El hombre que festeja sus goles con corazones no podía nacer otro día que no sea el 14 de febrero, el Día de los Enamorados. Una historia de redención, de nunca aflojar, de siempre tratar de tirar abajo la pared, aunque fuera con la cabeza. Escribe Juan Stanisci.
Cae la noche en el desierto. Para muchos es solo eso: la oscuridad del cielo, los edificios que quieren imitar a las estrellas, la luna tímida sobre el mar, las calles vacías. Para otras, en cambio, es la noche previa al punto exacto en el que ese cometa llamado mundial tendrá su punto más cercano a la tierra hasta dentro de cuatro años.
Hay veintiséis tipos adentro de una universidad. No es una toma estudiantil, viven hace casi un mes ahí. Ven a sus familias una vez por semana, pasean por sus parques, almuerzan, cenan, lloran, leen, juegan, se insultan, toman mate y duermen. Aunque esta noche esa última acción no resulta tan simple. Será la última durmiendo en esas camas. La despedida no importa tanto como el desenlace que llevará a ella.
En una de las piezas alguien no suelta el teléfono. Está acompañado, pero busca hablar con otra persona que no está en la misma habitación. Necesita enviar un mensaje, repetir un ritual. Hay acciones que deben realizarse como si fueran un mantra, atravesar los mismos senderos para llegar al mismo destino. Entonces, el tipo, celular en mano, escribe: “Voy a salir campeón del mundo, amor”. Puede que piense en apretar el botón que dice enviar, pero sigue escribiendo: “Porque está escrito”. Su compañero de pieza le habla pero él no lo escucha. Vuelve a mover los pulgares sobre la pantalla táctil: “Y voy a hacer el gol, como en el Maracaná y en Wembley”. Y pulsa donde dice enviar.
El tipo siente que los segundos que pasan hasta que el mensaje tiene dos tildes azules son eternos. Es un abismo como el que falta para salir a jugar al día siguiente. Debajo del nombre Jorgelina, aparece la palabra “escribiendo”. Su compañero le sigue hablando, pero él nada. “Me afloja el cuerpo ese mensaje, no sé qué carajo decirte”, responde Jorgelina.
Los pulgares flotan sobre la pantalla táctil. Hay un intento de mensaje que es borrado. Quiere palabras precisas, que muestren seguridad, una forma de dejarla tranquila. Sabe que ella tampoco puede dormir.
–Che pelotudo, te estoy hablando –la voz de Leandro Paredes lo saca de la conversación con su esposa–. ¿Qué estás haciendo?
Ángel Di María lo mira como si recién se diera cuenta de que estaba ahí.
–Le estoy mandando un mensaje a Jorgelina diciéndole que mañana voy a hacer un gol, hice lo mismo la noche antes de la final de la Copa América y de la Finalissima –responde y vuelve al celular.
Mira a su compañero que trata de hablar de algo para pensar en otra cosa. Imagina las otras habitaciones. Piensa en Jorgelina, en sus hijas y en todos los familiares. Entonces escribe: “No tenés que decir nada. Andá y disfrutá mañana porque vamos a ser campeones del mundo. Porque lo merecemos los veintiséis que estamos acá y la familia de cada uno”.

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La carta llegó al hotel en Río de Janeiro antes del mediodía. Él estaba con los médicos tratando de reforzar la zona del desgarro. Hacía solo diez días que se había lesionado. Fue un mazazo. Brasil 2014 estaba siendo su mundial. Volaba. En octavos de final el gol con Suiza en los últimos instantes del partido había sido un acto de justicia. Por él y por el grupo. Después vino Bélgica y el pinchazo.
Cuando le dieron la carta vio el membrete: “Real Madrid”, decía. La agarró con dos dedos de cada punta e hizo fuerza en direcciones opuestas. La fue haciendo pedazos cada vez más chicos, como si la energía puesta en ese papel pudiera sacarle la bronca que tenía adentro. “El único que decide acá soy yo”, les dijo a los médicos.
Ya lo había decidido. “Si me rompo, déjenme que me siga rompiendo. No me importa. Sólo quiero estar para jugar”, les pidió. Habló con Sabella para decirle que estaba disposición, pero el técnico decidió que lo mejor era no arriesgar. No convenía perder un cambio en una lesión habiendo jugado muchos más minutos que el rival. Di María vio su primera final con la selección mayor desde el banco de suplentes.
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Practicaron toda la semana con línea de cinco, lo cual lo deja afuera del once titular. Tiene una pequeña esperanza: en los ejercicios de pelota parada alternaron él y Lisandro Martínez. Pero sabe lo mismo que todos, mejor defender a Mbappé con cinco defensores que con cuatro. Es una cuestión lógica.
Faltan un par de horas para dejar de imaginar. Todavía deambulan por los pasillos haciendo de cuenta que no pasa nada. Algunos toman mate. Otros intentan charlar como si hubiera mañana, aunque sepan que es mentira.
Llega el momento de la charla técnica. En una pantalla están ubicados los once nombres en sus respectivas posiciones. Línea de cuatro. Di María lee uno por uno pero no se encuentra. Tampoco lo ve a Lisandro Martínez. Enfoca mejor, pero sobre el sector derecho no hay nadie. Vuelve a mover los ojos repasando uno a uno los sectores de la cancha. Entonces se ve: su nombre está sobre la izquierda, como en los viejos tiempos.
La voz de Lionel Scaloni acompaña la lectura de su nombre escrito en la pantalla. El técnico explica, no porque deba hacerlo sino para que él salga convencido de lo que debe hacer. Dice que va a jugar por izquierda porque es el lado más débil de ellos. Que ataque a Koundé. Que busque encarar siempre. Y pronuncia una palabra que es un boleto al pasado: disfrutar.
La cabeza se le va hasta Rosario, diecisiete años antes. Era su primer día entrenando con la primera de Central. Don Ángel Tulio Zoff, el técnico, se le acercó a hablarle para que estuviera tranquilo. Le pidió que jugara como siempre, que no pensara en nada. Y que disfrutara, le tocara jugar en la posición que fuera. En la primera que tuvo se fue contra al arquero y se la picó. Esa tarde en el Gigante de Arroyito es el mito fundacional de Di María.
Lionel Scaloni sigue hablando y explicando todos los movimientos a sus jugadores. Di María flota sobre el disfrute. Siente un gusto en la boca: el sabor de la redención.

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En la tarde andina del Estadio Nacional de Chile había cientos de miles de músculos. La mayoría tensos. De un lado, la selección chilena que buscaba abrazarse con la historia frente a su gente. Del otro, la argentina buscando la redención un año después de la derrota con Alemania.
Fiel a su costumbre de ir por todo o nada, Di María la rompió en semifinales. Fue 6 a 2 contra Paraguay demostrando que los seres humanos también vuelan. Pero los acontecimientos pueden ser tan jodidos que una palabra de dos letras modifica todo. De “la rompió” a “se rompió” hay solo un detalle. Un detalle que lo destruye todo.
Di María había sido de los más queridos el año anterior en el mundial de Brasil. Su lesión fue dolorosa por lo que podía haber pasado. Hasta que uno de los cientos de miles de músculos que había en el Estadio Nacional de Chile dijo: “Basta”. En el instante en que hizo señas al banco de suplentes indicando que había sentido un pinchazo, la mirada de los otros cambió. Dejó de ser el tipo que “si hubiera estado salíamos campeones” para pasar a ser “el que se caga en las finales”. A los 29 minutos del primer tiempo salió con el muslo desgarrado. Vio con impotencia desde el banco de suplentes como la gloria se les escapaba otra vez.
Dejaban de ser la generación de cracks para convertirse en unos fracasados expertos en perder finales.
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El micro llega al estadio Lusail como si llevara a pibes de un viaje de egresados. Cantan, saltan y golpean lo que tengan a mano haciendo percusión. Un país entero los ve sorprendido; mientras la gente común, los que solo miran por televisión, no puede más de los nervios, ellos exorcizan toda la ansiedad en canciones.
La entrada en calor levanta al público de sus asientos. El aliento baja de las tribunas como si el partido se fuera a jugar en cualquier rincón de Argentina. Di María conoce el secreto: no solo jugará de titular sino que lo hará por izquierda. Nadie lo espera. Ni en las tribunas ni en el vestuario rival.
Vuelven a cambiarse. Son los últimos instantes antes de agarrar el lápiz con el que buscarán escribir la historia. La de ellos y la del fútbol argentino.

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¿Qué tan dispuesta puede estar una persona a seguir abriendo una herida? La tercera final consecutiva en la misma cantidad de años no significó reconocimiento para los jugadores sino una obligación. “Esta vez no se puede escapar”, decían los propios futbolistas adentro del plantel. La pregunta obvia era: ¿Qué pasa si se escapa?
El comienzo fue un mal augurio. Antes del debut en la Copa América Centenario, jugada en Estados Unidos en 2016, falleció la abuela de Di María. Le ofrecieron volverse al país. Él prefirió quedarse en Estados Unidos para intentarlo una vez más.
El primer partido de la Copa pareció escrito por alguien cargado de sadismo. Otra vez Chile, una supuesta revancha de la final del año anterior. A los cincuenta minutos Di María se sacó las ganas de gritar un gol y dedicárselo a su abuela. El camino hasta la final de la Copa América Centenario se empezó a llenar de espinas. El pinchazo, esta vez, no se hizo esperar hasta la final. Fue al partido siguiente contra Panamá. Salió sobre el final del primer tiempo. La prensa y las redes sociales buscaron despedazarlo como a un muñeco de trapo.
Volvió en la final pero sin estar en su mejor forma. A los sesenta minutos salió con el físico agotado para ver, una vez desde el banco de suplentes, cómo festejaban los que tenían la otra camiseta.

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Se tapa la cara con una pechera. Reza. Hace más de una hora que cumplió su propia profecía terminando una obra de arte. Antes le hicieron un penal. Después armó su propio recital. Caños, sombreros, amagues, gambetas para un lado y para el otro. Le pidió a Scaloni que no lo sacara, pero el técnico lo vio cansado. Su salida coincidió con el avance de Francia. Aunque nada hacía presagiar los dos goles en un minuto. Las lágrimas empezaron a quemarle los ojos, como en su gol, solo que ahora no había felicidad, era todo impotencia. Él se aferraba a una sola cosa: en su historia había dos caminos posibles lesiones o goles. Las primeras proyectaban su propio dolor al resultado de su equipo. Los segundos hacían que su alegría fuera la de todos. Todos sus goles terminaron con una copa en las manos. No podía ser la excepción.
Intenta mirar a través de la pechera con la que se cubre los ojos. Pero solo puede rezar. Los vaivenes del partido lo llevaron al sentimiento primordial de solo aferrarse a Dios y a sus goles como amuletos. Ya corrió hasta la otra punta de la cancha para abrazarse a Messi y decirle que sí, que había sido gol. Ya volvió a derrumbarse con el penal que Mbappé cambió por gol. Dibu Martínez acaba de hacer la tapada de su vida pero él no la ve. Se saca la pechera de la cara cuando escucha el “¡Uh!” del público. Es insólito todo lo que puede aguantar un corazón. Y él ya no puede hacer nada para modificar lo que pasa. Puede aferrarse a sus goles, pero el recuerdo de estar mirando la final desde el banco no le sienta nada bien.
Escucha el silbatazo final. Aquella lección que aprendió sobre los equipos que salvan a las individualidades vuelve con toda sus fuerzas. Depende de pibes que no conocía cuando empezaron los años de finales perdidas. Su destino estará en las manos de Emiliano Martínez y en el botín derecho de Gonzalo Montiel. No lo sabe, pero en pocos minutos estará mostrándole a Messi la base de la Copa del Mundo. Con una sonrisa partiéndole la cara le dirá al Capitán que dio la vuelta olímpica con una copa trucha, que la real la tenía él.
Pero ahora solo cierra los ojos y reza. Los abre y mira un punto fijo. Piensa en cuántos golpes hacen falta para derribar esta pared.
Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci
Ilustración por Gonzalo Lanzilotta
Instagram: plastiboy.inc
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