Un argentino se internó en la torcida del Vasco Da Gama, la Ira Jovem. Crónica de un viaje al corazón del fútbol. Escribe Nicolás Cabrera.
Una excursión con los torcedores de Vasco da Gama
El de musculosa negra tiene el ceño fruncido y los puños cerrados. Esta tenso. No lo suficiente para evitar que su pierna derecha sacuda al de musculosa blanca que, contra su voluntad y honor, caerá irremediablemente al piso. La foto está en el Watt Sapp. Llega del contacto “Pedro Ira Jovem”. Luego de risas virtuales y emoticones negros llegan las palabras: “Soy yo contra la Força Jovem hace 10 años. Una pelea difícil. Mañana nos juntamos bien temprano en Iraja para ir al partido en Mina Gerais. Te espero. Vasco Carajo!!!”
Sábado 6: 00 am. Barrio Santa Teresa, centro de la ciudad de Río de Janeiro. El rostro del Cristo Redentor bendice al sol de siempre, solo que hoy, día de partido, parece un balón incandescente. Un taxi, dos subtes y el ómnibus 712 en sentido Iraja me pasean por calles desérticas. Agujas imaginarias arañan las 8:00 de la mañana cuando llego al destino. Jóvenes se tambalean entre un olor a meada que voltea. Hileras de laburantes se abarrotan en silenciosas filas que intentan divisar un colectivo que nunca llega. Es la zona norte de la “cidade maravilhosa”. El Cristo Redentor da la espalda, igual… tanto da, ni siquiera un puntito gris queda de él.
En la plaza del barrio Iraja hay casi 50 personas. Cuarenta y tantos hombres y dos mujeres. Nadie supera los cuarenta años. Ellos visten medias, short, musculosas y gorras negras de la torcida organizada “Ira Jovem”, ellas usan camisetas blancas del equipo Vasco da Gama. “En tierra de iraquiano, urubú no se cría. El terror viste de negro. Ira Jovem” dice la musculosa de Jefferson que cubre los dos tatuajes del equipo de sus amores. Los iraquianos son ellos, los urubú son los hinchas del Flamengo. Entre ambos una historia de goles, cargadas y velorios.
Son casi las 10 de la mañana, según lo acordado llevamos 2 horas de atraso para viajar a Minas Gerais donde el Vasco jugará un nuevo partido por la segunda división del campeonato brasilero. A nadie parece importarle la espera. Suena funk y los muchachos bailan. Los cariocas y su relación con el tiempo es un misterio que desafía cualquier ingenio. Lejos de ser un tirano de hierro que todo lo deglute o lo disciplina, el tiempo es vivido por los cariocas como algo moldeable, flexible, laxo, manejable. Ellos se imponen al tiempo y no al revés. Y eso se hace cuerpo. De ahí que casi todo movimiento corporal carioca –danza, música, fútbol, gestualidad– sea menos una pelota de tenis que sigue un curso lineal, domesticado y predecible; y se asemeje mucho más al trayecto de un huevo que arrojado al movimiento se zigzaguea en un recorrido tan oscilante como impredecible.
Desde la esquina un desgastado motor anuncia la llegada de un colectivo gris azulado. Es el nuestro. Ya arriba comprobamos que los vidrios polarizados no se abren. “Me voy asfixiar”, uno lamentó. “Es una pecera”, otro bromeó. “Dejen de llorar”, alguien ordenó. Mientras la partida se atrasa –más todavía– porque la compra de la bebida no avanza, Pedro, máximo líder de la torcida, el presidente y dos de la “línea de frente” ya están en ruta en un auto propio. Prevenir de controles y retirar las entradas son sus razones. Finalmente la cerveza, la cachaça y el vodka tienen su triunfal recibimiento. Ahora sí. El motor tartamudea, las gargantas desafinan y un humo espeso nos abraza. Partimos..
Poder joven
Torcidas organizadas es el nombre con el que se conoce en Brasil a los grupos de hinchas que colectivamente acompañan a un club de fútbol. El paralelismo con las “barras bravas” argentinas es tentador, pero al acercar la lupa rápidamente se ve que la comparación solo sirve para familiarizar lo diferente. En Río de Janeiro las torcidas organizadas surgen durante la década del cuarenta. La “Charanga do Flamengo” de 1942 y la “Torcida Organizada do Vasco” de 1944 –comandada por la mujer Dulce Rosalina– son algunas de las pioneras en su género. Corren tiempos donde una máxima ordena las tribunas: un club, una torcida, un líder. Sin embargo, a partir de la década del sesenta el mundo comienza a ser otro y los viejos adagios se tambalean ante temporales ideológicos. Las rispideces intergeneracionales y la sublevación juvenil llegan a las tribunas cariocas. Una prepotente juventud reclama nuevas formas de organización y participación que los viejos líderes no parecen encarnar.
Brasil ya está sumergido en los primeros años de una dictadura militar que lo aterrará por 21 años. La clausura de las formas tradicionales de participación y expresión torna tan necesario como urgente la apertura de válvulas de escape. El fútbol, gran dramatización de la vida cotidiana, se presenta oportuno. Jóvenes ávidos de protagonismo y organización crean torcidas disidentes que se autodenominan “torcidas organizadas jóvenes”. Nace una nueva forma de “torcer” que hace de la juventud, la masculinidad agresiva, el amor al club, la solidaridad entre pares y el gusto por la pelea alguno de sus emblemas.
En el Club de Regatas Vasco da Gama la principal torcida organizada es la “Força Jovem”. Nace el 19 de febrero de 1970 y rápidamente gana fama a fuerza de puños. Esa costumbre le vale una pena y en el año 2013 es prohibida en todos los estadios brasileros hasta el 2017. El castigo se escuda en el estatuto del torcedor, un menjunje variopinto de leyes diseñado para “modernizar” el fútbol brasilero. En esa “modernidad” profesada las torcidas organizadas son una piedra en el zapato.
Sin la força jovem, hoy la tribuna del Vasco da Gama es un archipiélago de torcidas organizadas. “Ira jovem”, nacida el 7 de enero del 2006, es una de las principales. En su mito de origen –como en todo mito– no parece estar muy claro donde empieza lo real y donde termina lo imaginario. Su reconstrucción es la de un rompecabezas donde las piezas más que encastrar se superponen. Esos retazos de memoria imperfecta hablan de alguna plaza del barrio Iraja. Allí Pedro convoca a una veintena de vascaínos que en su mayoría son ex miembros de la força joven, como él, y que entre cervezas recalentadas y carnes asadas escuchan un discurso que finge ser espontaneo. Pedro propone crear una torcida organizada. Ya cuentan con un financista que prestará el capital originario, un “chefe de morro”, es decir, alguien del que se sabe poco porque se pregunta poco. Los oyentes aceptan. Solo queda cumplir con una tradición: hacer una bandera con el nombre y el escudo de la torcida en menos de 15 días. Antes del plazo previsto la obra se consume. La tela negra viaja hasta el morro custodiada con recelo y paranoia. Llega hasta la cima de la favela. El financista la ve, sonríe con vanidad, bebe un vaso de cachaca en nombre de dios y ordena organizar un baile funk en la comunidad para conmemorar el nacimiento de la Ira Jovem.
Postales en movimiento
Tupidas montañas decoran la geografía. Arboles tropicales desfilan por el ventanal. Nosotros en movimiento, la naturaleza también: germina, florece, poliniza, expone. También mata, desintegra, pudre, oculta. Para llegar a Mina Gerais primero tenemos que atravesar las sierras tropicales de Río de Janeiro. La ondulación de nuestra marcha se ralentiza hasta pararse en seco frente a un puesto de comida que solo tiene forró y pobreza para ofrecer. “Opa opa paradita pa robar” se corea en un colectivo donde no hay nada más ofensivo que el silencio. Una orden y nadie roba nada. En el encantador caos carioca, a veces parece que lo único organizado son las torcidas.
Mi compañero de asiento es Thiago. Escucharlo hablar me lleva al partido de la Matanza, verlo me trae de vuelta a Rio de Janeiro. Negro, de cuerpo tallado, voz ronca y rostro alerta Thiago refleja un carioca de pura cepa, pero los casi 10 años que vivió en Argentina le dejaron un castellano conurbanizado que desorientaría a cualquier estereotipador serial. “Extraño cuatro cosas de Argentina: el fernet, el dulce de leche, las minas y el chimichurri” me dice con una mirada nostálgica que parece buscar tras los cristales algo que nunca sabré. “Igual…soy carioca, extrañaba acá, me gustan las minas y la joda. Estoy separado y tengo cuatro novias”, me las presenta por el celular. Fotos, videos y audios, pruebas irrefutables de nuestra era virtual.
Thiago entona canciones de Los Autenticos Decadentes, Rafaga y La Mona Jimenez. Yo, con algunas cervezas de más, pierdo toda timidez y lo acompaño. Somos el centro de atención. Desde mis espaldas escucho una canción de Boca Juniors. El portavoz es Adriano, un petiso de cara arrugada como perro Sharp Pei. Sus remangadas patas de gallos y sus laxos cachetes parecen ser más por una vida de risa fácil que por una edad que con suerte araña los cuarenta carnavales. Me pregunta si soy de Boca, mi cara responde y después de pronunciar por tercera vez B-E-L-G-R-A-N-O se encoge de hombros, pega la vuelta y comienza a cantar una canción del Vasco Da Gama. Mis compañeros de ruta saben tanto de fútbol argentino y sus hinchadas como cualquier periodista deportivo consagrado en la Argentina. Sus vastos conocimientos chocan con la avenida General Paz de la capital federal.
“¿Tenes camisetas de Belgrano?” me pregunta Zé en voz baja. Le respondo que le voy a conseguir una sólo si él me da otra de la torcida organizada o del Vasco. La promesa queda cerrada entre dos manos derechas que se aprietan. Zé parece una rocola: bajo, cuadrado, ancho y con un repertorio infinito de canciones. Es uno de los principales creadores de música de la torcida. No encuentra mejor forma de matar el aburrimiento que crear canciones, sean de cancha, de funk o hip-hop. Pongo a prueba su creatividad. Me responde con una ametralladora de rimas de las cuales entiendo poco y nada. Le pido permiso para grabarlo y con una tierna y avergonzada timidez comienza a improvisar
No es mentira
Estoy fumando
Ira Jovem está volando
Con la gente de Belgrano
Voy hablar seriamente
Aca no hay mentira
Se quiere a Maradona
y al amigo de Argentina
Cuando termina la estrofa impulsivamente le doy un abrazo. Caigo en la cuenta que lo conocí hace 5 minutos. Que acá abrazar hombres parece de “putos”. Que les gusta pelear. Que yo soy extranjero. Que soy blanco. Que lo mío tiene fines estrictamente académicos. Que… Zé me da una palmadita en la espalda y me dice en un tono tan paternal como sosegado “amigo, sea bienvenido, estamos juntos”.
Cosas de hombres
Alfonso me ofrece otra cerveza y van… él es el líder de la “provincia” Baixada Fluminense. Así se los llama a los subgrupos que componen Ira Jovem. Cada “provincia” congrega varios barrios de una misma zona. Es una división territorial. A su vez, cada una de ellas tiene un líder que forma parte de la “diretoria”, la máxima autoridad colegiada de la torcida organizada, por encima de ella solo está la voluntad y los caprichos de Pedro, principal referente del colectivo. En el hombro derecho de Alfonso hay un hombre en posición de lucha que se irgue sobre unas letras en negro que deletrean “Jiu-jítsu”. El tatuaje despierta mi curiosidad. “Yo hago Jiu-jitsu, muay thai y boxeo. Acá casi todos entrenamos juntos. No nos gusta perder el ritmo”.
Comienza una discusión sobre famosos peleadores de artes marciales que inútilmente intento memorizar. Ante la frustración decido jugar. Me cuelgo escuchando los simpáticos usos que hacen los brasileros de los diminutivos. Una formidable manía de reducir todo a la mínima expresión que tiene una clara función social: tornar más agradable lo inevitablemente dramático (narrando cómo un grupo de jóvenes golpeó salvajemente a otro, Cesar exclamó “são só menininhos” – son sólo chicos–) o relajar situaciones formales o tensas (Alfonso contó cómo después de llegar casi a los puños con un amigo la discusión se zanjó con una invitación a beber una “cervejinha”). Pero Thiago me trae de vuelta al debate de las artes marciales al nacionalizar una comparación “los argentinos no son buenos con las piñas. Yo viví allá y se lo que te digo. Acá, en este ómnibus hay algunos que no sirven pero la mayoría son excelentes peleadores. Fijate, de acá de Brasil salieron los mejores luchadores. Hay una tradición. Ya vas a ir a una fiesta nuestra, siempre peleamos entre nosotros para hinchar las bolas”
El charla se corta en seco. Desde el fondo del colectivo gritan “bautismo!”, “bautismo!”, “bautismo!”. La tercera alerta es suficiente, el pasillo del colectivo esta liberado. Todos y cada uno de nosotros está en su asiento, de pie, cantando y golpeando lo que tenga a su costado o sobre su cabeza. “Quien va”? grita Tulio, el hermano de Pedro que quedó como responsable del colectivo. “Quién está viajando por primera vez”? vuelve a preguntar ante un colectivo que expectante aplaude. Desde el fondo un joven se saca la camiseta. Tiene un tatuaje de letra china y unos pocos pelos en el pecho, los dos adornos llevan poco tiempo de vida. Tulio enumera reglas que nadie nunca leyó pero que todos comprenden: “sin correr, sin agarrar, sin remera y lo más importante… ida y vuelta”.
El joven fuerza una sonrisa. Repasa el duro y severo recorrido que lo separa del respeto. A su alrededor sus co-etarios lo animan, al final del túnel los mayores lo esperan. Da un tembloroso primer paso con su pierna derecha y un aluvión de manos abiertas golpea su humanidad. Apura el paso pero no corre. Avanza. Resiste. Aguanta. Sabe qué está siendo evaluado. Su pálido torso se va colorando con las marcas de sus futuros pares. Sigue avanzando. Aprieta su mandíbula y sus puños, contiene quejidos y lamentos, el reconocimiento está cerca. Cuando llega al final del pasillo los golpes de los mayores generan éxtasis entre los menores. Son las manos del poder que bendice a uno de ellos.
La vuelta
La agonía se redobla. Los chasquidos de la piel sacudida truenan en seco. No se detiene. Cuando llega al asiento número 20 del colectivo alguien le agarra el brazo. La desesperación le gana a la malicia y el joven se libera. Pasó lo peor. Levanta la cabeza por primera vez y en el horizonte divisa la meta, la pertenencia, la membrecía, el respeto, el reconocimiento, el prestigio. Cuando llega al final del pasillo esas mismas palmas que lo castigaron ahora lo ovacionan. Sonríe con naturalidad y orgullo…sabe que ahora es uno más de los muchachos.
El cronista y el torcedor
La tropical vegetación atlántica quedo atrás. En el estado Minas Gerais las montañas, por fuera, son más discretas. Por dentro rebosan en riquezas y tragedias. En la punta de una de ellas el colectivo se detiene. Mear y sacar fotos es la primera tarea. Ya estamos en la ciudad Juiz de Fora, según mis compañeros de ruta es solo un “pequeño” municipio. Tiene 500.000 habitantes. Siguiendo la pendiente de la montaña se alcanza a divisar el Estádio Municipal Radialista Mário Helênio donde en menos de dos horas va jugar Tupi Football Club contra Vasco Da Gama.
La cúpula de la torcida organizada nos recibe. Pedro saca del bolsillo un mazo de ingresos. Hay más manos que entradas. Unos pocos comienzan a planificar como burlar la seguridad del estadio, otros dejan sus huellas en las paredes residenciales de un barrio refugiado en sus ventanas y prejuicios. Aparecen las banderas, la percusión y la “faixa” que identifica la torcida. Son los emblemas del honor. Pregunto dónde estaban esos objetos. Nadie me contesta, mi curiosidad queda flotando entre ese sigiloso misterio que siempre rodea a lo sagrado.
La escena se carnavaliza. Zurdos, repiques, tamborines, cuícas y pandeiros sambean el himno del vasco. Las banderas de caña de bambú llegan con aires nuevos. Su ondulación corta el ardiente sol siestero y regala soplos refrescantes. Los muchachos se juntan, amontonan, mezclan. Los cuerpos que durante horas se hacinaron en un colectivo piden moverse, pero fusionados, confundidos en uno. En una masa compacta saltan y cantan. De la caterva brota Pedro, se escapa del anonimato y encara en mi dirección, arrastrando una sonrisa que sabe a deber cumplido
– Como estuvo el viaje?
– Bien, muy divertido
– Son buenos muchachos. Toma acá tenes tu entrada. Somos muchos y nos dieron pocas. Si no entramos todos vamos a invadir
– No hay drama
– Te bautizaron?
– No, por suerte no
– Bien, pero en la próxima creo que no te salvas.
Me da una palmada en la espalda con fuerza de bautismo y continua su marcha triunfal, sonriendo y saludando a cuanto vascaíno se cruce en su camino.
El sol está agonizando… pero todavía calienta y seca. Pido una cerveza cuyo precio inútilmente trato de regatear. El acento me devela. Mientras el vendedor busca la botella en un océano de hielo, telgopor y vidrio, me pregunta qué hace un argentino en un recóndito municipio de Mina Gerais en un partido de la segunda división del campeonato brasilero. Con la sinceridad de lo espontaneo confieso: “soy hincha del Vasco”. El vendedor pesca una cerveza congelada y la estira hacia mi “para vos argentino loco”.
Bebo la birra a tragantadas, tarareo una canción que sin saberlo aprendí en el viaje y antes de encarar para el portón del estadio me ajusto los cordones de las zapatillas. No quiero pecar de principiante en el momento de la invasión.
Texto y fotos Nicolás Cabrera
Publicado originalmente en Islandia.