El sábado hubo un partidazo en el sur, fue 3-2 para el Tatengue contra el Taladro. Hoy ambos equipos se vuelven a enfrentar por Copa Argentina. Seguramente los abuelos de la siguiente nota volverán a estar frente a la tele tratando de trasladarle la pasión a sus queridos nietos. Escribe Germán Margaritini.
La crónica deportiva del diario dirá “Unión se impuso a Banfield 3 a 2”. Podrá haber variantes, todas fórmulas repetidas de la escasa imaginación de los que se dedican a escribir sobre estas cosas, tal vez, pobre gente, porque no tienen posibilidades de hacer otra cosa. Pero eso no importa, el titular que se le ponga no hace más que esconder la cuestión verdaderamente importante. Pudo haber ganado Banfield, el pobre Perogrullo sabe que es cierto la opción, como que también haya podido ser uno a uno o dos a dos. Nunca un cero a cero en ese tipo de partidos.
Lo importante está en otro lado. Por ejemplo, en la tribuna de ese estadio de fútbol al que conozco nada más que por televisión. Ahí está un hombre de unos sesenta y cinco años que se pone la camiseta verde y blanca desde que era niño, de la mano de su nieto que estrena la suya y que ve a los jugadores por los pedacitos de aire que le quedan entre los hombros de los que tiene adelante y que se aturde de tanto grito.
Presiente que se acordará toda la vida de ese momento: su primera vez en una cancha de primera. Para que así sea hace fuerza para grabar cada detalle. Su abuelo le dijo “vamos a divertirnos”, envalentonado por el tres a cero contra Boca, ni más ni menos. No me voy a poner a explicar qué significa para un hincha de un Club como Banfield doblegar a un grandote. Tampoco voy a explicar lo que se disfruta y se sufre en una tribuna de un equipo que una vez en su historia, nada más que una vez, pudo salir campeón. Sabiendo cuantos nunca obtendrán algo así.

Lo importante está en otro lado. Por ejemplo, en un living de una ciudad que no es Santa Fe, de alguien que siempre hizo fuerza por el Tate. Tanta como para lograr que alguno de sus nietos miren con cierto afecto a su equipo. No le pongamos tanto empeño al asunto ni exageremos. Lograr que un chico de una ciudad de Entre Ríos sea hincha de Unión es misión imposible, apenas está bien que un pibe decida acompañar a su abuelo a mirar un partido que no le importa a nadie más que a los hinchas de Banfield y de Unión.
Definamos, las dos cosas importantes: un hincha con su nieto en la cancha y otro hincha con su nieto en el living de su casa. Hay que imaginarse la esperanza del que está en la cancha y la angustia del otro que está mirando por TV que se está enterando que el técnico decide hacer una formación de esas que le llaman “alternativa” porque, por los vericuetos del fútbol de nuestro país, dentro de tres días tienen que volver a enfrentarse (sí, los mismos equipos) por otro campeonato. Entienden ambos que el técnico interpretó que es más importante el otro campeonato. Así que se instala la esperanza triunfalista en el que está en la cancha y la angustia de la incertidumbre en el que está cómodo (no tanto) en el sillón.
Empieza el partido y todo es vértigo. No estaba en los planes de unos y otros que el partido fuera así. En el sillón negro los dos que tienen la camiseta rojiblanca dejan de tener las bocas apretadas para sacar risitas a cada pelota disputada como si fuera la última. El grito viene a los cinco minutos de partido: uno a cero.

Abuelo y nieto en la cancha se miran. No estaba en los planes ir perdiendo a tan poco de empezar el partido. Pero el hincha siempre tiene fuerzas. Se han sobrepuesto a tantos infortunios tantos hinchas. El hincha nunca muere y mientras haya vida hay que pelear. El viejo levanta al pibe, saca fuerzas, pensaba que los años se la habían robado y levanta al chico a sus hombros. Para que escuche bien cómo alientan a sus jugadores.
El chico, desde las alturas de los hombros de su abuelo, puede ver con amplitud el campo de juego, las otras tres tribunas repletas, las palpitaciones de todos que se unen entre sí y, sobre todo, el cariño de las manos que lo sostienen desde la pantorrilla. Manos fuertes, trabajadoras, que ahora son el sustento de esa verticalidad y altura que toma por voluntad de su abuelo. Hubo que esperar diez minutos para que todo reventara. El sufrimiento contenido sale todo junto de todas las almas que están en la cancha. El grito de gol se eleva a los cielos. Ya todo está mejor.
En el sillón negro que está en el living que tiene las paredes rojas, abuelo y nieto se abrazan. El brazo derecho del viejo pasa por sobre el hombro de su nieto que lo enrolla alrededor del cuello y ata la mano al brazo izquierdo, lugar en el que el chico siente como si tuviera un aparato para tomar la presión. No se queja porque no son tantas las veces que puede sentirlo tan cerca, tan suyo. El partido está lejos de tomar un camino determinado, sin embargo los suyos ponen garra. Diez minutos después la casa se llena del grito de los dos: gol de Unión. Abrazos, risas y hasta una danza improvisada delante del televisor.

Faltan quince minutos para que termine el primer tiempo y todo el segundo tiempo: no hace falta contar de la manera que se aprietan los esfínteres en la tribuna y en el sillón negro.
Una jugada fenomenal casi al final del primer tiempo que no termina en gol porque al jugador de Unión se le dieron vuelta los botines. El viejo del sillón larga un insulto que no es para nadie.
Hasta que se aterriza en los quince minutos de entretiempo. En la tribuna y en el living piensan que los entrenadores estarán dando sus charlas, capaces de dar las instrucciones precisas a sus jugadores para que puedan lograr el objetivo planteado. En la imaginación de unos y otros los técnicos son estrategas semidioses con mágicos poderes de convicción.
En la casa se hacen un jugo de naranja. En la cancha se comen un choripán a escondidas, nada más deseado que lo prohibido.
Jugadores a la cancha, acomodan la pelota en el centro. Todo sigue. El viejo con el niño en sus hombros. El otro viejo con el niño a su lado, abrazados.

“Ese pibe es un fenómeno”, gritó para arriba el viejo de la tribuna y todos en la cancha al unísono gritaron gol de la manera que lo hacen los que vienen conteniendo. Volver a empezar, iguales otra vez.
Hay noches que en vez de las luces desde las torres baja un manto de gracia que envuelve al partido. Las cosas van ocurriendo como si ya estuvieran determinadas las secuencias. A menos de cinco minutos del empate, cuando los del sillón habían empezado a sentir el apriete del otro equipo que venía a degüelle, sale un contrataque que termina en un golazo de cabeza. El chico que era casi de Unión ya es entero de Unión y gritó. El chico de Banfield notó que el apretón de las manos en sus piernas era más fuerte.
Después, todo fue sufrir, allá y acá. Hasta el pitazo final.
Lo escribí, sin saber si vale la pena, porque ¿a quién puede interesarle un partido como estos más que a dos abuelos y a dos nietos?
Germán Margaritini
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