El 30 de abril de 1994, Víctor Delgado y Walter Vallejos, hinchas de River, fueron asesinados a balazos por la barra de Boca, minutos después del clásico que el Millonario le ganara al Xeneize. Un periodista que fue testigo casual del hecho cuenta en primera persona los detalles del doble homicidio. Escribe Fernando Costoya.

Aparecieron sin hacer alboroto. Se quedaron en la calle de tierra por donde pasan las vías del viejo ferrocarril que atraviesan el barrio de La Boca. Se notaba que no querían llamar la atención, pero no encajaban en el paisaje. Eran unos diez o doce, algunos estaban en cuero. El Superclásico había terminado hacía veinte minutos en La Bombonera. A cada rato uno de ellos caminaba hasta la calle Brasil, en el cruce con Ingeniero Huergo, y miraba para el lado de Pedro de Mendoza. Habrán estado ahí unos diez minutos, algo inquietos, hasta que de pronto empezaron a correr todos para la esquina y ahí nomás sacaron los fierros.

Era el sábado 30 de abril de 1994. River acababa de ganarle a Boca dos a cero, con un Burrito Ortega mágico. Pocos días después, cuando el caso se volvió tema principal de todos los noticieros, un tipo dijo por televisión que el partido había terminado empatado: “Ellos nos hicieron dos goles. Nosotros le matamos dos hinchas”. Del otro lado del alambrado, en la canchita de fútbol del Darling Tennis Club, dieciséis personas -algunos más pibes, otros no tanto-, fuimos testigos de un doble homicidio que podría haber cambiado la historia de las barras en Argentina. Pero no.

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Los vimos de refilón en el ida y vuelta de nuestro partido. Al principio no les prestamos demasiada atención, y seguimos jugando como si nada. Ellos hablaban en ronda, deliberaban. Cada tanto nos echaban una mirada desinteresada. Pero se notaba que esperaban o buscaban algo más. De a poco empezamos a estar más pendientes de lo que sucedía del otro lado del alambrado que de nuestra pelota.

El más joven del grupo era casi un pibe. Vestía jeans y remera. Era el vigía. Iba hasta la esquina y volvía. Lo hizo varias veces, hasta que de repente dio la alarma. Todos salieron corriendo hacia la esquina. Si fuera una película, la escena se vería en cámara lenta, con música incidental. Justo en ese momento uno de los nuestros, otro pibe de quince años, estaba por patear un córner, a unos cinco metros de dónde estaba la bandita. Se quedó petrificado unos segundos con la pelota en la mano, y después empezó a alejarse de ese rincón hacia el centro del campo.

Nuestro partido se frenó por completo y no volvimos a patear la pelota. Al menos por esa tarde. Yo esperaba el centro para tratar de cabecear el córner. Vi toda la escena de frente, a unos quince metros del grupo. Por Pedro de Mendoza, adonde estaba el Buquebús, apareció un camión mosquito, de esos que transportan autos cero kilómetro, lleno de hinchas de River. Se escuchaban los cantos millonarios. Dos flacos del grupo se adelantaron unos pasos, sacaron las armas de fuego y, como John Travolta y Samuel Jackson en Pulp Fiction, empezaron a vaciar sus cargadores sobre el vehículo…

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El asesinato de Walter Vallejos, 19 años, y Víctor Delgado, 25 años, no quedó impune. Es más, por primera vez en la sórdida historia de la violencia en el fútbol, un grupo de hinchas fue juzgado. En 1997 el Tribunal Oral 17 enjuició y condenó a la cúpula de la barra brava de Boca.

Por el crimen Jorge “Corvacho” Villagarcía, Miguel “Manzanita” Santoro; Marcelo “Manco” Aravena, Jorge “Bolita” Cáceres Romero y Jorge “Gomina” Almirón fueron condenados a 20 años de prisión, mientras que Daniel “Dany” Silva recibió una pena de 15 años.

Al líder de la barra, José Barrita, “El Abuelo”, no pudieron probarle autoría ni complicidad en el homicidio de los hinchas de River. Pero de todos modos recibió una condena de 13 años por asociación ilícita y extorsión. Fue un fallo histórico, que podría haber cortado la espiral de violencia. Sin embargo, las muertes en el fútbol no se detuvieron.

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Aquel sábado de 1994, como todos los fines de semana, había ido con mi familia al club. Cargamos los bolsos en la rural Falcon de color amarillo y recorrimos los dieciséis kilómetros que separan Caseros de La Boca. General Paz, Perito Moreno, empalme 25 de Mayo, y en menos de media hora estábamos en un paraíso arbolado en Brasil 50, justo en el límite con San Telmo. El Darling, ya lo indica su nombre, es un club de tenis. Se respira polvo de ladrillo. Entonces yo tenía 18 años. Como al resto de mis amigos, sólo me importaba salir y jugar a la pelota.

Más bien cuadrada, totalmente cubierta de césped a excepción de las áreas, la canchita de fútbol del Darling era más que digna. Uno de los arcos daba al estacionamiento del club, hacia el Parque Lezama. El otro daba a las vías por donde pasaban muy de vez en cuando los trenes de carga. Los laterales de la cancha estaban delimitados por una fila de árboles, sobre Brasil, y por una cancha de pádel, que ahora es gimnasio.

Paralela a las vías todavía corre una callecita sin nombre. Es apenas una cuadra que une Brasil con D’Espósito. Actualmente es un tramo peatonal que está asfaltado, parquizado y correctamente separado de las vías por una baranda de acero. En aquella época era una calle de tierra, llena de piedras, yuyos y basura, adonde íbamos a buscar la pelota cada vez que alguien pifiaba fiero.

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El fútbol codificado era muy incipiente, y todavía faltaban quince años para el Fútbol para Todos. Los partidos se escuchaban por radio y había que esperar hasta las diez de la noche para ver el resumen y los goles en Fútbol de Primera. Todos sabíamos que esa tarde jugaban Boca y River, que se había adelantado un día por el feriado del 1° de Mayo. Pero el picado de los sábados era sagrado.

Los goles que se gritaban en la cancha de Boca, solían escucharse en la canchita del Darling. Apenas empezamos a jugar llegó el sonido de miles de voces gritando un gol desde la Bombonera. Orteguita. Uno a cero River. A la media hora, escuchamos otro grito. Crespo. Dos a cero. Nosotros seguimos jugando sin interrupciones.

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Cuando empezó la balacera, como la mayoría, empecé a retroceder lentamente, pero siempre de espaldas, para no perder detalle. Como si obedecieran a una orden -la implacable orden del plomo-, los hinchas de River hicieron cuerpo a tierra todos al mismo tiempo al escuchar las detonaciones. El camión aceleró. Las balas que pegaban contra la estructura metálica del vehículo sacaban chispas.

Segundos después pasó otro camión repleto de hinchas, que cruzó las vías a los tumbos. De nuevo la misma coreografía. Esta vez los pistoleros apuntaron mejor. Se acercaron un par de metros. Uno de ellos sostenía el revólver con la mano derecha, las piernas abiertas para afirmarse bien, y gatillaba una y otra vez. Pam pam pam. Del arma salía una pequeña cortina de humo. Tres o cuatro cuerpos cayeron al asfalto desde el camión. Algunos se levantaron y corrieron a refugiarse como pudieron, detrás de los autos que pasaban. No había dónde esconderse. Pero un cuerpo no se levantó. Quedó seco, cerca de los rieles.

Esos instantes, no más de un minuto, se hicieron eternos. Algunos de mis amigos se tiraron al piso cuando escucharon los disparos. Después de la segunda ráfaga, el grupo de pistoleros -ya estaba claro que eran barras de Boca-, huyó corriendo por la calle de tierra, para el lado del barrio Catalinas. Uno de los pibes que jugaba con nosotros saltó el alambrado y corrió hasta Huergo para ver el cuerpo inerte. Era Walter Vallejos. Murió aplastado por las ruedas del camión. El cuerpo de Víctor Delgado no lo vimos. Tampoco las balas que lo mataron. Sólo cómo le dispararon.

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A los pocos minutos, el cruce de Brasil e Ingeniero Huergo se convirtió en zona de guerra. Los autos que pasaban por el lugar tenían que esquivar el cuerpo sin vida de Vallejos, desparramado en el medio de la avenida. Los hinchas de River que habían visto la escena salieron corriendo para todos lados. Llegaron los patrulleros, y después una ambulancia. A los hinchas que llegaban caminando desprevenidos, contentos por haber ganado el clásico de visitante, la policía los detenía y los mandaba a sentarse contra un paredón. Eran decenas. Se hizo de noche. Aparecieron los reporteros gráficos y televisivos. Siempre me llamó la atención que ningún periodista nos haya preguntado si habíamos visto algo. Al rato nos fuimos a bañar.

Fernando Costoya

Twitter: @fecostoya

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