La historia de todos y todas. La revancha de aquellos y aquellas. Una, dos o tres veces por semana; abajo de una atopista, en un descampado, en un potrero; en cancha de cinco, de siete o de once. Ese momento donde todo cobra sentido, donde todo vale la pena, porque estamos pateando una pelota.

Del trabajo a casa, almuerzo mirando algún que otro canal de noticias, elijo fútbol para no pensar. La verdad es que generalmente gritan tanto que no te dejan pensar. Si tengo suerte hoy duermo la siesta. Depende que tantos mandados me toquen hoy. Y la vida en familia no considero que sea complicada, pero si ocupada. Que la comida, que hay que pasar a buscar esto por allá, «no te olvides de comprar la comida de los perros». Si me acuerdo tengo que pasar por el electricista, hace bastante que no prende la luz esa del patio, mucho no entiendo, me tengo que acordar. Y tengo que buscar a los chicos por la escuela, después uno tiene inglés el otro fútbol, y así estoy. Todos los días. De acá para allá.


Menos los jueves, los jueves no puedo. Los jueves saben que no puedo. Ese día no puedo buscar a los chicos a la salida de inglés. Tampoco puedo hacer la cena. Menos puedo quedarme charlando en casa con la visita sorpresa.


Los jueves me levanto diferente. No me acuerdo si el tobillo que me duele es el derecho o el izquierdo porque hoy no me van a molestar. Me suena el celular temprano, «jueves 20hs $120», ya se están anotando. Escribo, mientras desayuno, «Yo juego». Casi sin emoción, como si no fuera el día que más espero de la semana.


Y no sé qué tiene de especial, no te voy a mentir no soy un gran jugador. Tampoco somos un gran equipo. Pipo ya no corre como antes, estamos grandes. Tito está gordo y no la pisa como a los 19. Yo, qué sé yo, a mí me duelen más músculos de los que sé sus nombres. Pero igual me tiró en todas, raspó como cuando tenía 20. Nada más que ahora el caucho me quema la espalda y me quejo un poco más.


Si tengo la suerte de hacer un gol, me convierto en el mejor relator de fútbol y la cena familiar es en un mega cuento de mi hazaña. Pobres, los chicos creo que no me escuchan mucho, y a mi mujer no sé si le interesa o no, pero me mira como mira a mis hijos cuando le cuentan algo increíble que pasó.


A veces, mientras camino la cancha, porque ya no puedo correr como antes, me cuelgo pensando. No puedo explicar por qué elijo estar acá. Por qué elijo ver a mis amigos
acá. Por qué resisto dolores semanales y el jueves soy un tipo nuevo. Por qué me enojo tanto cuando alguien llega tarde y el partido se demora. Por qué los mismos 7, desde hace como 20 años, más gordos, más viejos, decidimos seguir poniendo $120 pesos para vernos una hora con una pelota de por medio y jugar a qué entendemos algo de fútbol. La verdad, lo poco que sé, es que acá soy feliz.


Capaz que me equivoqué, no tenía que ser contador. Porque creo que sí me hubiera dedicado, no te digo que, en primera, pero a un equipo de la B hubiera llegado. Me faltó eso que le dicen el golpe de suerte, me faltó que me mire el indicado cuando era chiquito y la rompía. Mira si ahora estuviera entrenando todos los días. Te digo que hasta te cumpliría la dieta sana. ¿A quién no le gustaría jugar con los mejores?


Después me acuerdo, que yo juego con Tito todas las semanas. Que elijo la pechera que quiero, cuando Juan las trae limpias. Que soy el mejor contador del país cuando junto la plata para pagar el turno. Que Pipo sale antes del trabajo para llegar al partido.


Y ahora que lo pienso no podría haber jugado en primera, entrenan todos los días, y yo los jueves a las 20 no puedo

Aldana Pozos

Disponible en Instragram

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