Cábalas, creencias, brujerías y costumbres. El mundial nos devolvió la posibilidad de volver a creer en la magia, como cuando éramos chicos. Hasta los más racionales se sumaron a la locura colectiva. Escribe Juan Stanisci.

Hay un punto, en una edad incierta, donde lo perdemos. Puede ser una trompada de la vida. O las obligaciones que se van acumulando. A veces una monotonía gris apaga cualquier llamita. O también ocurre que simplemente dejamos de creer en la magia. Tan simple y tan triste como eso.

Entonces empezamos a ver los objetos como simples objetos. A la lluvia como una reacción al choque entre el frío y el calor. Al mareo que se despierta cuando se miran ciertos ojos como una rama de la ansiedad. Y entregar el corazón –para lo que sea: una carrera, un texto, un amor o un partido de fútbol– se vuelve una cuestión aritmética: una mezcla de cálculos, pros, contras y conveniencias.

En algún instante de la mañana, el mediodía o la tarde del 22 de noviembre, la mirada calculadora y racional comenzó a resquebrajarse. Y un partido de fútbol pasó a definir los destinos del país. Una remera, un oso de peluche, una lata o una silla, empezaron a modificar acontecimientos que sucedían a miles de kilómetros de distancia. No sé si el aleteo de una mariposa en Claromecó puede causar una sudestada en Timor Oriental, pero sí que ponerse la remera equivocada en Calamuchita podía cambiar la trayectoria de una pelota en Doha.

Con total normalidad agarramos camisetas rivales, objetos que identificaban a la cultura del país que enfrentaba argentina o papeles con nombres de jugadores, y los metimos en el freezer. No éramos chamanes urbanos, sino docentes, arquitectas, intelectuales, artistas, psicólogos, comerciantes, panaderos, artesanas, enfermeros, médicas. Los goles de Arabia despertaron una fe antigua. “Elijo creer”, se transformó en algo más que un hashtag.

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Después de aquella mañana, muchas cuestiones dejaron de quedar libradas al azar. Las casas empezaron a reservarse el derecho de admisión, cualquiera podía ser un potencial mufa. Entendimos que el orden de los factores sí altera el producto: si la tía se había sentado en la tercera silla, no había motivos para que el segundo tiempo lo viera en la sexta o que al partido siguiente mirara el partido parada. Básicamente, comprendimos que nosotras y nosotros también podíamos hacer algo.

Y ahí empezaron a aparecer las historias. Nada explícito, había que leer entre líneas sin que la otra persona lo notara. Sabemos que, si las cábalas o costumbres se cuentan, pierden su potencia. Era cuestión de escuchar con atención.

Supe, entonces, de una amiga que empezó a utilizar siempre el mismo pantalón, parte de la cábala era no lavarlo. Mantuvo esta postura, incluso, cuando el pantalón recibió como espuma de carnaval el meo de un perro.

Uno de mis hermanos de la vida abandonó su casa para pasar al bar. Se fue con lo puesto, solo llevaba dos estampitas: una de Messi y una de Diego. En el bar, esto lo supe después, fueron siempre los mismos, una cofradía de valientes que entendieron que no debían ver los partidos en otro lugar. Que su único deber era no modificar nada.

En un departamento en el sur de Buenos Aires, alguien se pasaba dos horas pintando muebles. El departamento era chico y el aire no se renovaba fácil. No importaba, quedó establecido que cada vez que Lionel Messi apareciera en un estadio qatarí, habría que sacar el pincel y la pintura.

En otro rincón de la gran ciudad, una persona decidió dejar de fumar durante los partidos. No hay explicación. También, sin darse cuenta, llegaba cuando los himnos ya habían sonado. Aunque no quisiera, a partir de ahí, llegaría siempre instantes antes de que sonara el silbatazo, echando el humo del último cigarro.

Escenas cercanas a la brujería. Tres mujeres alrededor de una mesa, cerraron los ojos y repitieron un nombre. Luego lo cambiaron por otro. Continuaron el ritual hasta que empezó el partido. “Les estábamos curando el mal de ojo a varios”, contaron después. Ante la pregunta obvia, casi tonta, sobre si efectivamente estaban ojeados, la respuesta fue: “Sí, hubo que laburar mucho”. No son los únicos males curados a más de 13 mil kilómetros de distancia por nuestras brujas, también fueron atendidos: sustos, dolores musculares o empachos.

Los altares fueron floreciendo. La repetición, algo mal visto en la era de lo efímero, se hizo norma. Como Homero Simpson viajando en el tiempo, la única tarea fue no tocar nada. Hubo niñas oráculos y perros que podían modificar acontecimientos. La realidad –ese teatro tantas veces tildado de gris, monótono y aburrido– develó algunos de sus encantos. Hay objetos, vientos, lunas o nombres que son algo más que objetos, vientos, lunas o nombres. La magia existe y no se llama solo Lionel Messi. También anda dando vueltas, como los amores en primavera, por delante nuestro.

El Realismo Mágico fue una corriente literaria latinoamericana que explotó en la década del sesenta. De Argentina a Guatemala y desde Chile hasta Cuba, la idea fue más o menos la misma: la realidad tiene grietas por donde asoma la magia. Hay gente que cree que eso es solo literatura. Pobres, no saben lo que se pierden.

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Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci

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