Dibu Martínez es el superhéroe inesperado que entró a nuestras vidas para salvarlas. El tipo capaz de hacernos estar tranquilos en una definición por penales de un mundial. El que baila, el que llora, el que habla, el que putea y el que sabe que con laburo puede alcanzarlo todo. Escribe Santiago Núñez.

Treinta y siete días. 

Sólo eso le bastó para la transformación más grande de su vida. Pasó de ser una persona con la misma cantidad de partidos en la Selección que cualquier mortal a ser comparado con Fillol. Presencia. Seguridad. Penales agraciados en los que el rival no tenía otra opción que ser comido. Le tiró “la de Dios” al Cristo Redentor y fue capaz de frenar al viento. Veintiocho años de frustraciones pasaron a ser una anécdota. 

Quinientas veintidós noches. 

De la aparición sorpresiva al Lusail. Dieciocho meses pasaron entre la nada y el cielo. Más allá de virtudes técnicas e inspiraciones polémicas, lo que Emiliano Martínez logró es algo mucho más importante que los galardones metálicos y los trofeos efímeros: consiguió la eternidad. 

ESTE TEXTO FORMA PARTE DE ILUSIÓN ETERNA, CONSEGUILO ACÁ.

Luche y vuelve

“Sos el futuro”, le había dicho Arsene Wegner, histórico maestro del Arsenal de Inglaterra. Las frustraciones por la falta de juego hacían que el premio implicara emociones más profundas de lo común.

“FA Cup Final Wembley 2020” dice ahora la leyenda de su pecho. Su imagen da la vuelta al mundo. Acaricia cabezas de llanto con Pierre Aubameyang en la entrevista post-partido. Le cuesta hablar. El arquero dura más pero quiere jugar, como cualquiera. Irregularidad. 

En diez años, seis salidas a préstamo. En Oxford, jugó un partido de playoffs por el ascenso a la League One (Tercera División del fútbol inglés) contra el Port Vale, con un contrato para continuar si se pasaba esa instancia. Perdió. Entre Sheffield, el Rotherham, el Wolverhampton, el Reading (todos clubes de la segunda división del fútbol inglés) y el Getafe jugó cincuenta y cinco encuentros que, sumados a los quince en las sucesivas vueltas al Arsenal, completan setenta y una apariciones en una década. Siete partidos por año. En el medio de ese proceso, cuando miraba desde la tribuna la Copa del Mundo de Rusia en 2018, le dijo a su hermano unas palabras mágicas. 

–El arquero del próximo Mundial voy a ser yo. 

La lógica bélica puede ser peligrosa. Pero también permite un posicionamiento crucial ante las adversidades. “Esto es una guerra, nosotros venimos a dar batalla”, dirá, después del partido con Países Bajos, en el Mundial de Qatar. Un soldado siempre sirve. Hasta el final. En una pintoresca entrevista con el sitio oficial del Arsenal, dijo que su película preferida es Olympus Has Fallen (Ataque a la Casa Blanca, en castellano), con Gerard Butler, Aaron Eckhart y Morgan Freeman como protagonistas. El film cuenta la historia del rescate a un presidente de los Estados Unidos, entre ataques, contraataques, disparos. Cualquier semejanza de los consumos culturales y los desempeños deportivos es pura coincidencia. 

Ahora está ahí. Más que una copa, llega al planeta. El mundo lo mira.  Final 2 a 1 contra el Chelsea. Saludos con la familia a distancia, con auriculares, virtualizados, como la vida en pandemia. Lo que queda, no lo sabe pero quizás lo sospecha, es el camino a la gloria. 

Emiliano Martínez, The Draw. El futuro llegó.

Doce pasos

–Es suerte

Miente. O quizás hace más humildes sus verdades. Pero Emiliano Martínez sabe que lo de sus penales no es fortuna. Su padre alguna vez habló de la fuerza de sus piernas. Él insinuó, que cuando la competencia es genuina, el arco a los atacantes se les achica. 

Otros piensan en la parla. Yo te conozco a vos. Estás nervioso. Lo siento pero te como. ¿Este es el del saltito? Pelota para el costado. Mueve las piernas. Menea los hombros. Baila.

Lo incuestionable son los resultados. De catorce penales en definiciones desde los doce pasos, siete no fueron gol. Seis atajadas y un penal desviado, el de Tchouaméni, en el que la influencia del arquero es incuestionable. La única suerte que tiene el Dibu, quizás, es portar las manos de Dios. 

***

La medianoche de la ciudad chilena Iquique pasó pero la final del Sudamericano Sub -17 del 2009 sigue. Ya atajó uno. Eduardo coloca el empeine abajo y tira un bombazo. Martínez, que se adelanta, no solamente toca el balón sino que lo retiene. Se lo queda, como los rescatistas que desactivan las bombas. 

El final no es el mejor. Lucas Kruspzky malogra en la definición del noveno penal, cosa que no hace Wellington, y Brasil se queda con la copa. En el equipo del Tata Brown, además de Emiliano Martínez, está Nicolás Tagliafico, otro futuro campeón del mundo. Enfrente Casemiro, Coutinho, Allisson Beker. 

En una final con Brasil, el Dibu ataja dos penales sin tener dos décadas de vida. No nos vengan a decir que no les avisamos. 

Argot

El lunfardo es un argot. Una jerga. Un habla popular que nació y fue incorporada desde fuera de lo que habitualmente se conoce como vocabulario oficial, con sus oficinas implacables y sus academias precisas. Nació en las calles porteñas y se extendió como una suerte de lengua de los comunes. 

El Dibu tiene un nombre corriente. Habitual. Su “Mr. Hyde”, es cierto, habla un inglés de gentleman. Parece un sir. Pero su documento carece de palabras rimbombantes: no se llama ni Oliver, ni Gianluigi, ni Ubaldo Matildo. Se llama Emiliano y Martínez. Y se las ingenió para hacer de lo cotidiano algo extraordinario. Como las palabras porteñas. 

El lunfardo no hubiera sido tal sin las llegadas masivas de inmigrantes en la segunda parte del siglo xix. Inmigrantes que, como Martínez a Inglaterra pero al revés, buscaban en la nueva tierra una salida. Las élites porteñas del flamante nuevo Estado-Nación llevaron el recelo y las amenazas de una clase a las medidas de censura. Se prohíbe el lenguaje, muchas veces, porque un sector es peligroso. Por movilizado y porque sí. El diario La Prensa llegó a hablar de “dialecto de los ladrones”, apoyándose en el hecho de que los inicios del dialecto son atribuidos a actividades delictivas. 

Poco distantes de aquellos discursos que posan en la moralidad deportiva su rechazo a las artimañas del Dibu y del fútbol rioplatense, plasmadas en cada chamuyo o quilombo que el arquero corporiza dentro de la cancha. ¿Por qué se reprocha una avivada o un festejo? Rechazo elitista, molesta el fútbol continental atribuido a los nadies.  

En ese lunfardo reposó el sentir popular. En sus palabras se expresó el latir de ese guión extraordinario para actores que, parece, son secundarios. Nosotros, a veces, reposamos y latimos por Martínez, nuestro héroe común que molesta a los enemigos de lo corriente. 

Gordon

El desencanto angustiante de una tarde desangelada pide un guiño. Como cuando el comisionado Gordon no podía con el Guasón, el pueblo argentino le manda a su héroe una “Dibu-señal”. El susodicho responde: sonrisa, tranquilidad.

En la pensión de Independiente le pusieron “Dibu” por el personaje de la telenovela del canal de las pelotas. Un niño animado aparecía por sorpresa. El género fantástico es eso: un suceso sobrenatural se introduce y desordena la tranquilidad de la vida cotidiana. Así llega al arco qatarí, en esa tarde porteña que está a punto de llorar. Todo está dado para perder. Vamos a ganar.  Martínez cumple. Se come a Van Dijk y a Van Gaal. 

Un superhéroe es eso. Alguien que parece normal, corriente, como cualquier otro Martínez, pero que sabe concentrar en momentos reducidos de tiempo la capacidad de modificar el rumbo de los acontecimientos. O, incluso, salvar pueblos enteros en pocos minutos. 

ILUSTRACIÓN DE DIBU MARTÍNEZ EN ILUSIÓN ETERNA POR GONZALO LANZILOTTA.

El mundo

Se agacha en cuclillas en el túnel. Los rivales pasan. Quizás alguien le dice algo pero no escucha. Sale. Saluda. Se mueve, siempre se mueve. Vuelve. Hace la fila. Canta el himno. 

Vive cuarenta y cinco minutos de jolgorio. Hasta participa de un gol. 

Parece que el mundo le dará la merecida tranquilidad. Pero las ráfagas pueden cambiar las totalidades. La toca en el penal pero es gol. Le pasa por abajo en un mano a mano y también la pelota va adentro. 

El partido, entonces, sigue. La tensión lo desapega. De nuevo penal. Esta vez no está ni cerca. El destino le da una revancha contra sí mismo. Estira la pierna y, no lo sabe aún, queda en la historia, en una atajada idílica, artística, de belleza moderna y utilidad efectiva. 

Llegan los penales. Haz lo tuyo. Coman. Ataja. Tchouameni. La desvía con la mirada. Baila con los hombros como un adolescente de discoteca. Su esencia está en eso: nuestro superhéroe lunfardo es, por momentos, un ser extraordinario de salvatajes brutales y, en otros, uno de nosotros que llegó.  

Le dice a su amigo Leandro Paredes: “si lo atajo, ganamos”. No lo logra, pero en menos de dos minutos se convierte, junto a cuarenta y cinco millones de personas, en campeón del mundo. 

Santiago Nuñez
Twitter: @santinunez

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