De afuera parece fácil llegar y jugar en primera división. Un grupo de pibes arman un equipo que es el mejor del barrio, pero para confirmarlo tienen que jugar contra el equipo de la zona en la cancha donde juega la primera. Escribe Martín Verzoub.
Todos los argentinos tienen el sueño de jugar al fútbol en la primera. En la mayoría de los casos, naturalmente, se convierte en una frustración existencial que carga el sujeto durante toda su vida. Por algún extraño motivo con el que lucra más de un psicoanalista, no podemos abandonar la fantasiosa creencia de que si no se hubiera dado tal acontecimiento entonces hoy jugaríamos junto a los mejores. “Me rompí la rodilla cuando me estaban estaba en mi mejor momento”, “nos mudamos a otra ciudad y no tenían cómo llevarme a entrenar”, “el entrenador era un idiota y no me tuvo en cuenta”, “mis padres querían que estudie medicina”, etc. Siempre una excusa acompaña la mitología individual de cada jugador o ex jugador amateur, que no pierde ocasión en reiterar en cualquier charla futbolera. Raramente estos mitos incluyen alguna sensata mención a las condiciones técnicas, mentales, disciplinares; perseverancia, compañerismo, etc. que quizás haya carecido en su justa medida (o en su totalidad); y que efectivamente acompañan a los que han “llegado” y que los constituyen en extraordinarias excepciones dignas de la admiración colectiva.
Sin embargo, la enunciación de este relato subjetivo le otorga legitimidad a su portador para opinar sobre casi cualquier tema que gire alrededor del fútbol. Por eso, al mirar un partido (ya sea en la cancha o en un bar), es normal escuchar a niños y adultos afirmando que en esa jugada ellos ‘hubieran tenido las agallas para desbordar al defensor’, ‘enganchado hacia adentro antes que tirar un centro intrascendente’, ‘eludido al arquero’ o ’pateado antes al arco’ o cualquier formulación de esta naturaleza.
Es que, como dije, todos creen que pueden ser como los jugadores profesionales. Todos menos nosotros. Nosotros creíamos que éramos mejores. Fue hace mucho tiempo pero no lo olvidaré jamás. Será una de las 2 o 3 historias que repita una y otra vez a mis descendientes en mi vejez, incluso después de ser diagnosticado con “deterioro cognitivo progresivo” y hasta pasada la “demencia senil”.
Transcurrió en el barrio La Paternal en la década de los 70’. Yo era un adolescente introvertido y sereno pero ambicioso. Deseaba trascender la vida modesta y austera de la clase obrera porteña. Por eso, a diferencia de mis compañeros que se la pasaban todo el día jugando a la pelota en las intransitadas calles del barrio, yo me ocupaba en mis tiempos libres pintando esculturas de yeso y vendiéndolas en la feria que se montaba en mi cuadra los días sábados, justo entre el puesto de venta de quesos y la pescadería. Mis modelos más populares eran Bugs Bunny e Hijitus.
El resto del tiempo estábamos allí en la esquina de Andrés Lamas y Biarritz jugando al fútbol con 2 pares de buzos que simbolizaban, para nosotros, los arcos del estadio de Argentinos Juniors. Por cierto, los únicos arcos de tamaño reglamentario que conocíamos. Ni bien escuchábamos el inconfundible sonido de la pelota Pulpo retumbar por entre los portones y los pocos autos estacionados (lo único que se escuchaba en la calle además de los ladridos de los perros y los sonidos de los ocasionales vendedores ambulantes) salíamos a correr detrás de la pelota incansablemente hasta que las madres gritaban casi al unísono desde el zaguán: “¡A comer!”. Momento en el cuál algún hambriento, generalmente el negro Chaparro, refunfuñaba: “gol-gana” y se apuraba para regresar a su pieza-hogar. Entonces pausábamos el partido sólo por un rato mientras comíamos. En más de una ocasión invitamos a algunos de los chicos a comer a casa porque, a pesar de que a nosotros mismos nos costaba llegar a fin de mes, sabíamos que ellos eran todavía más pobres.
El principal motivo de interrupción, sin embargo, era cuando la pelota se colgaba en algún patio o terraza. El principal responsable de estos infortunios era el gordo Nito, que no tan habilidoso pero sí muy orgulloso, cerraba los ojos y disparaba un puntinazo a quemarropa aunque el portero rival estuviera vencido. Si era gol, se daba media vuelta en gesto petulante y esperaba en la meta propia a que los adversarios, doblegados, recuperen el balón debajo de algún auto, en la otra esquina o en un patio de la cuadra. Una vuelta, le rompimos un vidrio a la rusa de Biarritz y salimos rajando. ¡Qué calentura que tenía la pobre señora! Desde entonces, cada vez que nos sentía salía por la terraza y gritaba en un español poco esforzado: “¡no joiguen nenes! ¡Pelota cae, pelota acá queda!” Y así ocurría, sólo que el ruso, hábil trepador y tacaño como él solo, la recuperaba a la hora de la siesta. Eso al menos hasta que la vieja se avivó y nos empezó a pinchar la pelota.
Lo que más destaco de aquel equipo es principalmente nuestra capacidad de transformar las muchas limitaciones a las que nos enfrentamos, en virtud. Por motivo justamente de la feria callejera, el equipo de la calle Andrés Lamas solía desafiar con frecuencia a los equipos de las otras calles del barrio. Yo me apuraba a desmontar mi puesto lo más rápido posible para llegar a jugar al menos algunos minutos en estos desafíos, o al menos para hacer barra en caso de que se pusiera caliente el asunto, cosa que solía ocurrir más de lo que me gustaría recordar. Estos partidos “de visitante” nos brindaron una práctica que nos hizo ganar cierta experiencia y fama entre los jóvenes del barrio y hasta incluso pudimos sumar jugadores de otras calles, como Ricardo, que vivía sobre Biarritz; o el Tucán, que vivía en Miguel Ángel. Poco a poco, fuimos adquiriendo cierta fama: el coraje del tachan, el enganche del Chochán, la velocidad de mote, las arremetidas del loco, la resistencia de Ernesto (el hijo menor de Don Bianchi), la capacidad goleadora de Tatín (el hijo del sodero) y otros.
Lentamente se conformó una liga barrial pero sin institucionalidad alguna en donde, en poco tiempo, Andrés Lamas se convertiría en el equipo más ganador y reconocido de todos. Sin embargo, sabíamos perfectamente que no podríamos reclamar el título hasta que no venciéramos a la calle San Blas, equipo en el que jugaba el muy habilidoso Luisito “el avaro”, que paraba en esa cuadra cuando no estaba entrenando con las inferiores de Argentinos Juniors. En numerosas ocasiones desafiamos a Luis pero con un gesto altanero nos rechazaba sistemáticamente.
En una calurosa mañana de diciembre decidimos encararlos de una vez por todas. Juntamos una barra de más de 10 muchachos y bajamos por Boyacá. Al pasar por la esquina del viejo estadio del bicho, nos encontramos con Luis pateando sólo frente al muro perimetral del estadio a una pelota de cuero rellena de arena. Le preguntamos qué hacía allí y avergonzado respondió que el entrenador lo había castigado por un partido amistoso en el cuál erró un penal. Explicó que el muy maldito le dijo que ‘ahora sí que el capitán aprendería a apuntarle al arco’: “¡Vaya para allá y patee 100 penales! ¡Si se le va por arriba otra vez, patee 100 veces más!” Reímos a carcajadas y nos burlamos de él de la manera más absurda y cruel. Se enojó tanto que terminó sus 100 ejecuciones, pateó la pelota por encima del alambrado del estadio y sólo dijo: “síganme”.
Entonces caminamos unos metros hasta la calle San Blas, justo detrás del estadio, en donde encontramos otros 10 muchachos que, desconcertados por la escena, detuvieron el partido, se secaron el sudor con los arcos, bebieron de una botella de vidrio que estaba apoyada en el techo de un Torino reluciente y se aprestaron al desafío. “Es a 6 goles. Remera contra cuero”, dijo el Tachan con decisión. Entonces, nos quitamos las remeras, las amontonamos a 5 pasos de distancia conformando el arco de Andrés Lamas, y nos dispusimos al duelo.
Más allá de la heroica victoria (que la atribuyo principalmente al pobre desempeño de Luisito debido al cansancio y la frustración) lo que más recuerdo del duelo con la calle San Blas es la lamentable humillación que le hicimos sentir al Rengo. Pese a sus pobres cualidades deportivas nunca lo habíamos reemplazado en el arco; pero era tan ciego y enconado nuestro deseo de ser el mejor equipo del barrio que lo cambiamos por Ernesto. Al regreso, el Rengo apuró el ingreso a su hogar sin despedirse pero su madre salió a nuestro encuentro para decirnos: “no se merecen ser amigos de Manolo” y cerró la puerta de un golpazo. No lo volvimos a ver.
La bronca de Luis era visible. Le gritaba a sus compañeros y hasta pateó el montón de ropa con la poca fuerza que le quedaba en las piernas. Entonces allí sucedió aquello que nunca habíamos imaginado. El avaro interrumpió el festejo y dijo desafiante: “mi verdadero equipo es Argentinos Juniors, no San Blas. Los espero el lunes en el estadio y ahí vamos a ver cuál es el mejor equipo del barrio”.
No le creímos hasta que Don Bianchi, que trabajaba de canchero en el club, confirmó que Francis Cornejo, entrenador de inferiores, reservó la cancha para jugar un amistoso contra Andrés Lamas a las 5 de la tarde. Ese día, nos juntamos antes en lo del Chochán para planificar el partido. Recuerdo haberme perdido esa charla ya que tuve que correr a casa para buscarle las zapatillas de mi hermano para el negro, al que se le asomaban al menos dos dedos por entre la puntera de sus Flecha.
El día del duelo, nos dirigimos hasta el club como habíamos hecho tantas veces para ver a Argentinos Juniors desde las gradas de madera. Esta vez nos tocó ingresar por la puerta principal con la convicción de que ese día demostraríamos finalmente que éramos mejores que los pibes del club, que aquellas enseñanzas del barrio y la calle se impondrían frente a la técnica, la disciplina y la soberbia de Luisito y los suyos. No fue hasta las 5.30 que finalizó el entrenamiento formal de la novena. Al cerrar la charla, sin embargo, Francis invitó a quien quisiera quedarse a jugar con los “muchachos del barrio”.
Entonces nos llamó con una mueca y fuimos hasta el círculo central. ¡Qué grande que era la cancha desde esa perspectiva y más aún comparándola con la esquina de Biarritz y Andrés Lamas! Entonces el entrenador dijo con una sonrisa complaciente: ‘cuiden a los muchachos que juegan el clásico este fin de semana. Son más chicos que ustedes. El que pega de más se va a casa. Hacemos 2 tiempo de 30’ ¡Buen partido!”
Al mirar a los jugadores de Argentinos hubo un instante de duda en relación a nuestra hazaña: los jugadores del club estaban perfectamente uniformados con una remera colorada con babero, shorts blancos por entre los que sobresalían unos cuádriceps vigorosos, botines negros con tapones, medias altas y canilleras. Es decir, todo lo que nosotros carecíamos.
Entonces Pipa y Chochán tomaron el balón con decisión y dieron inicio al cotejo. Pese a las dos o tres arremetidas de Ricardo en los minutos iniciales los jugadores de Argentinos parecían inmunes a nuestras habilidades. Todos los balones eran recuperados rápidamente y en 2 o 3 pases lograban “limpiar” la pelota favoreciendo la recepción del balón de un jugador rojo absolutamente libre de cualquier marca. El resto de las chances que tuvimos se anularon por offside. A los 15’ recuerdo que no tenía una gota de aire restante en mi cuerpo para seguir corriendo detrás de las saetas rojas. El calor parecía agobiante.
Pese a la baja estatura propia de un joven que todavía no dio el “estirón”, Luisito logró elevarse por entre nuestras defensas en un córner para dar un perfecto cabezazo con el frontal que cambió por gol y celebró con sus compañeros. La siguiente jugada lo tuvo nuevamente como protagonista al Avaro: eludió a 3 de los nuestros y entró al área con una facilidad pocas veces vista. Sabiendo que no lograría detener el balón antes de que pudiera patear al arco de 7 metros con un resultado casi seguro, me barrí con los pies estirados apuntando hacia las dos rodillas de Luisito, que lo tomaron por sorpresa e impactaron, provocándole un dolor profundo que internamente celebré. Tras el reproche de Francis, Luisito tomó el balón y se aprestó para ejecutar la falta.
-“Imagino que con todo lo que estuvo practicando no va a fallar”, le susurró esta vez Francis a Luisito en tono irónico. Luis se puso visiblemente nervioso y, sin tomar aire, cerró los ojos y pateó con toda su fuerza al medio del arco. El balón se estrelló en el travesaño y salió disparado por encima de la reja del estadio, justo sobre la calle San Blas.
“Vaya a buscar el balón y siga practicando contra la pared”, dijo severamente esta vez el entrenador. Entonces mandó a buscar un suplente para reemplazar a Luis. “Pelusa: ¡Entra vos! ¡Hace lo que sabes hacer! ¡Y divertite!”, afirmó ahora mirando hacia el banco y dirigiéndose al morochito que oficiaba en esa división pero era visiblemente más joven que los otros. No recuerdo mucho más de ese primer tiempo. Sólo que aquel chiquito nos hizo hecho 3 ó 4 goles más que ni siquiera celebró. Entonces Francis se me acercó y dijo: “pibe: ¿no te parece suficiente?” Gracias por venir”.
Nos fuimos a casa aturdidos y frustrados. No tanto por la evidente diferencia que había entre ambos cuadros sino más bien por las estúpidas expectativas que habíamos generado. Más allá de la contundente derrota, ser el segundo mejor equipo de La Paternal después de Argentinos Juniors suena bastante digno. Sin embargo, hubo un instante de revelación para mí. Caí en cuenta, sin quererlo, de que nunca llegaría a primera, de que la “escuela de la calle” tiene sus límites, de que lamentablemente no tenía las cualidades requeridas para ser como esos chicos ni las tendría, sean cuales fueren. Esa realización presagiaba, tristemente, que tanto en el fútbol como en casi cualquier otro aspecto de mi vida, yo no era más que una persona ordinaria a las cuales le suceden cosas ordinarias. Esa es mi cruz. Ahora, casi medio siglo después, veo los partidos de Argentinos desde la tribuna de Boyacá y disfruto de la vorágine y valentía de esos jóvenes con placer y júbilo, admiro sus cualidades y su tenacidad sin resentimiento alguno. No busco sus flaquezas y estoy convencido de que no lo podría hacer mejor. Ser admirador del fútbol en su máxima expresión, desde La Paternal, es mi alegría y mi pasión.
Martín Verzoub
Me encantó y me sentí muy identificado! jajaja igual estoy seguro que si desde chiquito me llevaban a algun equipo, ahora estaría terminando mi carrera como jugador profesional en alguna liga b de italia o grecia.
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