“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá.
La primera parte de este capítulo está acá.
Lo de Marcelo Lozano no fue lo peor.
Dos semanas después, a cuarenta y ocho horas del cierre del libro de pases y conmigo apartado del equipo por una contractura que pensaba estirar hasta junio y retirarme en paz, Aníbal Docabo me salió al cruce en el entretiempo de un partido contra Flandria jugado en el Andén. Iba con Fátima a buscar yerba al auto cuando sentí un chiflido cerca de los baños.
-Bien ahí, amigo. Te felicito.
-¿Qué? –murmuré, frenando la marcha y sintiendo el tironeo de Fátima para que nos alejáramos.
-Se te dio nomás –agregó, acercándose con los pasos lentos de un chacal. Tenía la mirada viscosa, desorbitada. Apestaba a chivo, a vino tinto, a alguien que estaba pasado de rosca desde hacía varios días.
-¿El qué?
Rió con estridencia, coronando el espasmo con una mandibuleada feroz.
-El pase, logi.
Chasqueó la lengua, como saboreando la ofensa, y le dedicó una mirada lasciva a las piernas de mi novia.
-Vamos, Val.
-Pará, Val, pará. Brindemos y te vas.
Me acercó una botella cortada que por el color parecía contener vino con naranja.
-Te agradezco… Pero no, no me voy.
El corazón se me estaba por salir de la boca.
-Eu, no te pongás nervioso.
-Val. Vamos. Vámonos.
-Aguantá, lora. Aguantá que estoy hablando con él.
-Dale, viejo, respetala.
-¿Yo le falté el respeto? ¿Vos querés que yo…? –dijo, con un tono de voz que anunciaba el desenlace.
-No, loco.
-Bueno, entonces brindá conmigo por el pase y listo –me aclaró, explicándome con los ojos que era la última chance para resolver el problema de manera civilizada: en ese pozo oscuro que había dentro de su mirada encontré un fragmento de la historia de la humanidad que no estaba en las miles y miles de páginas que leí posteriormente acerca de lo mismo. Ahí, en sus ojos, se veía la verdad que ocultaba el capitalismo más feroz, y también todas las guerras pasadas y futuras entre los hombres, como si fuera un aleph de terror y de barbarie que lo explicaba absolutamente todo.
-No me voy del club.
-¿Qué no te vas, ortiba? Si la teca le queda al club.
-Ya le di mucho al club.
-Y le vas a dar más, pedazo de mamadera –aceleró.
Desfigurado por el odio, arrojó a un costado la botella, me pegó un cachetazo que sonó como una bomba y se puso en guardia inclinándose levemente hacia atrás. Todo en un segundo.
Tres policías, ubicados a unos metros y más coordinados que una orquesta, se acercaron a frenar una pelea que no iba a suceder, simplemente, porque yo no quería. Ni siquiera había amagado a responder como lo había hecho Eduardito, un docente jubilado de sesenta años.
Nada. No hice nada.
Me quedé paralizado y en silencio, con la cara roja de vergüenza y de dolor, con el cuerpo helado, mientras el mundo se desplomaba a mi alrededor, entre tumultos, puteadas y la humillación flotando en el aire, la humillación colectiva de haber visto que el supuesto héroe del barrio no había estado a la altura del desafío.
Era un simple mano a mano y yo lo transformé en otra cosa, en algo de vida o muerte, en una guerra entre el mal y algo que no era el bien por mí sino por los que había detrás mío, jugadores, cuerpos técnicos, familias, dirigentes e hinchas.
Quizás ya lo había decidido un tiempo atrás, cuando Fito nos avisó lo que había pasado en la tribuna y empecé a chorrear sudor frío, cuando vi cómo habían dejado a Fabricio, a mi viejo, al Gordo Lea, a Dardo, a los Paz, a Cuco, a los familiares de mis amigos y compañeros de equipo.
Quizás ya lo había decidido y solo estaba esperando que me viniera a buscar a mí. No era un simple mano a mano, una cuestión de piñas. Lo de Docabo era otra cosa.
Yo tenía que matarlo o él me tenía que matar a mí. Lo supe inmediatamente, entendí que tenía que ser así, que era inevitable, que el destino nos colocaría en una encrucijada en la que se resolvería si él o yo. No sabía cuándo, cómo, dónde, y tampoco me importaba mucho. Ya sabía el qué y el quiénes.
-¿Cazador, estás bien?
-Sí, sí. Todo bien –respondí, infinitamente agotado de respirar ese aire tóxico, exigente, competitivo y cruel, harto de que me preguntaran si estaba bien, hartísimo de llevar ese apodo y de todo lo que implicaba.
Después de siete años de haber peleado constantemente, las veinticuatro horas de los siete días de la semana, para fichar, para subir de división, para estar entre los convocados, para firmar contrato, para estar en el banco, para tener minutos, para ser titular, para ganar cruces contra los zagueros contrarios, para meter la pelota en el arco rival a como dé lugar, para ganar partidos, para ganar campeonatos, para ascender, no quería pelear más.
Necesitaba estar solo, tomar mucho, fumar mucho, descansar la cabeza y el cuerpo, empezar de una vez con el duelo de mi vieja para seguir con el de mi viejo, el de mi inminente ex novia, el de mi club y el de mi carrera como futbolista.
Necesitaba volver a ser Valentín para que nadie me preguntara nada.
Un año atrás, tocaba el cielo del barrio con las manos, invitaba a comer a casa al plantel y a los hinchas amigos de mi hermano, tenía padres, tenía novia, tenía la certeza de que Fito llevaría al Furgón a la Primera B por primera vez en su historia.
Bueno, ahí estaba la Primera B, mostrándome la otra cara del éxito: un barra destruyéndome la vida por cien mil dólares para el bolsillo de su jefe, un estacionamiento convulsionado, un chico llamado Dardo mirándome como a un héroe de cartón pintado, un crepúsculo infinitamente cruel, infinitamente triste, infinitamente grabado en mi memoria.
Nueve años después de aquel crepúsculo, alguien había pisado una mina vieja, olvidada en un campo de guerra que ya había declarado vencedores y vencidos.
Marcelo Lozano y Aníbal Docabo, sentados en el Café Plaza, levantaron la vista, me relojearon con desprecio de pies a cabeza y dibujaron una sonrisa. Si buscaban minimizarme, lograron lo contrario: por un segundo, mientras les devolvía la cortesía y me acercaba a su mesa, sentí que estaban pensando lo mismo que estaba pensando yo: que en realidad nos habían ganado una batalla, dos, tres, cuatro, mil batallas, pero no la guerra.
-Buenos días, muchachos.
Lucas Bauzá
Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.
Ilustraciones en el texto por Nach.
El martes que viene, estará disponible el noveno capítulo.
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