Martín Verzoub nos cuenta sobre Palermo como barrio. Y esos pocos espacios que van quedando para mantener vivo el espíritu del barrial. De esos lugares que quedan cada vez menos.

Hoy cierra El Galpón Futbol Club en Palermo. Hoy mi querido barrio es un poco menos barrio. Y Mirá que ya poco le quedaba. Ya no habrá más fulbito con los pibes de por acá. Con los laburantes, los desencajados y los fisuras del barrio. Con los fisuras como yo. No habrá fulbo con códigos, con respeto, con picardía, con rabia, con miedo; ya no se observarán casacas de equipos desconocidos, del bohemio o de Estrella de Maldonado, o simplemente musculosas chivadas por el uso, tanto para el deporte amateur como para la construcción. ¿Acaso las llamarán ahora “camisetas rústicas multi ventiladas en fino blend de sal orgánica y esmalte sintético”?

Se trata de un gimnasio con cancha de fútbol ubicado en Costa Rica y Dorrego donde se practican disciplinas deportivas y artes marciales en un ambiente descontracturado y ligeramente decadente. Convoca indistintamente a personas de todas las edades y de todos los sectores sociales, a mover el cuerpo en un entorno donde no serán juzgados por utilizar vestuarios reciclados, ni celulares de gama baja con el cristal roto. En el Galpón afortunadamente no hay quejas, a pesar de que las máquinas crujen a cada movimiento, ni por la falta de agua caliente de las duchas, ni por la interferencia de la radio que suena en un viejo minicomponente noventoso. El penetrante hedor que emanan los materiales de entrenamiento y la sobreabundancia de cuerpos no hegemónicos ahuyentan casi automáticamente a la gente que va al gimnasio a mostrarse.  Suele ser frecuentado entonces por gente franca y honrada del barrio. Y las hay por montones. Luis y El Tano se encargan de que eso sea así, por eso no sólo hacen la vista gorda si te atrasas con las cuotas (siempre y cuando muestres respeto y humildad), hasta son capaces de preguntarte si necesitás algo.

El problema es que a partir de ahora ya no habrá nadie como ellos en el barrio; que presten su canchita de onda a pesar de los exponencialmente crecientes alquileres por el mero placer estético de observar tan realista y barroco paisaje; que los días de lluvia lleguen un ratito antes para preparar secadores, tachos y diarios para salvaguardar el bienestar de los jugadores y no tener que suspender pese a las muchas goteras y, finalmente, que pongan la parrilla de tanto en cuando para que todos coman un choripan.

Los días martes y sábados suelen sentarse el tano y Luis en esos banquitos despintados al costado de la cancha supervisando que se respeten los muchos códigos (que poco coinciden con el reglamento de la FIFA), apercibiendo a quienes infrinjan cualquier norma, armando los equipos con un cuestionable sentido de justicia y festejando los goles nobles y agraciados de ambos bandos.  Una vez se armó un desafío y cometí el error de llevar a un amigo tremendamente habilidoso pero “venido y quedado” al barrio desde la alta sociedad entrerriana. Al primer foul que se auto-cobró, Luis decidió echarlo. No alcanzó a ver la patada a la altura de la rodilla que le propinara “Mukenio, único migrante africano que pisara esa cancha (si te ponen un apodo te queda y punto). “Es así…” dijo Luis refunfuñando y yo acepté la sentencia sin apelación alguna.

Sin embargo, los códigos a veces son contradictorios y difíciles de asimilar por lo que sólo se internalizan mediante ‘ensayo y error’. En una ocasión, la próximamente olvidada sonrisa de cinco teclas de Marcelito, apodado “el murguero” por su andar invertebrado, reclamó un ridículo córner a su favor (él sí tenía poder de árbitro, por lo que vino desde el arco contrario para ejercerlo); entonces, para desestimar su locura le pedí que regresara a su arco al canto de: “marche preso”. Marcelito, con un pasado bastante conflictivo con las fuerzas del orden se salió de sí y casi me propina una merecida golpiza. Tampoco seguirán jugando tipos como el uruguayo, de unos 70 años y pasado lejano en el fútbol profesional charrúa, que con mandinga sabe pedir el pase a los rivales cuando no tienen posibilidades de contacto visual. Difícilmente haya un hábitat similar para tipos como Maxi, el entrenador del gimnasio, que a cada debutante que aparece le explica indulgentemente que para ganar le debe pasar todas los balones a él. Por eso, al marcar un gol,  grita desde sus entrañas como un sapucay: “¡Que bueno que soy!” y eso nos parece lo normal.

Para muchos de los amigos del Galpón (el concepto de “socios” resultaría ajeno e inexacto) ese espacio ha brindado toda la disciplina deportiva que pueden concebir: cuidarse en la semana para llegar entero al partido, intentar dormir al menos algunas horitas antes de jugar, si se escabia tomar agua también como en el gimnasio, no darse nunca por vencido, ser compañero, ayudar al que lo necesita y bromear con el otro pero no lastimarlo. Respetar.

Desde mañana, lamentablemente, en Palermo sólo se jugará al football con normas de salubridad y buen gusto. No habrá olores sospechosos en las inmediaciones del gimnasio ni portadores de cara. Se jugará sin esfuerzo desmedido pero con las últimas tendencias en fintas y regates (si bien pésimamente ejecutados). Serán 10 individualidades corriendo atrás de un balón como hubiera anticipado Borges, otro vecino del barrio. Se jugará seguramente con botines nuevos con el nombre del usuario y conjuntos deportivos último modelo de los clubes que disputan las instancias finales de la Champions league. El único criterio de selección de los jugadores será la posibilidad misma de poder pagar tarifas usurarias para practicar deporte una hora a la semana.

Me pregunto qué será del Galpón luego de su demolición: ¿Una torre de hormigón pelado con departamentos de uno y dos ambientes con amenities y Salón de Usos Múltiples? ¿O será una oficina nine-to-five de gente aburrida que prefiere Megatlon, canchas con césped sintético de marca y la cerveza artesanal?

Algún cientista social explicará que se convertirá en un no-lugar, ¿un no-barrio? Continuará señalando la diferencia entre un espacio dormitorio y un espacio social; y concluirá que “la gentrificación produce un inevitable relegamiento de las poblaciones menos favorecidas a las periferias de la ciudad”. ¡¿A mi qué me interesa?! Eso no me alivia las penas. Hoy es un día gris e imperfecto: pura melancolía y nostalgia. Como era mi barrio: como el de Carriego, el de Troilo y el de Miguel Abuelo. Tan triste como el devenir de otro palermitano: Alberto José Poletti, aquel arquero de Estudiantes de La Plata expulsado de manera vitalicia del fútbol profesional y apresado en Devoto luego de abusarse de los jugadores del AC Milan en la final Intercontinental del 69’ disputada en la Bombonera.

Hoy mi barrio es un poco menos barrio, ES un poco menos. Y Yo seré un poco menos también. Intentarán compensar mi pérdida con más modernidad, universalidad y hasta me tildarán socarronamente de cosmopolita. Me ofrecerán incluso elegir doble apellido para el barrio: Hollywood, Soho, Queens, Chico, Alto. Frente a mi inocultable tristeza por el cierre del Galpón una vez un vecino curioso que paseaba su bulldog francés me preguntó retóricamente: ¿Quién tiene la soberbia de querer jugar a la pelota con otros 9 gordos más en una baldosa que cuesta 3000 dolares el metro cuadrado? ¿Dónde va a caber toda la gente de esta ciudad?

No le contesté nada. Prefiero la pregunta anónima de otro jugador del Galpón: “¿qué saben ellos de la amistad?” Hoy se juega el último partido en El Galpón; y yo voy a poner todo todito hasta la última pelota.

Martín Verzoub

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