En el cumpleaños 128 del Taladro les traemos una historia que vale como un homenaje a un hincha que llevaba a otros tantos en su camioneta cuando había que ir de visitante. Un recuerdo de la década del 90 de amor y solidaridad. Escribe Sergio Cherco Smietniansky.
Yo conocí a un tipo que lloraba por Banfield. Eso fue a principios de los 90. En esos tiempos y como hasta hoy, yo iba a la cancha con Javi, pero por alguna razón en ese torneo del 92, empezamos a juntarnos y organizarnos para viajar a los partidos del interior con un grupo de hinchas que tenían algo más en común que su amor al Tala, ya que en su mayoría trabajaban en la Aduana.
Ahora que lo pienso cae de maduro cual era la «razón» y de hecho tenía mucho mas de explicable que de no, porque como ya conté, esto sucedió en la década del 90, donde casi todo el mundo se quedaba sin trabajo, salvo excepciones como los que trabajaban en la Aduana.
El grupo que habíamos formado, era raro, casi un cocoliche, de esos grupos que solo se pueden formar en base a una pasión y como suele pasar en estos casos, había mucha heterogeneidad, entre las que se destacaba la de la edad, la cual me atrevería a decir abarcaba una brecha más grande que la cantidad de goles que Banfield le metió a Colón en la segunda rueda de ese torneo, así que imagínense ustedes de las dimensiones de las que les estoy hablando.
Dentro de ese grupo, se destacaba Osvaldo, un tipo bastante mayor que yo, que ya al primer contacto te desbordaba de ternura y empatía. Yo que en esos tiempos era muy joven, sentía que Osvaldo nos cuidaba como un padre cada vez que íbamos a un partido y la cosa se ponía mas picante que chimichurri de choripán en cancha de Laferrere.
Imagínese lo que eso representaba para mí, que puedo decir muchas cosas hermosas de mi viejo, mas no que alguna vez me hubiese acompañado a la cancha a ver a mi querido Banfield.
Osvaldo tenía una camioneta, obviamente no piensen en la Amarok blanca. Era una camioneta de época, de tipo laburante, esas que venían con casco atrás. Así que nuestra rutina era llamar a su casa y coordinar lugar y hora de partida y hacía allí íbamos todos a meternos en el casco de la chata para llegar a ver al Taladro a donde sea que juegue.
Y cuando digo lo de llegar, lo digo exagerando, porque como muchos, fuimos de los que nos volvimos a mitad de camino en el viaje a Pergamino, cuando notamos que el agua hacía flotar a los vehículos en la ruta.
Pero volvamos a la afirmación del principio. Como ya imaginarán, el tipo que lloraba por Banfield, era Osvaldo. Lo hacía cada vez que metíamos un gol. Pero no era que se le caían unas lágrimas. No. El tipo lloraba, les juro que lloraba, el tipo lloraba a mares.
Por eso yo cada vez que en ese campeonato inflábamos la red, me hacía de un instante en medio de tantos abrazos, gritos y emociones desbordadas, para mirar disimuladamente a Osvaldo, tan solo para verlo llorar.
Estoy casi convencido que ese año la dupla Wensell – Osvaldo hubiesen sido capaces de formar un océano en el medio del desierto del Sahara a fuerza de tantos goles y llantos. Esa historia como todos saben, terminó de manera feliz con el ascenso. Babington y sus muchachos nos regresaron al lugar donde sentíamos que nunca deberíamos habernos ido.

Las vueltas de la vida y los cambios de tribuna donde íbamos a alentar al Tala, hicieron que a Osvaldo lo dejara de ver seguido, hasta el punto de ya casi no volver a verlo.
El mes pasado estaba con mi hija Juli caminando por Banfield por la calle Maipú y me crucé con uno de sus hijos. Me contó que Osvaldo había fallecido hacia unos años atrás. No recuerdo si le dije algo, creo que solo lo abracé en silencio y me fui caminado lento, como quien no quiere la cosa.
De repente y ante la mirada atónita de mi hija comencé a llorar. Pero no eran lágrimas sino un llanto incontenido. Lloraba por Banfield y por Osvaldo. Sin lugar a dudas, ese fue mi mejor homenaje.
Sergio Cherco Smietniansky