Un 25 de septiembre de 1994 Enzo Francescoli volvía a ponerse la camiseta de River Plate. Fue en un 3 a 2, con gol suyo, contra Argentinos Juniors. El Enzo volvía con el sueño de ganar la Libertadores, sueño que cumpliría dos años después. Escribe Sebastián Chittadini.

Para cualquier futbolista sudamericano, la Copa Libertadores de América es motivo de desvelo y muchas veces un objetivo inalcanzable que todos tienen, pero solo unos pocos alcanzan al menos una vez. No habrá sido diferente para Enzo Francescoli durante su primera etapa en River, cuando comenzó –tras un período de adaptación- a desplegar toda su técnica y a conseguir logros: goleador del Metropolitano y Futbolista Sudamericano del Año en 1984, primer extranjero en la historia del fútbol argentino en ser elegido Futbolista Argentino del Año en 1985, campeón y goleador de la temporada 1985-86. Se venía para River la Libertadores 1986, pero no así para el jugador que había sido la bandera de aquel equipo. Apenas había jugado dos partidos con Wanderers en la edición de 1983 antes de llegar al fútbol argentino, pero sus sueños de Copa iban a tener que esperar.

Sus destacadas actuaciones con la banda roja en el pecho lo llevaron al fútbol europeo, concretamente al Racing de París –hacia donde viajó tras el Mundial de México ’86- y no pudo participar de ningún partido de aquella Libertadores que River ganaría con Alonso, Ruggeri, Funes y Alzamendi como figuras. Sin embargo, tenía una cábala que de alguna forma lo hacía sentir que estaba siendo parte de aquel logro: después de cada partido y sin importar la hora, hablaba con sus ex compañeros desde París.

Desde que dejó Buenos Aires, prometió que regresaría. Y ocho años, cinco meses y 19 días más tarde, cumplió con su palabra. Aunque en ese lapso de tiempo ganaría la Copa América 1987 con la selección uruguaya en el Monumental -el estadio en el que era ídolo- y la Ligue 1 de la temporada 1989-90 con el Olympique Marseille -con el que incluso llegó hasta las Semifinales de la Copa de Campeones de Europa- había algo que no había abandonado sus pensamientos. Desde antes de que las hinchadas cantaran que la Copa Libertadores es su obsesión, Enzo no dejaba de soñarla estando en París, en Marsella, en Cagliari y en Turín.

No te olvides que soy distinto de aquel, pero casi igual

Tras ocho temporadas entre Francia e Italia, el Francescoli que regresó a River en 1994 con 33 años era un jugador más maduro y más sabio. También tenía el objetivo de ganar la Libertadores entre ceja y ceja, como declaró a la prensa ni bien llegó a Argentina. Y aquella nueva versión del futbolista elegante que había maravillado en los años ’80 brilló también en los ’90, desde el primer momento. Alrededor tenía un equipazo que se acopló a él y lo ayudó a lucir mientras él lideraba. También era un jugador más influyente que el que se había ido.

En un primer intento de ganar la Libertadores -en la edición 1995- el Príncipe jugó siete partidos y anotó tres goles. River ganaría su grupo, en el que lo acompañaban Independiente y los uruguayos Peñarol y Cerro, dejaría por el camino a Universidad Católica de Chile y a Vélez en Octavos y Cuartos respectivamente, hasta encontrarse en Semifinales con Atlético Nacional de Colombia. Ahí terminaría el sueño, al menos por ese año.  

Si la casualidad nos vuelve a juntar diez años después

Algo se va a incendiar, no voy mostrar mi lado cortés

El objetivo principal de 1996 para River era ganar la Libertadores por segunda vez. Y para Francescoli, con el final de su carrera a la vista, significaba una de las últimas oportunidades de experimentar lo que se había perdido de vivir en 1986. Diez años después, el capitán y referente ineludible del equipo dirigido por Ramón Díaz salía a jugar el torneo de clubes más importante del continente con la sabiduría de los treintaypico y una cuenta pendiente por saldar. 

En la primera etapa, la de la fase de grupos, encontró a River superando con claridad a los venezolanos Minervén y Caracas y al San Lorenzo que dirigía el técnico campeón de la Libertadores 1986, Héctor Veira. En Octavos esperaba Sporting Cristal, que ganaría en Perú, pero al que River dejaría por el camino ganando por un contundente 5-2 en el Monumental. El rival de Cuartos era otra vez San Lorenzo, al que le ganaron de visitantes para asegurar la clasificación con un empate de locales en el que Enzo fue la figura de la cancha. La Semifinal enfrentó al equipo Millonario con un rival muy duro, la Universidad de Chile, al que el Príncipe le dejaría un golazo como recuerdo en el 2-2 por el partido de ida en Chile. La clasificación a la Final se sellaría con un gol del joven Matías Almeyda ante el delirio del público del Monumental. A 10 años de la obtención de la primera Copa Libertadores, River tenía la posibilidad de reverdecer laureles al alcance de la mano y Enzo de sumar el título más importante de su carrera a nivel de clubes. Por esas cosas de la vida, se repetía el rival de la final: el América de Cali.

El 19 de junio de 1996, el estadio Pascual Guerrero de Cali recibía a la primera final y América terminaría los primeros 90 minutos con un 1-0 a favor que parecía exiguo. La actuación del arquero Germán Burgos fue inconmensurable y River se iba para Buenos Aires con lo que, de acuerdo al trámite, parecía ser un gran resultado. Una semana después, el Monumental sería el escenario de la revancha.

Y pocas veces se había visto un espectáculo de tal magnitud en las tribunas de un estadio de fútbol como aquel 26 de junio de 1996 en un repleto Antonio Vespucio Liberti. Las emociones de 80 mil personas al unísono dándole al equipo una de las más calurosas bienvenidas que se recuerden, el papel picado, el color y la atmósfera que solo puede ofrecer una Final de Libertadores. Al América de Cali le apodarán Los Diablos Rojos, pero el infierno del Monumental estaba encantador en aquella noche de invierno en la que no era momento para concesiones, sino para abrazarse a la gloria. Y para Enzo en particular, para recuperar el tiempo perdido y disfrutar de un momento único en la vida deportiva de cualquiera. Ni el reconocimiento en Europa, ni lo económico, nada se podía comparar con sentir de primera mano lo que escuchaba del otro lado del teléfono en las madrugadas parisinas de 1986. ¿Qué se sentía ganar la Libertadores? Estaba a 90 minutos de descubrirlo.

River, empujado por su público, encontró a los seis minutos el primer gol tras una gran asistencia del Burrito Ortega que Crespo mandó al fondo de la red. La serie ya estaba igualada, pero el local seguía controlando el juego en búsqueda de desnivelar sin necesidad de llegar a los penales. El tiempo pareció detenerse en el momento del error del arquero colombiano Óscar Córdoba, antes de que Escudero levantara el centro para el cabezazo ganador de –otra vez- Crespo y el delirio de todo el estadio.

Como si alguien reescribiera “Continuidad de los parques”, de Cortázar con aquella historia futbolística, el equipo de Ramón debía responder en la cancha a aquel fervor, y respondió. Hernán Crespo debía consagrarse aquella noche, y se consagró con los dos goles para la victoria. El capitán subió la escalera al cielo de la gloria y entró. Desde las pulsaciones a mil le llegaban al alma los gritos de los hinchas: primero alegría, después disfrute, una alfombra roja. La puerta del olimpo de los ídolos de River, y entonces la pelota en el pie, las luces del estadio, la sensación de tranquilidad, la Libertadores esperando para ser besada.

Todo tenía que terminar así, porque el protagonista y el entorno así lo habían decidido. Enzo Francescoli estaba viendo su propia consagración, cumpliendo una de las grandes metas deportivas de su vida y la promesa que había hecho al volver de Europa. Levantó la Copa, el público no paró de cantar su nombre y esa vuelta olímpica se transformó a partir de ese momento en un recuerdo imborrable.

Aquello fue una linda primavera

Pero fue solamente la primera

Diez años después el tiempo empieza a pesar

Con 35 años a cuestas, el Príncipe seguía mostrando la gracia y la elegancia de siempre sobre el césped. En aquel 1996 en el que condujo a un equipo lleno de jóvenes talentosos como Crespo, Ortega, Sorín, Almeyda y Gallardo a lo máximo que se puede lograr en Sudamérica, terminó siendo distinguido como el «Mejor jugador veterano del mundo». El virtuoso de la técnica, el del juego diferente, el de la personalidad sin estridencias seguía agrandando su leyenda, aunque el retiro estaba cerca. Su sello distintivo, el de la famosa elegancia de su fútbol, ya sabía de su fecha de vencimiento una vez cumplido el sueño. Después de haber alcanzado la gloria, vendría el descanso, pese a haber corrido como para desmentir la edad que figuraba en su cédula de identidad.

Aunque en esa Libertadores fue el segundo jugador con más presencias y el segundo goleador del plantel solo por detrás de Hernán Crespo, en su cabeza ya empezaba a jugar la idea del retiro. Pero por más que empezara a costar armar el bolsito y los dolores después de los partidos fueran cada vez más difíciles de disimular, todavía había funciones pendientes en el repertorio de aquel artista de expresión triste que tantas alegrías había dado a los hinchas. Quedaba lo último, y los jugadores como él nunca se lo guardan.

Me quedan balas en la cartuchera

Pero te guardo siempre la primera

Diez años después, mejor reír que llorar

Aun cumplido el anhelo de ganar la Libertadores, la larga e ilustre carrera de Enzo Francescoli tendría, en su última temporada, otro título local y una Supercopa Sudamericana. Como si dosificara esos últimos cartuchos que le quedaban, fue el líder absoluto del equipo de Ramón y mostró lo mejor de sí, como aquel que disfruta lo que le queda del camino.

La edición 1996 de la Copa Libertadores fue ese momento en el que al Príncipe no le importaba otra cosa más que sacarse la espina de lo que se había perdido al emigrar a Francia. Como muestra, un dato: en su carrera, jugó 24 partidos y anotó 12 goles en el torneo más importante del continente a nivel de clubes. El 54% de esos partidos (13) y el 50% de esos goles (6) fueron los que jugó e hizo en aquella Copa inolvidable, de la que guarda dos medallas. Sí, como la perdió durante los festejos, la Conmebol le prometió que le iba a dar otra. Un chico la encontró y Enzo se la cambió por su short, así que el premio para él fue doble.

Más allá de sus cuatro goles en la fase de grupos y los que hizo en Octavos y en la Semifinal, era el sabio de la tribu. Con el paso de los años, algunos integrantes de aquel equipo llegaron a decir que Enzo estaba a la misma altura que Ramón Díaz en los aspectos tácticos y que el DT lo autorizaba a tener charlas a solas con el resto del plantel. Para los jóvenes, compartir plantel con un tipo 15 años mayor que en la cancha la rompía y todavía los ayudaba en cuestiones técnicas era un plus. Era, literalmente un técnico dentro de la cancha que además jugaba mejor que casi todos, un ídolo hasta para sus compañeros.

Aunque luego hayan llegado otros títulos y los hinchas lo hayan votado en 2008 como el máximo ídolo en la historia de River, Francescoli será por siempre el símbolo de la Libertadores 1996. Ahí demostró que, pese a tener una década más en las piernas, seguía siendo aquel jugador distinto que parecía flotar por encima del césped con cadencia de vals. Aún veterano, sus jugadas seguían quedando mejor viéndolas con música clásica de fondo: Mozart, Beethoven, el que sea.

Texto publicado en nuestra revista «Copa Libertadores: retratos de una obsesión».

El crack que había jugado ocho años en Europa, que había ganado tres Copas América con su selección y había jugado dos Mundiales, destacará siempre ese logro como el más importante de su carrera clubista y resaltará el honor que para él significó hacerlo con un equipo y un grupo como aquel. Sabe que ganar la Libertadores significa escribir páginas destacadas en la historia de un club y que son muchos los grandes jugadores que jamás pudieron vivir esa experiencia. Entre ellos, destacadas figuras internacionales como Batistuta, Ronaldo, Zamorano, Valderrama o Maradona, que directamente nunca la pudo jugar.

«Era el sueño que me quedaba por cumplir con esta camiseta», dijo Enzo, el de la plasticidad en los giros y la pulcritud en cada gesto técnico tras levantar la copa como capitán y convertirse en leyenda riverplatense. El “u-ru-gua-yo, u-ru-gua-yo” quedaría retumbando para siempre y su nombre se convertiría en una marca registrada entre los hinchas de River, marcando a una generación. Miles de chicos llevan el nombre del flaco de depurada técnica y estética eficiencia que hacía fácil lo difícil en cada control, cada pase y cada definición.

Diez años después, el hombre que se había dado el gusto de besar la Copa se había reencontrado con el pasado y con un viejo amor con el que se había desencontrado en su juventud. Cansado, pero feliz, no sintió ánimos de revancha ni desquite. Estaba en paz, como están los que saben que cumplieron un sueño y pueden descansar tranquilos al apoyar la cabeza en la almohada. A veces, incluso los desengaños pueden tener finales felices.

La vida es una gran sala de espera

La otra es una caja de madera

Diez años después mejor dormir que soñar

“Diez años después”, Los Rodríguez

Sebastián Chittadini
Twitter: @SebaChittadini

Lástima a nadie, maestro necesita tu ayuda para seguir existiendo

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