el dueño de casa debió pagar una indemnización cuasi simbólica.Otras sesenta y siete familias no le pusieron precio a la vida su hijo, hermano o padre; o no tuvieron presencia de ánimo ni para lo uno, ni para lo otro. El caso es que los jueces no encontraron responsables penales y la causa se cerró sin ningún culpable.

Este viernes 23 de junio se cumplen cincuenta y cinco años de esa tragedia olvidada por la AFA y ambos clubes. Recién hace unos años, al cumplirse el aniversario número cincuenta, Boca organizó un homenaje, pidió disculpas por la omisión y prometió tener memoria en adelante. Del lado de River, no hay registros de ninguna ceremonia, ni mención especial por la efeméride su página oficial. Tampoco en la de la AFA.

Según se lee en las crónicasde la época, no solo las puertas quedaron a medio abrir, también estaban puestos los molinetes removibles, lo que complicaba aún más el paso. Encima del otro lado de la puerta, sobre la calle, esperaba la policía montada amenazando con sus bastones y perros, mandando hacia adentro a los que intentaban liberase del tumulto, un condimento que tampoco fue aclarado en aquel entonces.

¿Cómo saber si aquella vez fue un pedido expreso desde arriba o fue sólo la obsecuencia del jefe del operativo policial con el gobierno del dictador de turno, el general Onganía, lo que motivó la brillante idea de amedrentar a los muchachos peronistas a la salida? Es que ambas hinchadas habían cantado en distintos momentos la marcha peronista, un “delito”, en contra de la prescripción imperante, que se venía cometiendo en los estadios gracias al anonimato que brindaban las gradas.

En el posteo de Julián, mi amigo el filósofo, se ven fotos de una esquina del barrio de la Boca recientemente pintada de azul. “Un homenaje de “La Doce” dice, dedicado a los setenta y un bosteros muertos. Un grupo de jugadores de Boca de un lado – no se entiende por qué pintaron jugadores y no hinchas, pero bueno, cosas del fanatismo futbolero -, del otro, policías cachiporra en mano y perros mostrando los colmillos. A la vuelta de la esquina, cada uno de los nombres de las víctimas está fileteado en letras celestes. En medio de la lista de nombres y el grafiti, una frase en letras cursivas azul y oro, reza: “No había puerta, no había molinete, era la cana, que daba con machete”.

Celebro que los primos bosteros de “Boca es Pueblo” hayan hecho un mural con los nombres de las víctimas. Tengo presente esa tragedia desde chico y me emociona, a pesar de que en 1968 faltaban cinco años para que yo naciera. Pienso en las víctimas, e imagino la desesperación de esas muertes absurdas por asfixia y aplastamiento, cada vez que aflora el recuerdo de esa historia que no viví. Es que en el colegio de curas que padecí durante doce años, una de las pocas conductas democráticas que aprendí, era la elección del mejor amigo en 5to año. El colegio entregaba el premio en la acartonada ceremonia de fin de curso.

Una de las pocas enseñanzas que valoro de esos curas conservadores es que ese premio tenía más valor que la medalla de oro al mejor promedio de la secundaria. Su entrega era un excepcional momento de descontrol, si es que se puede llamar así al aplauso de pie de una secundaria de varones, entre hurras y chiflidos. El galardón fue bautizado «Guido Von Bernard» a partir del año 68, en honor a uno de los muertos de esa tragedia, que hubiera egresado ese año del colegio. No lo conocí. Murió cinco años antes de que yo naciera y aun así siempre me pareció justo que Guido haya ganado, en su ausencia y por unanimidad, ese premio al mejor amigo en 1968.

Durante mi adolescencia temprana todavía iba a misa los domingos, y algunos también santificaba las fiestas en el Monumental con mi hermano mayor, Sebas. Me acuerdo que las primeras veces. Apurábamos los ravioles, nos atragantábamos con el flan con dulce de leche y bajo la mirada reprobatoria de nuestros viejos nos levantábamos de la mesa familiar. Tomábamos el 29 en Avenida Córdoba y Paraná; domingo al mediodía en Tribunales, es lo mismo que decir, en el desierto. El viaje del colectivo era un zigzag interminable, doblaba cada dos cuadras y lo paraban todos los semáforos.

Ya en medio de la marea de gente, Sebas me llevaba con la mano en el hombro, algo nervioso. Doce y catorce años, dos pibes de Barrio Norte, rubios prolijitos, solos en la cancha, otros tiempos. Yo estiraba el cuello buscando sobre las cabezas de la multitud la famosa Puerta Doce. No podía dejar de pensar en ese chico que había muerto ahí, aplastado como un sapo por la rueda de un camión. Sebas me puteaba, que no me aleje, que si me perdía, también nos perdíamos el partido y que cómo les explicaba a los viejos. A la tercera o cuarta vez descubrí que a las puertas les habían cambiado números por letras, y buscaba entonces, y busqué siempre bajo las nuevas manos de pintura, las huellas de los antiguos números.

Afloraba en mi paladar esa sensación seca cada vez que volvía a un estadio, en el antes y después de recitales y partidos. Una especie de inquietud nerviosa me acompañaba al bajar una de esas escaleras monstruosas. Una atención especial, como quien cruza un puente sin barandas. Iba aferrado al pasamanos con cosquillas en los dedos y el cuello erizado, expectante a la gente de adelante y de atrás, siempre del lado de afuera de la escalera, listo para saltar dos pisos al vacío como Batman, si adelante se obstruía la salida, o si el gusano gigante del que formábamos parte se descontrolaba. Por nada del mundo quería ser de los que empujaban desde atrás para asfixiar a los Guidos de adelante, menos aún, transformarme yo mismo en un Guido. Cuando llegaba abajo, respiraba aliviado y me alejaba a los saltos de las entrañas del monstruo.

Seguí yendo a la cancha, salteado, por unos años. La última vez fue para la final de la Copa Libertadores del 96. Ya estaba en la facultad y después de varios años volvimos a ir con Sebas. Como me había pasado años atrás con las misas, esa noche sentí, en medio de la euforia de la victoria, que la liturgia ya me era ajena, para mí se había terminado la magia. Ya no me divertían el tumulto, los cantos del fanatismo, las puteadas a los árbitros y las corridas de la cana. Nunca encontré, bajo aquellas manos de pintura, los rastros de los viejos números, no solo ellos quedaron ocultos atrás de una pátina de olvido, también los muertos.

En el video de “Boca es Pueblo” que postea mi amigo Julián el filósofo, después de imágenes de la época, se ve el mural en ejecución. En representación de todos los que se acercaron a escribir el nombre de su amigo o familiar perdido, habla a la cámara una mujer madura, elegante. Con su pañuelo seda celeste al cuello, el pelo corto, castaño, y sus aros coquetos y el pincel en la mano, parece una profesora de pintura, no alguien que va la cancha los domingos. Pinta las letras del anteúltimo apellido de la lista, que empieza con V. Le preguntan su nombre y sonríe. Habla a la cámara.

—Diana Von Bernard, hermana de Guido, —contesta. Agradece el mural, la invitación a participar y al asado posterior que no piensa perderse. —Es un 23 de junio diferente, una caricia para el alma, —dice y pinta una letra más del nombre de su hermano: Von Bernard, Guido R —Tratando de buscar paz, —dice, y se le quiebra la voz.

Esa coincidencia increíble me llevó a buscar otras entrevistas. Diana cuenta que tenía quince años cuando murió su hermano, eran otros tiempos, una educación estricta, dice, no había redes sociales, a los familiares no se les ocurría unirse para pedir justicia, el dolor lo vivieron hacia adentro de la familia. Cuenta horrorizada que al año siguiente de la tragedia apareció un grafiti en el Monumental: “Acá matamos a 71 bosteros” y me dan ganas de pedirle perdón y abrazarla, como si hubiera sido el responsable.

Cuenta que la tragedia de Cromañón le removió los recuerdos, y a los cincuenta años empezó a reclamar a ambos clubes por memoria, con cartas abiertas en varios diarios. En el 50° aniversario, Boca pidió disculpas y prometió memoria. Todo lo que quiere es que se recuerde la fecha y que en la puerta doce (hoy puerta M) se coloque una placa con los nombres de los muertos. Mirar para adelante, honrar la vida de los setenta y un muertos, dice, porque cuando desaparece la historia, desaparecen ellos. Hace un par de años se lo encontró al presidente de River por la calle, lo sorprendió con su pedido y él la mandó a hablar con su secretaria. Aún no ha logrado ese mínimo acto de justicia.

Si es que puede haberla, hay algo de justicia poética en esa esquina de la Boca, en ese mural que recuerda los nombres de los setenta y un muertos, cincuenta años después, un desafío a los que cubrieron el número de la puerta doce con varias manos de pintura. También hay justicia en que el premio al mejor amigo de ese colegio aún lleve el nombre de Guido Rodolfo Von Bernard, uno de los muertos de la puerta doce.

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Escribí este texto hace un año, para el aniversario de la Puerta 12, y antes de enviárselo a los editores busqué en las redes a Diana, la hermana de Guido, y se le envié, como un homenaje y tal vez también con la secreta intención de pedirle permiso para publicarla.

Su respuesta termina así:

Mis hijos se emocionaron mucho con tu cuento, fue un día muy intenso el de este año.

Lo guardo en mi corazón triste, partido, cansado.

La esperanza es lo último que se pierde, y la Fe en el ser humano, porque hay mucha gente buena. Nada borrará ese día y nuestro infinito dolor y extrañarlo…

Te mando un abrazo. Gracias. Cariños.

Diana

Santiago Laffaye

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