Las noches previas a los partidos definitorios o clásicos para muchxs es muy difícil conciliar el sueño. Algunas mañanas las panzas amanecen revueltas, los nervios le ganan a la razón y las ojeras caen por peso propio. Esta es una historia de una noche de fiesta previo a (por ahora) la única final mundialista que mi generación vio. La noche que no supimos cómo dormir. Escribe Federico Cavalli.
Para los que tenemos el mundial 94 como primer recuerdo mundialista, la final del 2014 es lo más parecido al día que la tierra se detuvo. O mejor dicho, nuestra pequeña tierra celeste y blanca se detuvo. La estuvimos esperando mucho tiempo, nos tragamos varias desilusiones y pensábamos que nunca llegaría.
La noche anterior se debe haber hecho eterna para muchxs. Igual que la previa al partido con Suecia en 2002 o la mañana de sábado que en 2010 Diego y Messi se dijeron adiós contra Alemania. Estábamos acostumbrados a esperar pero esta ocasión era especial: enfrente había algo que no sabíamos como festejarlo, y lamentablemente todavía no lo sabemos.
En mi caso la noche previa a la final tuve un casamiento. Uno de mis amigos del barrio festejaba en un salón de Banfield y hace rato estábamos esperando. En la despedida de solteros estuvimos cantando “Brasil decime que se siente” después de eliminar a Bélgica y cruzar el Rubicón. En la fiesta también lo hicimos, pero con un poco más de cautela después de ver como Alemania masacraba a los cariocas.

Creo que logramos olvidarnos del todo que esa noche era la previa. Bailamos, tomamos, nos divertimos, nos abrazamos y alguno derramó lágrimas de borracho sobre el final. En un error de cálculo, llegué con un poco de alcohol a la hora de irnos a buscar el auto.
Al salir, entre risas y abrazos, algunos me empezaron a llamar. Al parecer era el único que sabía dónde estaba estacionado el coche. Pero no era así: algún amigo de lo ajeno se lo había llevado de la puerta del salón. Hubo temor, algunos se desesperaron más que yo, pero todos recordamos que una persona se rió de la fatalidad. No puede haber tanta maldad.
Aprovecho este espacio para decir algo que tengo guardado desde ese día, dirigido directamente al novio: Gordo, me dijiste que había seguridad, que el sereno del salón se quedaba toda la noche. O te cagaron o fue el que entregó el auto. Me la juego por la segunda opción.
Volvemos a la madrugada del domingo 13 de julio de 2014. Todxs recordamos que estábamos haciendo. Algunxs dormían, otrxs se levantaban para ir a trabajar o simplemente para tomar mate y contemplar el comienzo del día. Otrxs ni durmieron de los nervios. En cambio yo estaba en una esquina de Banfield, en pedo, tratando de llamar al localizador del auto para que me diga dónde estaba mi querido R9.
Uno de los pibes lanzó el llamado para ir a buscar a los hampones: “No deben estar lejos, vamos”, tiró. Solo el padre del novio se sumó a la aventura, que terminó en la primera avenida donde preguntamos a los transeúntes si sabían dónde estaba la comisaria de la zona.
En eso llegó el llamado del localizador: lo encontramos. Estaba vigilado por un seguridad mientras descansaba en el playón del hospital Oñativia de Calzada. Muchos años después, por trabajo, entré al hospital y miré con desconfianza tonta a los de seguridad.
Casi las siete de la mañana del domingo, le firmé los papeles al del localizador que huyó, seguramente para terminar su tarea y ponerse en modo “final del mundo”. Volvimos en dos autos, yo manejaba el mío. El volante estaba dobladísimo y adentro un poco revuelto pero no mucho más. Aceleré para ir a la comisaria a denunciar. “Seguro Sabella ya se levantó en Brasil”, pensé de golpe.

Cuando llegamos a la comisaría pagamos por boludos, como si los verdaderos ladrones hubiésemos sido nosotros. Los muchachos estaban de malísimo mal humor, el hecho de estar de guardia un día de final mundialista los tenía alterados.
Debimos sufrir retos por no proceder como se debe (primero se denuncia, después se verifica que encontraron el auto con la compañía de un móvil policial), verdugueos innecesarios y pedidos absurdos como sacar fotocopias en la mañana que ningún quiosco abrió en Banfield.
Después de que el comisario me pegó una buena descansada mientras me tomaba la denuncia y fumaba en mi cara, le pidió a un agente que le saque fotos al auto así nos liberaba. “Ojalá ganemos hoy” soltó el cabo Galvan, a quién todavía me lo imagino llorando entre bigotes y cigarrillos esa tarde.
Pero quedaba un paso más: el de las huellas dactilares. Una boludez, el coche había sido ultra manoseado después del hecho, solo era para romper las bolas. Eran las ocho de la mañana y Messi seguro que ya estaba armando unos verdes para tomar con el Kun en Brasil. A esta altura ya pensaba más en la final que en el robo y todo el trámite.

Mi amigo que quiso atrapar a los ladrones nos dejó y solo quedamos al padre del novio y yo. El tío Gabi, como lo apodamos en el barrio, me segundeó hasta el final. Muchas gracias toda la vida tío, se te cerraban los ojos pero aguantaste estoico a mi lado.
Fuimos a la terminal donde hacían las huellas, más cerca de casa, en Lanús. El policía que nos recibió confirmó que era al pedo y que nos lo habían hecho para molestarnos. Terminamos hablando del partido, obvio. “Lo vamos a ver acá, con los muchachos” tiró el oficial. Nadie podía pensar nada cerca de las diez de la mañana que no sea en esa final.
Volviendo, un semáforo me frenó cerca de un puesto de diarios. Vi desde la ventanilla de mi auto robado, recuperado, manoseado y con el volante como una pelota de rugby, la tapa del Olé: “Solo le pido a Diós” con Messi y el Cristo Redentor de fondo. “Es el partido más importante de nuestras vidas”, decía el textual de Lio. Caí que faltaban seis horas para algo que no sabía cómo era, que entre miedo y alegría me había quedado frente al gigante.
Llegamos al barrio. Diez de la mañana. Los jugadores estarían igual de nerviosos que yo, pero al menos no les robaron el auto la noche anterior. A mí me quedaba la sensación en el cuerpo. “Te veo en un rato tío”, le dije a Gabi y enfilé para casa. Dormir me llevó un tiempo, tipo once lo conseguí. Me levanté cuando faltaban cuarenta minutos para el partido. Entre sueño y angustia, la final estaba ahí nomás.
Agarré la camiseta de cábala firmada por todos los pibes del barrio, piqué algo y me crucé de mi amigo. El tío Gabi me recibió como si nunca hubiese dormido, como si a él también le hubiese pegado el tema. Ya tenía dos copas en la espalda, pero quería la tercera. Lo vi saltar y correr con el gol de Higuain anulado. Nunca lo había visto así de contento, de loco, de suelto, de feliz. Debe ser eso ser campeón del mundo. Tío Gabi, el 18 de diciembre te quiero así, me gustas vivo.
Federico Cavalli
Twitter: @willycavalli
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