La patria del Pepe Mujica y Marcelo Bielsa de visita. Y un ídolo con apodo de Western. Uruguay es tierra de otras épocas. “El Pistolero” se retira con nostalgia, como un sheriff experimentado que ha cumplido su misión en algún rincón del lejano oeste. Pero la conferencia de prensa que anuncia el final insinúa que Suárez nunca dejó de ser “Luchito”: titubea, tiembla, empieza a hablar pero no se anima. Se muerde los labios con los mismos dientes que alguna vez mordieron a Chiellini, huye con la mirada, llora para adentro y tras un silencio nada más interrumpido por sollozos, dice solamente “me cuesta”. Los periodistas aplauden. En estos momentos siempre aplauden.

A Uruguay le quedarán alegrías o decepciones, mezclas de sensaciones, pero nadie más que quienes vieron los cuartos de final del Mundial 2010 sabrá lo que se sintió en el cuerpo ya no de los uruguayos sino del mundo futbolero cuando, de ultimátum, Luis Suárez atajó una pelota a quemarropa en el minuto 90, rompiendo todos los estatutos del cine y del fútbol, menos uno, traído de los potreros de Salto, y puesto bien alto, un rato después, luego de que Ghana errara el penal, y Abreu se la picara al arquero en la tanda, y los uruguayos se abrazaran entre ellos.

Los europeos y los europeítos se indignaron. No lo podían creer. Lo trataron de mala leche. Porque se acostumbraron a comprarnos los jugadores y vendernos los libros de táctica y por qué no de moral. A Uruguay le quedarán esperanzas y nuevas ilusiones, pero cada vez quedan menos de esos jugadores que juegan en Inglaterra con el reglamento en español. Español latino. Cuya tapa no dice ni football, ni fútbol: dice fulbo.

Miguel Freidenberg
Twitter: @miguefrei

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