A dos años del título del mundo ganado en Qatar una descripción de cómo vivió el Comandante Lionel Scaloni los primeros minutos de la eternidad. Desde el suspiro inicial hasta el abrazo con Leandro Paredes que lo hizo romper en llano. Escribe Enzo Dattoli.

Todo terminó hace instantes. En un suspiro ya se desató la locura, el descontrol y la emoción. Él esboza una mueca, pero no pasa de eso. En seguida lo invaden a abrazos y lo tironean. Pero él no, no se deja llevar y mantiene sus brazos caídos. Le saltan y se le prenden cual niño con su padre, pero ni así. Una palmadita en la espalda alcanza para decir que ya está, que no quiere eso en este momento. Que necesita otra cosa. Todavía ni siquiera abrió la boca. Y no se anima a entrar, así que da media vuelta. Se agacha y se lleva una botella de agua al banco de suplentes, para sentarse, casi dejándose caer. Como quien tuvo un largo y agotador día de trabajo.

Su cara ya está roja, pero sin lágrimas. Toma agua. Lo saludan, pero él no se perturba, solamente suspira. Pasó un minuto y quince segundos. Cada vez pestañea más seguido, como si intentara contener algo. Piensa, piensa mucho. Tal vez no en el fútbol, ni en lo que acaba de pasar. Probablemente su memoria esté enfocada mucho más atrás en el tiempo, y en otro continente. Quizás él esté en Argentina, pero no en cualquier lugar. No en el Obelisco con los cientos y miles que ya salieron a la calle a festejar, no.

Seguramente esté en su pueblo natal, en Pujato, Santa Fe. En esa infancia sin ostentaciones y con una única aspiración: jugar a la pelota. No al fútbol. Sin soñar con Champions League, ni Mundial 2006, ni Mundial sub 20 1997, ni en ser entrenador, sin imaginar todas las críticas que recibiría, ni aspirar a copas américas ni finales intercontinentales. No había nada. Sólo jugar a la pelota. En ese recuerdo, acaso estén Ángel y Eulalia, sus padres. Puede que pegue un salto y ahora aparezcan sus hijos Ian y Noah, junto con su esposa, Elisa.

En ese acto de recordar no existe ni la aspiración ni la consecución de un objetivo o un sueño. Es un trabajo lento y cronológico de la más pura y sencilla noción del éxito, del dimensionamiento del mismo. El éxito en la vida. Y es vida y no fútbol o tal vez ambas sean lo mismo. Y ahí pausa y retroceso. Segundos antes de que estallara todo, él ya estaba inquieto, diferenciado de los suyos. Caminaba, miraba para abajo, evitaba forzosamente mirar lo que todos miraban, como si pudiera evitar enterarse de una bomba atómica estando parado en el epicentro del estallido. Hace puchero, se cruza de brazos. Vuelve a desviar la vista y de repente ahí está.

Pasó lo que todos esperaban, sucede todo y se termina el sufrimiento, la agonía, para materializarse en festejos y descontrol. La pelota ya se bañó de gol, de gloria, se cubrió de red y la Nación empieza a festejar. Él mira para debajo de nuevo y se tapa la boca, se seca la transpiración. Y ahí está de nuevo en su banco, el mismo de siempre. No dijo una palabra. El desastre es tal que ni siquiera el lugar con más cámaras del mundo en ese momento logra enfocarlo sin que se crucen delante del plano cientos de personas vestidas de traje, jugadores, ayudantes y periodistas. Todos los actores principales de la obra, los ganadores y los perdedores, están dentro del escenario de 100 metros de largo x 50 metros de ancho. Menos él, que está en plena metamorfosis.

Hay emociones que piden a grito salir, lágrimas que están implorando por escurrir, pero todavía no, las sigue retrasando. Casi dos minutos después de desatados los festejos se incorpora y ya parece recuperado, parece que se ubicó a sí mismo y se siente listo para caminar hacia ese escenario que le dio la alegría más importante a todo un país y más. Va lento, a paso cansino. Se detiene justo antes de ingresar y se agacha para tocar esa hierba reluciente con su mano para después persignarse y poner sus brazos en jarra, pero de repente viene una explosión inesperada. Por fin ocurre. Se desborda y no puede parar. Emergieron las emociones y comenzó a correr una cascada de lágrimas por su cara. Intenta taparse la cara, pero es en vano. Sus ojos están achinados, su boca desfigurada y rojiza. No aguantó más.

Pasaron recuerdos, evocaciones de los que están y los que ya no, rememoró toda su cronología, dejó reposar emociones y analizó lo que no se puede analizar en el momento en que nadie más se detuvo a hacerlo. Pero lo que finalmente lo hace explotar es uno de sus dirigidos que corre para abrazarlo. Pero no cualquiera, sino uno que era fijo, titular indiscutido, que comenzó el torneo en la posición de la que fue dueño los últimos dos años, y que de repente lo sacó. Ese, que tenía más derecho que cualquiera para enojarse y ofenderse, fue el primero que entre lágrimas corrió para decirle -gritarle- que eran campeones del mundo, y para agradecerle. Y él no lo resistió, rompió en llanto, y con razón.

Eso, lisa y llanamente, es el éxito. No son los títulos, ni los trofeos. No son los años de trayectoria ni tampoco los discursos hegemónicos. Mucho menos el dinero. “Tener poder es que la gente te quiera”, dijo una persona muy importante en el último tiempo. Y si hay alguien que lo logró, que en ese 18 de diciembre de 2022 en el Estadio Lusail de Qatar y ante los ojos del mundo logró ser querido es Lionel Sebastián Scaloni.

Enzo Dattoli
Twitter: @enzojnvr

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