Vuelve a la Selección Argentina Lisandro Martínez. Su historia en Club Atlético Urquiza en su Gualeguay natal. Sus raíces futbolísticas, con su mamá como primera directora técnica. La dificultad de vivir al lado del río. Un texto publicado en el libro Semilleros. Escribe Santiago García.

“La primera vez que lo vi a Lisandro, estábamos en la tribuna de Gualeguay Central, en un torneo de fútbol infantil que se jugó en Semana Santa -cuenta Chito-.  Lo agarramos empezado el partido”.

Chulenga, el Mudo y Chito, tres leyendas del fútbol de Gualeguay, se acercaron a la tribuna porque Chulenga decía que en la 98 de Urquiza, el club con el que ellos se identificaban, jugaba un sobrino suyo que andaba muy bien. Esa categoría era dirigida por una mujer: Silvina “Gogo” Cabrera, pionera del fútbol femenino gualeyo. Su padre, Néstor Cabrera, también había sido jugador y director técnico del club. Silvina armó el equipo porque su hijo Lisandro se lo pidió. Lisandro “Licha” Martínez era la figura de un combinado que estaba formado casi en su totalidad por vecinos del Barrio El Molino que se pasaban todo el día juntos. Las camisetas verdes, con la banda amarilla cruzada como indica la tradición, les quedaban grandes y tenían que meterlas adentro del pantalón para correr más cómodos. Cuando posaban para las fotos en equipo, Lisandro cruzaba los brazos y sonreía con picardía. Si había una pelota cerca él era feliz.

Nace un club

Un grupo de vecinos de la calle Victoria y de los alrededores del cementerio se juntaban a jugar a la pelota en la esquina del almacén de Solari y la panadería Morisse. Corría el año 1950, y tanto entusiasmo les vieron sus parientes y vecinos que los ayudaron a formar un club. Una de las primeras donaciones que recibieron fue un cuadro del general Justo José de Urquiza; ese obsequio terminó decidiendo la identidad del proyecto.

“Los primeros dirigentes, Morisse, Jubert, Camejo, Cardozo, De Tomassi, se juntaban en alguna casa donde hubiera capacidad para todos”, se ríe Héctor “Gringo” Estapé, con la memoria intacta a los 82 años. “Nosotros andábamos ahí de perritos”.

Estapé fue uno de los primeros jugadores del club y después ocupó cuatro veces la presidencia. Su hermano Gabriel tiene el récord con siete mandatos y le sigue su otro hermano Rodolfo con cinco. En broma algunos dicen que a Urquiza lo fundaron los Estapé. Cuando empezaron aquellas primeras reuniones los dirigentes de los grandes clubes de Gualeguay se les rieron y les dijeron que iban a durar dos años antes de pelearse. El diagnóstico no fue preciso. Después de un tiempo de grandes sacrificios, compraron el terreno en la esquina de Ambrosetti y Pancho Ramírez, en el que hasta el día de hoy sigue funcionando la sede del Club Atlético Urquiza. Tiempo después, consiguieron un terreno amplio, camino al río, donde proyectaron construir la cancha. Ese sueño tuvo que esperar casi cincuenta años para convertirse en realidad. Sin embargo, para jugar en la Liga de Fútbol de Gualeguay les faltaba una condición fundamental: la personería jurídica. “La conseguimos en el año 1968, con el número el 5770, gracias a gestiones de mi hermano Gabriel y de Reynaldo Irigoyen”, precisa Héctor.  

Una vez que Urquiza obtuvo su reconocimiento oficial, el ascenso fue vertiginoso. Apenas cinco años después, en el año 1973, ganó su primer campeonato de fútbol local. Tan bueno era ese equipo que, cuando se formó la selección de Gualeguay para jugar el entrerriano, nueve de los once jugadores titulares eran de Urquiza. Y para no perder la costumbre también se consagraron campeones provinciales. Durante las décadas del setenta y el ochenta el auriverde supo ser uno de los principales animadores del fútbol local, obteniendo cuatro trofeos.

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Pueblo y barrio

A pesar de haber sido la primera ciudad de la provincia en fundarse, además del lugar en el que se redactó el documento que le puso nombre a la provincia de Entre Ríos, Gualeguay ya no tiene el peso que supo tener en la región. Está ubicada a la vera del río que le da el nombre, el cual, si bien es mucho menos conocido que el Paraná y el Uruguay, ha inspirado a grandes escritores y escritoras, como Juan L. Ortiz, Emma Barrandéguy, Carlos Mastronardi, Juan José Manauta y Amaro Villanueva, entre otros. Ese río angosto y meandroso motivó en el siglo xix el establecimiento del Puerto Ruiz, desde donde se enviaba toda la producción de la zona directo hacia Buenos Aires. Esto impulsó la apertura en la ciudad de grandes empresas que trasladaban su producción hasta la localidad portuaria a través del ferrocarril. Así nació un primer parque industrial, ubicado en la zona sur de Gualeguay, cerca del Parque Intendente Quintana y casi a la vera del río. Fue la época dorada del pueblo. De todas esas fábricas, la que más se destacaba era el Molino Santa Luisa, que le dio nombre al barrio que, hasta el día de hoy, pese a su desmantelamiento, sigue llamándose Barrio El Molino.

“Esto era un emporio industrial”, recuerda Pájaro Mori, un vecino histórico de la zona. Los obreros construyeron sus ranchos de paja en las inmediaciones del molino. Hasta hace poco más de quince años era una zona inundable, así que los vecinos vivían mirando para la costa para saber si tenían que evacuarse o no. De la peletera, la aceitera y el molino, hoy solo quedan las ruinas y un enorme tanque de agua que es el símbolo del barrio. En la última casa antes de llegar al río, bajando por Bartolomé Mitre, vivían Silvina Cabrera, Raúl Martínez y sus hijos Lisandro y Candela.

Genes futboleros

No era solo una casa. Era un predio grande de don Pedro y doña Dora, los abuelos de Silvina. En un pedazo de ese terreno, un año que don Pedro no hizo huerta, se improvisó una cancha que quedó para siempre. Ahí jugaban todos los vecinos. Silvina, Raúl y el que se animara, porque se jugaba fuerte. Al lado había otra cancha un poco más grande, La Cava, donde se hacían los torneos. Todos los días a las cinco de la tarde se competía, pero se jugaba a toda hora.

“A veces me despertaba temprano a la mañana, y se escuchaban los pelotazos de Lisandro, pateando solo. Lo mismo podía pasar a las once de la noche”, cuenta Martín, uno de sus vecinos.

Las canchas del Barrio El Molino (la de la familia de Lisandro, la de La Cava, la que está enfrente de la casa del Pájaro, y alguna más que ya no está) eran la primera prueba de fuego para un futbolista. Ahí se veía de qué estaban hechos los aspirantes. Uno de los primos de Silvina que solía jugar en el barrio es Ramón Ismael “Mencho” Medina Bello. En realidad, cuentan los vecinos que el Mencho había aprendido a jugar en la localidad cercana de Médanos, cuando lo acompañaba a su padre a cazar nutrias. Y de tanto jugar en la arena había sacado tanta fuerza para pegarle a la pelota que “los arqueros se corrían para que no les arrancara la cabeza”. Pero cuando andaba por Gualeguay, el Mencho jugaba siempre en las canchas del barrio. De ahí se fue para Urquiza, y después hizo una carrera como profesional, pasando por Racing, River y la selección argentina. Ese era uno de los modelos que tenían los pibes del barrio. El papá de Lisandro, Raúl “Gringo” Martínez, también era futbolista en ese entonces. Jugaba de marcador de punta en Libertad y además de ser bueno era bien áspero para la marca. Al igual que su padre, Silvina era en cambio una jugadora habilidosa. Tenía una velocidad y una condición especiales para los deportes. Contaba su mamá que una vez se hizo un torneo de ciclismo en el Parque Quintana, pegado al barrio, y Silvina les ganó con una bicicleta de paseo a todos los varones de su categoría que corrían con las de competición. A pesar de ser mujer, ella no preguntaba si podía jugar al fútbol, se imponía por talento y personalidad. “La Gogo fue de las primeras jugadoras de Gualeguay, y de las mejores”, asegura Chito.

El Molino, Urquiza y las inundaciones

La relación entre el Barrio El Molino y el Club Atlético Urquiza es estrecha. En los primeros años de vida, gracias a la recaudación que dejaban los bailes que se hacían en la sede social, el club pudo comprar un terreno, a unas cuatro cuadras del Molino y a tres cuadras del basural. Sin embargo, toda esa zona que queda del Boulevard San Juan para el lado del río, hasta que se construyó la Defensa Costera, se inundaba con las crecientes. Apenas se podía identificar la cancha después de que el agua se retiraba. Al principio, los arcos estaban hechos con postes de luz. De todas formas, se la rebuscaban para ponerle cada vez más onda.
“Cuando fue el Corso del año 1984, que todavía desfilaba por la calle San Antonio, de noche nos llevábamos sillas de madera de Urquiza y las alquilábamos para el público que veía el desfile de las comparsas. Con esa plata pudimos ponerle luz a la cancha. Una luz precaria, pero luz al fin”, recuerda Chito.

En el barrio también se sufrían, y mucho, las crecientes. Algunos vecinos se evacuaban en el Dispensario, que era la parte más alta. Otros se iban por dos o tres meses. La familia de Lisandro era una de las que se quedaba, por miedo a que les robaran cosas. El río estaba ahí nomás. De hecho, había una escalera y un balneario que se llamaba La Crujía. Cuando los partidos se jugaban en La Cava había que tener cuidado de no tirar la pelota a la zona del actual reservorio. “Y si se caía al agua la buscaba alguno que supiera nadar”, bromea Martín.

Alrededor de La Cava, además de agua, era puro monte, garabato y guanales. Si la pelota se metía ahí adentro solamente los nenes podían sacarla. Cuando Lisandro todavía era muy chico y se sentaba a mirar jugar a sus papás y a los más grandes, era candidato a que lo manden a buscar la pelota. Todo esto fue así hasta que en el año 2007 se inauguró la Defensa y todo cambió. Tanto el club como los vecinos pudieron progresar, porque el agua ya no volvería a ser un problema. Las construcciones se pudieron hacer más sólidas y Urquiza empezó a proyectar su estadio, que cada día mejora más.

Entrenar todo el día

Lisandro y el resto de los chicos del barrio (Dylan, Harry, el Chileno) hacían todo en banda. La mayoría iba a la Escuela Feliciano Chiclana, volvían corriendo, pasaban por el comedor municipal a buscar la vianda y ya querían jugar a la pelota. Si los grandes ocupaban La Cava, entonces se metían en la cancha de Lisandro. Al fútbol se jugaba en patas. De tanto andar sin calzado se formaba un cayo que anulaba cualquier dolor. Si los mandaban a hacer la tarea o algún mandado, resolvían todo corriendo para no perderse ni un partido. Desde muy chiquito, Lisandro se destacaba. “Vos ya te dabas cuenta a los tres años de cómo la paraba de zurda, la pisaba, la movía y le pegaba al arco, y ya veías que tenía algo”, recuerda Martín.

Cuando cumplió ocho años, finalmente, su madre le hizo caso y armó un equipo con los chicos del barrio. El 13 de marzo de 2006 Lisandro Martínez fichó para Urquiza y empezó a jugar torneos infantiles. Para los entrenamientos, los chicos se juntaban en la cancha de Lisandro y Silvina, y caminaban juntos las cuatro cuadras que los separaban del club. A veces se quedaban ahí nomás. Uno de los pocos focos que había en toda la cuadra apuntaba justo a la canchita que tenían en el terreno, así que se podía seguir jugando hasta cualquier hora. «A estos chicos se los entrenaba con pelota, porque se la pasaban corriendo todo el día. Al revés, les tenías que pedir que no corran tanto y que se la pasen al compañero”, se ríe Chito, quien también fue entrenador de las inferiores de Urquiza.

En aquella época, además de la Liga, los clubes empezaron a organizar torneos en diferentes fechas. Esta tradición hoy está mucho más organizada. Gualeguay Central tiene su torneo, llamado “Rojo y Negro”; el de Sociedad Sportiva es el “Sportivito”, y el de Bancario se denomina “No me grites, alentame”. La categoría 98 de Urquiza en la que jugaba Lisandro se destacaba mucho. Junto a él estaban Leonel Díaz, Braian Caracha, Gabriel Albornoz, Tadeo Pardo y Joaquín Caballero. A esa altura, Licha ya se metía en los torneos libres y sobresalía por su calidad y también por lo competitivo que era. Combinaba la habilidad de su madre con la ferocidad de su padre y eso lo hacía un jugador muy completo.

Encima, en los primeros torneos infantiles jugaban en una cancha chica, de las mismas dimensiones de la que tenía en su casa. La gente que seguía el fútbol se empezó a fijar en él. Y así llegamos nuevamente a esa Semana Santa en la cual jugaban el torneo en la cancha de Gualeguay Central. Su tío Chulenga estaba en la tribuna con Chito Díaz y el Mudo Spandrio, todos cracks de Urquiza y del fútbol entrerriano. Cuando se pusieron a mirar el partido ya iba 1 a 1 y Licha había metido el gol de su equipo. “Terminó así empatado. Después vinieron los penales, Lisandro se puso el buzo de arquero, metió el suyo, atajó dos y salieron campeones. Nosotros nos miramos y empezamos a reírnos”, recuerda Chito. “Era bueno en serio ese gurí”.

Santiago García

Texto publicado originalmente en el libro Semilleros. Podés conseguirlo acá.


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