El 15 de octubre de 1967, fallecía Gigi Meroni en Turín. Ídolo contracultural del Torino, gambeteador empedernido en medio del catenaccio. Meroni llevó la psicodelia y el arte a un fútbol conservador. Acá su historia que es parte del libro «Crónicas de amor, locura y muerte». Escribe Paolo Galassi.

Eso es lo que son los grandes futbolistas. En la vida mediocre de las grandes ciudades aportan cada domingo un soplo de fantasía y nueva vida; sin sangre ni ira despiertan algo heroico en los hombres cansados. Sus hazañas distraen millones de cerebros que solos, en las grises tardes festivas, acabarían tambaleándose, inquietos, en la miseria de la vida. 

Sus nombres excitan el amor y el anhelo en corazones que, de otro modo, se estancarían en la apatía. Entonces, ¿por qué no otros hombres ilustres? ¿Por qué no pintores, músicos, grandes abogados, filósofos? Porque los campeones de fútbol son más bellos, más sencillos, más evidentes, más jóvenes, y en las horas felices, en el centro de los estadios, son la encarnación de una fábula.

Dino Buzzati, Corriere della Sera, 05/05/1949

La de Luigi Meroni es una película que envejece bien. Quizás su encanto derive del manto de ineluctabilidad que la envuelve, y por ende, la define. Una trama de coincidencias y fatalidades concebidas por un destino inevitable e invencible. Un guión que parece escrito de antemano para encajar en la historia de un club que forjó su identidad a través del dolor. Un héroe joven y lindo, con la sonrisa melancólica de quien adivina que el tiempo para amar y jugar, en esta vida, nunca es suficiente. Una parábola trágica en el sentido más griego del término, donde el verdugo mata involuntariamente a su ídolo, en la oscuridad, sin reconocerlo. Dos vidas atadas por un hilo invisible, destinadas a chocarse por una única vez, luego de un partido de fútbol, en la inconmensurable tristeza de los domingos de otoño.

Las sombras del lago

Tal vez sea un efecto de los dialectos graves y ásperos hablados por esos valles o, tal vez, solo un reflejo del carácter terco y obstinado de sus gentes. Pero, para “los de abajo” siempre hubo una sombra silenciosa, una placidez atormentada en el rostro de quien nace frente a los lagos inmóviles de Lombardía. Esa franja del norte de Italia que se auto percibe como el sur de Suiza, si es verdad que al fin y al cabo, como dijo el filósofo napolitano Bellavista, “siempre terminamos siendo los meridionales de alguien más”. 

Huérfano de padre e hijo de una costurera, Luigi Meroni nace en el febrero de 1943 en Como, a orillas del lago que dos años más tarde es teatro de la última ignominiosa retirada fascista, cuando Benito Mussolini es capturado camino a la frontera suiza travestido de soldado alemán. Un epílogo que la ciudad siempre eligió no recordar, prefiriendo exportar la postal burguesa de sus paisajes, el refinado título de capital de la seda, los desfiles de Dolce & Gabbana, los veraneos de Gianni Versace y George Clooney. 

Según la leyenda, el primer partido de fútbol jugado en Como se habría disputado en la primavera de 1906, entre los remadores del local club de remo y un equipo de custodios y nativos americanos del Wild West Show, el histórico circo itinerante del cowboy Buffalo Bill, de gira por el Viejo Mundo en aquel principio de siglo. Como si fuera un cuento de Soriano, el árbitro del partido habría sido el mismísimo William Cody, en arte Buffalo Bill, y Dios sabe si armado como corresponde. Lo que sí sabemos es que al año siguiente nace el Club Como 1907, cuyo estadio racionalista es inaugurado veinte años después, en plena época fascista: el lateral derecho del aquel equipo, Michele Moretti, militante comunista y luego partisano de la Brigata Garibaldi, pasará a la historia como el dueño del fusil 7.65 que en abril de 1945 ajusticia el Duce junto con su pareja Clara Petacci. 

La infancia del pequeño Gigi Meroni es también la infancia de una República joven y frágil, desfigurada por las bestialidades de la guerra civil. “Éramos un país de fascistas que estaba aprendiendo a ser social-comunista, pero respetando rigurosamente las reglas de la Iglesia –comentará el cronista Mario Sconcerti–. Como teníamos demasiadas religiones para respetar, buscamos una vía intermedia y terminamos jugando un fútbol bigotto, metódico, conservador, que nos permitiera cometer pecados, pero sin irnos al infierno”. Es el alba del Catenaccio, el modo italiano por antonomasia. Primer mandamiento: no recibir goles.  

La memoria de Torino y la mística granata 

Luego de ganar –mediante unas cuantas tramoyas– los Mundiales de 1934 y 1938 y las Olimpiadas de 1936, el DT azzurro Vittorio Pozzo y el presidente del Torino Ferruccio Novo concentran en el club granata (así le decimos al color rojo sangre de su camiseta) a los mejores futbolistas italianos, asegurándoles, a cambio de su firma, la exención del servicio militar y un lugar en la Selección. Empieza así la leyenda del Grande Torino, el equipo invencible que entre 1942 y 1949 gana cinco ligas consecutivas, pilar indiscutido de nuestra retórica patriótica a la par de los pilotos Tazio Nuvolari y Alberto Ascari y de los ciclistas Gino Bartali y Fausto Coppi. Una epopeya que marca la vida de posguerra italiano: el 4 de mayo de 1949, volviendo de un partido amistoso jugado en Lisboa contra Benfica, el chárter Fiat G212 que transporta el plantel de Torino se estrella contra un paredón de la Basílica de Superga, una de las colinas que rodean a la ciudad. 

De los 31 pasajeros no sobrevive nadie: mueren 4 tripulantes, 3 dirigentes, 3 periodistas, 3 integrantes del cuerpo técnico y 18 jugadores, el eje principal de la Selección. La tarea de reconocer sus cuerpos le toca al mismo DT nacional Vittorio Pozzo. Con la mejor juventud del calcio desaparece también el entrenador Egri Erbstein, húngaro judío escapado a la deportación nazi a través de media Europa y ocultado por el mismo presidente del Torino, Ferruccio Novo, en el momento más duro de las persecuciones antisemitas. Una suerte que no tuvo su colega y compatriota Arpad Weisz, histórico entrenador de Inter y Bolonia, muerto en Auschwitz en 1944. 

A cubrir la catástrofe y los funerales, el Corriere de la Sera envía al escritor Dino Buzzati. Entre los familiares de las víctimas, con tres nenes chiquitos y aturdidos, está la esposa del comandante del avión, traicionado por un altímetro defectuoso y por un clima infame. Todavía no hay mucha razón para reparar en el nombre del experto piloto, el teniente coronel Pierluigi Meroni. Veinte días después, al Estadio Comunal de Turín, una selección de futbolistas denominada “Torino Simbolo” juega un histórico amistoso de beneficencia con el River Plate de Labruna, Di Stefano y Loustau, llegado en avión desde Argentina.

El “tremendismo” argento-granate

Es por dramas como Superga y por el fuego y la garra de sus hinchas y jugadores, que el periodista turinés Giovanni Arpino, inspirándose en una expresión literaria española, formula el concepto que mejor define a la mística del Toro: el tremendismo granate

Autor de novelas como Esencia de mujer y Azzurro Tenebra, basada en el fracaso italiano del Mundial 1974, Arpino es el primero y único de sus colegas en celebrar la aparición de un desconocido Osvaldo Soriano en las librerías italianas: en noviembre de 1974 el diario La Stampa publica su alentadora reseña de Triste, solitario y final, de la cual Soriano, sin embargo, se entera solamente tres años más tarde, ya radicado en Bruselas. La tímida carta con la cual le agradece sus palabras al “Estimado Señor Arpino” marca el principio de una exquisita amistad, cultivada principalmente por correo. En mayo de 1979, desde París, Soriano le escribe: 

Los amigos me cuentan que en un pequeño club de Buenos Aires, Argentinos Juniors, está la salvación del Torino. Se llama Diego Armando Maradona, tiene 18 años y es, según los periodistas y mis propios amigos, el mayor jugador (aunque es petiso) de los últimos 30 años. Hace dos goles por partido (su equipo es miserable y va primero) y ya está en la selección nacional. Claro, todos los grandes, y el Barcelona, lo quieren comprar: cuesta, creo, cinco millones de dólares. Si el Torino tiene esa plata está  salvado. Dicen que a su lado Sívori es un energúmeno. Después no digan que no les avisé. 

La cuestión no es menor. Primero, porque el carasucia Enrique Omar Sívori, florecido unos veinte años antes en Juventus, la orilla supuestamente más burguesa y aristocrática de Turín, es la razón por la cual el purrete Gigi Meroni, todavía en Como, empieza a salir a la cancha con las medias bajas. 

En una foto de enero de 1967, Sívori y Meroni posan frente a las cámaras antes de un empate sin goles entre Torino y Napoli, el club donde Sívori cierra su carrera bajo el cuidado del oriundo Bruno Pesaola, ex Dock Sud y River Plate. Es la imagen que simboliza el pase de testigo entre los dos mayores gambeteadores de la Serie A. El hecho –insólito– de que uno de ellos no sea sudamericano es una iluminación, una novedad esperanzadora para el futuro del calcio. Una bizarría que el destino se ocupará de corregir dentro de unos pocos meses. 

Tampoco es casual que argentinos sean los primeros entrenadores deslumbrados por su atrevida manera de tratar la pelota y encarar a los adversarios: porteño es Hugo Lamanna, que lo relojea en las juveniles del Como y lo empuja hacia el debut en primera, en 1960, y santafesino es Benjamin Santos, ex delantero de Rosario Central, comprado por el Torino en 1949 para reemplazar al gigante Valentino Mazzola, muerto en la tragedia de Superga, padre de la futura bandera de Inter Sandro Mazzola. 

Después de entrenar al mismo Torino entre 1960 y 1963, en la temporada 1963/64 Santos pasa al Genoa, donde hace que el flaco Meroni encuentre su definitiva posición de wing derecho. En el verano europeo de 1964, mientras está de vacaciones con su familia en La Coruña, Beniamino, como le dicen los tanos, se entera de que el Toro está a punto de fichar a Meroni por la arltiana cifra de 300 millones. Aprendida la noticia de la inminente cesión, agarra el auto con la idea de volver a la ciudad de Génova y tratar de retener a su joya preferida. No llegará nunca a destino: el 21 de julio de 1964, camino al aeropuerto de Madrid, su auto da un vuelco mortal cruzando los llanos de Castilla y León.

El hijo travieso del Santo Catenaccio

Curiosamente, quien convence al entonces presidente granate, Orfeo Pianelli, a desembolsar esa cifra récord es el rudo y pantagruélico Nereo Rocco, padrino del Santo Catenaccio italiano, la receta defensiva y anti-espectáculo que en Argentina genera profundo rechazo por lo menos desde el Mundial 1982, cuando Pelusa era perseguido por la sombra criminal de Claudio Saladino Gentile. 

Por aquellos días, desde las páginas de El Gráfico, el DT albiceleste Cesar Menotti definía el fútbol italiano “atrasado 50 años”. “Atrasado no, solamente más pobre” fue la respuesta del corresponsal Gianni Brera, a quien los italianos deben hoy buena parte de su léxico futbolero: “por temperamento nos inclinamos a defender, atajar y responder. Cuando arrancamos atacando somos mediocres; cuando nos lanzamos al contraataque encontramos espacios amplios y un número reducido de adversarios. Todas las grandes victorias italianas se deben al contraataque, al defender tenazmente y al contraataque rápido”.

En los años sesenta, Nereo Rocco se convierte en el ejecutor más ortodoxo y exitoso del Catenaccio teorizado por Gianni Brera. Paradójicamente, su versión es la que garantiza mayor libertad a jugadores refinados como Gigi Meroni, en Torino, y Gianni Rivera, en Milan: su marca registrada es la muralla de cinco defensores, definida como “Línea Maginot”, en memoria de las fortificaciones francesas de la Primera Guerra Mundial, con dos laterales, dos centrales y un stopper que persigue el centro-delantero adversario; más atrás, por las dudas, otro defensor suelto llamado libero, y más adelante, un enganche iluminado, un wing derecho con licencia creativa y dos delanteros.

Es así que, en 1969, su Milan le gana la Copa Intercontinental al Estudiantes de Zubeldía y Bilardo en la Bombonera de Buenos Aires. Una batalla violentísima, terminada con los pincharratas Poletti, Manera y Aguirre Suarez en la cárcel de Villa Devoto y el delantero de Milan, Nestor Combin, argentino naturalizado francés, secuestrado por los milicos de Onganía con la acusación de deserción por no haber hecho la colimba antes de emigrar a Francia. 

Nacido en Las Rosas, Santa Fe, y apodado La Foudre (El Rayo), Combin llega al Milan de Rocco solo después de romperla por tres temporadas consecutivas en Torino: amigo, hermano y socio infalible de Gigi Meroni, será el último jugador granate en finalizar sus invenciones, un maldito domingo de octubre de 1967, y el primero en marcar un gol sin él en la cancha, el domingo sucesivo, en un histórico clásico contra Juventus.

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El último vuelo de la mariposa 

El 15 de octubre de 1967 Meroni hace su última aparición frente al pueblo granate. Un partido que Torino le gana 4-2 a Sampdoria con tres goles de Combin, que algunos tanos llaman “Combén”, a la francesa. Ese día, en el Estadio Comunal de Turín, donde la pista de atletismo hace a los jugadores más chiquitos y lejanos, encontramos también al escritor Alessandro Baricco. Con apenas 9 años de edad, rigurosamente de pie arriba de las tribunas de hormigón, el pequeño Baricco lucha para divisar una porción de césped entre la multitud de espaldas y sombreros que lo rodean. “Quiero aclarar que yo no era uno de aquellos que adoraba a Gigi Meroni –cuenta en su relato “Aurora”–. Cuando tenés 9 años, si sos relativamente normal, necesitás que el mundo tenga un orden, y aquellos como Meroni son exactamente lo que te preocupa: células enloquecidas que vuelven malditamente complicado el paisaje lógico que necesitás para estar seguro de sobrevivir”. 

De repente, en el medio de la niebla de los terribles cigarrillos Esportazione que todo envuelve, llega el milagro. Meroni, a pesar de jugar como wing derecho, aparece por el lado izquierdo de la cancha con la pelota pegada al pie, y en lugar de buscar un espacio vacío, como sugiere la lógica de los mortales, apunta hacia el primer adversario que se le para en el camino, con la evidente intención de gambetearlo. Rodeado por tres hombres, se toma una breve pausa sobre la línea de yeso, olfatea la trampa y retrocede, “como quien vuelve a buscar la billetera que se olvidó en la barbería”. 

Es el comienzo de una de aquellas jugadas que le valdrán el póstumo y acertadísimo apodo de farfalla: llevando a pasear público y adversarios, la mariposa granate dibuja una enorme e ilógica curva de 180 grados desde el borde de la cancha hacia el círculo central, para finalmente reducir la marcha, darse vuelta y encarar a los jugadores contrarios que lo persiguen. Un arabesco fuera del tiempo, un adorno hermosamente lírico e inútil a la manera de un Sívori o un Garrincha. La tribuna, como siempre, se incendia. Mientras los devotos se exaltan, los críticos sacuden la cabeza como caballos fastidiados por las moscas, reclamando verticalidad, geometría y disciplina. Desquiciada por las continuas incursiones de Meroni, Sampdoria es hundida por un gol del diez granate Giambattista Moschino y un triplete del número 9 Combin. En las últimas imágenes en blanco y negro del día, Meroni lo abraza, riéndose como un niño. “El próximo domingo le metés otros tres a la Juve”, dirá Nestor que le dijo Meroni, camino al vestuario.  

Un destino ridículo   

Pocas horas después, el cuerpo de Meroni yace inmóvil en el medio de la Avenida Rey Humberto de Turín, atropellado por un Fiat Coupé 124 manejado por un joven hincha que lo adora. Se llama Attilio Romero y tiene 19 años. No lo conoce personalmente, nunca le habló ni tiene un autógrafo suyo. Vive con sus padres, y de Meroni tiene fotos en su habitación y hasta en las ventanillas posteriores del Fiat. Por la tarde estuvo en la cancha y terminó discutiendo con otro hincha que seguía criticándolo, a pesar de sus genialidades. Unas semanas atrás, se sumó a las protestas contra su posible pase a la Juve, por 750 millones de liras. Esa noche queda en verse con un amigo, y cuando ese amigo insiste en tomarse el tranvía, Attilio, que acaba de sacar el registro, insiste en ir a buscarlo con su auto. 

Sobre Avenida Rey Humberto entrevé dos hombres que cruzan donde no tendrían que hacerlo. Acaban de cruzar su carril y ya están en el medio de la avenida. Attilio, impaciente, tiene delante de él un auto más lento: en pocos instantes decide que hay espacio suficiente como para adelantarse y pasar entre ese auto y los peatones. Pero mientras se desplaza hacia el centro de la calzada, uno de los dos, viendo otro auto llegar en dirección opuesta, da un paso atrás. Un solo e instintivo paso atrás, suficiente para que el Fiat de Attilio lo levante por el aire y lo haga rebotar contra el Lancia Appia que llega del otro lado. 

Si es cierto, como escribió alguna vez Borges, que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento, entonces este momento representa el final, inesperado e insoportable, de Gigi Meroni, arrastrado por el asfalto y llevado moribundo al cercano Hospital Mauriziano. “No se sabe si vive, pero si vive no juega más”, le dice un enfermero a un cronista. Al escuchar el veredicto final de los médicos, dirán los diarios, Nestor Combin, tiene un brote de nervios. Los funerales, multitudinarios son inevitablemente paragonados a los del Grande Torino. Sobreponer las dos tragedias, Superga y Meroni, se vuelve algo imposible de evitar.

El domingo siguiente se juega el derby de Turín, el clásico con Juventus que Meroni jamás logró ganar. Después de una semana de fiebre, probablemente nerviosa, Combin parece endemoniado: mete dos goles de pura bronca en los primeros 10 minutos y el tercero a la hora de juego. El cuarto y último es de un tal Alberto Carelli, que después de marcar agarra la pelota con una mano y la levanta hacia el cielo. Ese día le toca vestir la camiseta número 7 de Gigi, aquella que identifica al wing derecho, marginándolo hacia la raya y haciéndolo mensajero de cierta necesaria rebeldía, hacia los módulos y las estructuras, de un entrenador o de una sociedad. 

Después del partido, la agrupación más antigua de hinchas granate, los Fedelissimi, le entrega a Romero una foto de Meroni con el autógrafo que él nunca había llegado a pedirle. Recibido en Ciencias Políticas y referente del sector de comunicación de FIAT por más de dos décadas, en 2000 Romero asume la presidencia del Torino, cargo que mantiene hasta la quiebra de 2005.

El Graduado Meroni y el Catenaccio Moral

El último entrenador de Gigi Meroni, el técnico que el Toro contrata para remplazar a Nereo Rocco en la temporada 1967/68, es el hombre probablemente más repudiado por la prensa y los hinchas italianos de los años sesenta: Edmondo Fabbri, ex DT de la Selección, recordado como el principal responsable del naufragio azzurro al Mundial inglés de 1966. Coterráneo del difunto Mussolini, amante del rigor y de la disciplina pero cómicamente bajo de estatura, Fabbri es caricaturizado a la vuelta de Inglaterra, después de la famosa “noche de los tomates”, cuando logra escaparse del aeropuerto de Génova escondido en el baúl de un auto, mientras sus jugadores son el blanco de la bronca popular. 

En marzo de 1966, llegado el momento de hacerlo debutar en la Selección mayor, Fabbri le había pedido a Meroni que se cortara el pelo. Más que un reflejo de su actitud castrense, una señal de la época: un prejuicio típico de esa Italia que, vista desde hoy, transmite ternura tanto por su ingenuidad como por su obtusa moral burguesa y católica, turbada por la misteriosa rebeldía que empieza a serpentear entre los jóvenes. No obstante su amable e irresistible dulzura, Gigi Meroni empieza a representar un elemento de ruptura con los valores de una sociedad hipócrita, conservadora y falsamente monógama, donde sexo, placer y amor siguen siendo argumentos prohibidos. Ni hablar de homosexualidad, prostitución, abstinencia o sexo prematrimonial, los tabús que en 1964 llevan Pier Paolo Pasolini a involucrar en el documental Comizi d’Amore a los jugadores del Bologna campeón de Italia, las estrellas del ambiente tal vez más conformista de aquel entonces. 

“Anticonformista”, de hecho, es el término utilizado con más frecuencia para definir a Meroni y su despreocupada manera de vivir. En el país acelerado del boom económico y de Il Sorpasso (1962), la comedia donde Vittorio Gassman “pistea” arriba de un Lancia Aurelia, Gigi se pasea en un viejo Fiat Balilla de los años 30, encontrado en un campo piamontés y restaurado por un amigo mecánico de Como. Por el afrancesado centro de Turín se lo ve caminar con una gallina atada a una correa, vestido como un dandi psicodélico venido del futuro: tapados estilo afghan de pelo y gamuza, pantalones en tartán con tirantes y blazers faroleros estilo Swinging London que él mismo se dibuja. Por ese look lo llaman el Quinto Beatle, como Georgie Best, otro trágico número 7 del cual Meroni no tiene ni la fanfarronería ni el gusto para los excesos, y del cual, quizás por eso, vivirá mucho menos. 

“Un Beatle Italiano” es también el programa de televisión donde un Meroni de incógnito, afeitado y camuflado con sombrero y sobretodo, entrevista a los transeúntes como si fuera un verdadero reportero de la RAI, sin ser reconocido: “¿Usted sabe quién es Meroni? Quisiéramos saber qué opina de él”, pregunta. “Bueno, si gambeteara menos sería mejor”, responde una señora. “No es malo, pero se queda mucho con la pelota, retarda la acción del equipo”, contesta otro. “¿Pero usted lo conoce, a Meroni?”. “No, personalmente no”. 

“¿Pero a ustedes no les gusta vivir?”, es la pregunta que suele hacerle a quien se mete con su vida privada, criticándolo por llevar pelo y barba como un beatnik. En Como, su mamá recibe anónimos giros postales con el dinero necesario para que su hijo vaya a la barbería. Los domingos, su compañero del Toro Moschino ensaya un recorrido bajo las tribunas adversarias para levantar las monedas que la gente le tira, y luego invitar el vermut post partido. 

Es un año de esperanzas y también de lutos ese 1967: a nivel político, mientras la Democracia Cristiana se vuelve el último baluarte contra un Partido Comunista cada vez menos soviético y cada vez más peligrosamente cerca del gobierno, en las manifestaciones estudiantiles asoma, exótica, la efigie de un barbudo Che Guevara, destinado a morir apenas unos días antes que Gigi. En enero, en el Festival de San Remo, se suicida el cantautor Luigi Tenco, atormentado referente de aquella Escuela Genovesa anárquica y existencialista que anticipa la Primavera de 1968. Sus primeros himnos a la libertad parecían recortados sobre la ságoma de Meroni, recién llegado a la capital de la canción italiana. Ciudad donde, dicho sea de paso, cantautores, obreros y poetas fueron indefectiblemente hinchas de su Genoa. 

Es aquí que Gigi se enamora de Cristiana Understadt, una chica rubia de origen polaco cuya familia gestiona un juego de tiro al blanco en un Luna Park itinerante. El mismo juego que aparece en el último episodio de Boccaccio ’70, comedia de 1962 sobre las obsesiones sexuales de los italianos: durante la filmación, un asistente del director Vittorio De Sica se enamora de la joven Cristiana y pide “su mano” a la familia, que naturalmente acepta la propuesta de este “buen partido”. 

Escondido en un confesional de una iglesia de Roma, el inconsolable Meroni asiste en silencio al casamiento pactado entre su enamorada y otro hombre, sin el valor de pegar un grito al cielo e interrumpir la boda, como el Dustin Hoffman de la película El Graduado. Que sobre el final, cuando ya todo parece perdido, se escapa con la esposa trabando la puerta de la iglesia con una cruz. El simbólico cerrojo, o catenaccio, que encierra y atrapa a la multitud que los persigue. 

Salida libre 

En un país que aprueba el divorcio solamente en 1974 (paradójicamente, en el día del primer scudetto de Lazio, el club identificado con la derecha fascista), Gigi rechaza el departamento burgués que el Torino asigna por contrato a cada jugador y se muda a vivir more uxorio con Cristiana en un romántico altillo en Plaza Vittorio. Un nido de amor y de arte, donde pasa las noches pintando cuadros al óleo: “la pintura es mi verdadero oficio, el fútbol es un pasatiempo”, responde a los periodistas que suben hasta ahí para entrevistarlo. 

Por esos días el concubinato ya no es algo tan escandaloso como antes, cuando el ciclista Fausto Coppi, para casarse por segunda vez, tuvo que irse hasta México y ver parir su esposa en Argentina. Ahora que los tiempos están cambiando, ni siquiera el sargento Edmondo Fabbri resulta ser tan inflexible: ese domingo de octubre, luego del 4 a 2 a Sampdoria, el entrenador cede al pedido de sus futbolistas más jóvenes. Salida libre. Que vayan, que salgan, que estén con sus esposas, con sus novias, con quien quieran. Gigi se da cuenta de que las llaves del hogar las tiene Cristiana, que está en casa de unos amigos. Necesita un teléfono. Sale a la calle acompañado por su compañero de equipo Fabrizio Poletti, cruza Avenida Rey Humberto y entra al Bar Zambon, para llamarla. 

Paolo Galassi

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