A un año del paso a la inmortalidad de Diego, recordamos la noche que estuvimos solos y tuvimos que salir a juntarnos con otros tan tristes como nosotros. Crónica de su despedida en Plaza de Mayo. Escribe Juan Stanisci.

Habían pasado las 12 de la noche. Como una demostración de lo irrespetuoso que puede ser el tiempo el 26 de noviembre había comenzado. El primer día sin Diego de este lado de las cosas. Dos horas antes, a las 10, se había escuchado un aplauso espontáneo en todas las ventanas y en todos los balcones. Yo estaba tratando de escribir. Eso de que se escribe para mitigar el dolor es mentira. Se escribe, a veces, porque no queda otra opción. Pero el dolor sigue ahí. Sentado encima de uno.

Habían pasado las 12 de la noche cuando entró un mensaje en un grupo de Whatsapp. De fondo sonaba un loop tan eterno como Diego que iba de “Para verte gambetear” a “Live is life”, pasando por “Maradó”, “Si yo fuera Maradona” y “La mano de dios”. Agarré el celular más por inercia que por convencimiento. Era un comunicado de Presidencia de la Nación. Confirmaba algo que se estaba rumoreando: a Diego lo iban a velar en la Casa Rosada desde las 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde.

Fui a la habitación y desperté a Carla, mi compañera.

– Van a velar al Diego en Casa Rosada. Arranca a las 6 de la mañana.

– Vamos – me contestó.

Ella siguió durmiendo y yo me fui a terminar la nota que estaba haciendo. Hablaba sobre el lugar en La Bombonera donde había visto el partido que Boca salió campeón en la última fecha contra Gimnasia. Era el mismo en el que, veintitrés años antes, había estado viendo uno de sus últimos goles como profesional: de penal contra Argentinos Juniors en el arco que da a Casa Amarilla (el de La 12).

A eso de las tres y media de la mañana preparamos unos mates. Con la noche pegada a los párpados y la tristeza como lagañas, nos fuimos a tomar el colectivo.

Nadie en la calle. Uno hasta corría el riesgo de creer que era una noche normal. Una más entre cientos de miles de millones que lleva este país acompañando las vueltas del globo terráqueo. Algún laburante dormido. Y no mucho más.

Lo mismo podía creerse al bajar cerca de la Casa Rosada. Pero a medida que nos internábamos en las callecitas de San Telmo, el aire se volvía denso. En una esquina se escuchaba a alguien gritando por Maradona. De las sombras brotaba un grupo envuelto en una bandera, tambaleándose por entre los adoquines como un muñeco roto y medio deforme. Las pintadas todavía chorreaban pintura, amor, dulzura, amargura y dolor. Alguien ofrecía vino, a pesar de la pandemia. Lo que nos unía era la imposibilidad de estar solos. Por decisión propia había que juntarse, compartir las lágrimas, las canciones y las penas.

Eran alrededor de las cinco de la mañana. El color del cielo variaba entre el gris, el violeta, el celeste y el azul. Un crisol de amaneceres se pintaba en las nubes. Los pocos puestos de hamburguesas, chori y bondiola tenían banderas y posters de Diego. La fila serpenteaba por los márgenes de Plaza de Mayo hasta morir en el Cabildo. Eran aproximadamente dos cuadras. Todavía se intentaba mantener el distanciamiento social. Los barbijos eran mayoría arrasadora. Mirábamos con desconfianza a los pocos que iban a cara descubierta. Claro, para muchos de nosotros, era la primera vez en muchos meses que salíamos rodeados de mucha gente.

Desde la tarde anterior el obelisco había sido uno de los puntos con más gente recordando a Diego. Ahora quedaban los que habían sobrevivido a la noche, los vinos y las cervezas. Los borrachos. Con los que tendríamos que compartir casi dos horas de fila, como en un viaje de egresados. Un viaje triste, sí. Pero no sin cantos y saltos de cancha. Como escribió Lucas Jiménez, el fútbol no volvió con los estadios vacíos sino ese día en las calles del país.

“Y ya lo ve / y ya lo ve / el que no salta / es un inglés”. Durante las horas que estuvimos esperando y avanzando, el grupo que teníamos alrededor se mantuvo estable. Había un hombre con un muñeco de yeso del Indio Solari, de unos sesenta centímetros, subido a los hombros. Un pibe visiblemente borracho con una imagen, también de yeso, de la Virgen de Luján que se le cayó no menos de cinco veces en todo el viaje. Nunca se rompió.” Fua, el Diego”. También nos acompañaba una muchacha, hincha de Independiente, que contaba lo mucho que le había costado conseguir el modelo rojo de la camiseta del Napoli. “¿¡Por qué Dios?! ¿¡Por qué te lo llevaste?!”, gritaba un chico de unos veintipico. “¿¡Por qué nos dejaste solos, Diego?!”. Lo hizo durante las dos horas que tardamos en acercarnos a la Casa Rosada. Llegó un punto donde la gente dejó de empatizar con su dolor para pedirle lisa y llanamente que dejara de gritar. Eso sí, por favor se lo pedían.

“Diego no se murió / Diego vive en el pueblo”. El pueblo estaba volviendo a copar Plaza de Mayo. Si, como escribió Emiliano Gullo en el libro Rey de Fiorito, el de la Casa Rosada es “el balcón más político”, Plaza de Mayo es la plaza más política. Se ha llenado para apoyar a gobiernos, para tirarlos, para reclamar la libertad de Perón e incluso se ha llenado de pólvora y esquirlas de bombas. Y también se estaba llenando para despedir al mito viviente que había pasado a la inmortalidad.

Cómo todo lo que lleve la palabra Maradona es sinónimo de desborde y se torna incontrolable, con su despedida estaba ocurriendo lo mismo. A cada rato aparecían dos queriéndose dar unas trompadas. O la policía empezaba a mostrar el tráiler de la película que veríamos a la tarde. Cerca de las seis y media de la mañana, cuando las puertas habían sido abiertas y la fila empezaba a avanzar con fluidez, la policía decidió cambiar el modo del operativo. Hubo gritos, golpes y escudos de frente a la gente que quería despedir a Diego. Parecía increíble en ese momento que hubiera alguien en esa plaza que no estuviera conmovido. Los había, estaban todos con uniforme azul.

Un poco más adelante un pibe se distanciaba unos centímetros de su grupo de amigos para agarrarse a una valla. Inventaba canciones. Cambiaba la letra a las que se cantan en la cancha, para improvisar una dedicatoria al Diego. Nadie lo seguía. Ni siquiera sus amigos. A él no le importaba, lo siguió intentando. No hubo caso.

La fila volvió a moverse, aunque con lentitud. Las nubes del cielo habían desaparecido. La claridad estaba ganando la mañana. El sol se alzaba detrás de la Casa Rosada. El calor se empezaba a sentir. En el culo del caballo al que está eternamente montado San Martín, habían pintado un esténcil con el 10.

El objetivo de hacer una fila es lograr llegar de un punto a otro. Normalmente ingresar a un lugar. En este caso, todos y todas hacíamos una fila para llegar a un lugar al que no queríamos entrar. La imagen se repetía. Quienes venían cantando, con una botella cortada en la mano, al llegar a la puerta de la Casa Rosada se derrumbaban. No quedaba nada de esa fiesta, de esa alegría. “Reír y llorar, llorar y reír”, definía el Diego a la vida. Entre abrazos lograban entrar. Lográbamos entrar. A pesar de no querer. Porque ahí sería el final.

Pero después de salir por la otra puerta. A las pocas cuadras. Quizás algunas horas más tarde. Entendimos que no. Ningún final. Empezamos a verlo en las nubes, en las siluetas, en los goles, en la lluvia, en las pibas, en paredes. Y, como un reflejo, empezamos a buscarlo. Como una prueba más de que Diego vive en el pueblo. Y siempre estará acá para quien lo necesite.

Juan Stanisci

Twitter: @juanstanisci

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