La ciudad vasca ha sido el escenario del primer partido de siempre de la selección árabe en Europa. Un acontecimiento trascendental en un lugar históricamente en busca de venganza humana y social. Una hermandad espontánea y natural entre dos realidades lejanas geográficamente pero cercanas por su afán de rebeldía. Escribe Antonio Moschella.
En el idioma finés existen varias maneras —supuestamente unas doscientas— de nombrar la palabra “nieve”. En euskera, la lengua de los vascos, es el caso de la lluvia, y en este contexto el de txirimiri es el tierno y suave término que se usa en esta tierra para indicar esa lluviecita fina que continuamente salpica desde arriba en muchos días del año. No extrañaba, entonces, que el sábado 15 de noviembre este fenómeno atmosférico tan propio del lugar quisiera participar del partido de fútbol entre la selección local y la de Palestina. Más que un amistoso, un espectáculo creado para sensibilizar sobre la causa del país medioriental en un ámbito regional históricamente muy alejado del gobierno central español. Nunca reconocida por la FIFA, la representativa vasca se ha querido hacer cargo de hospedar el primer partido europeo del equipo nacional palestino, que, en cambio, está reconocido por el máximo organismo del futbol mundial —una paradoja única en un entramado político cada vez más complicado de discernir—. La idea era la de crear un ambiente de fiesta para presentar el escenario más indicado y solidario hacia un pueblo casi borrado del mapa tras más de dos años de devastaciones. Dos años que son solo la cola de un tsunami que desde 1948, año de la Nakba, azota lo poco que queda de las tierras del pueblo gazatí.
Siempre muy alineado a las cuestiones relativas a los pueblos marginales, oprimidos y desafortunados, el pueblo vasco ha decidido ponerse en los hombros el peso político de un desafío que hoy se le antojaba casi espontáneo. Vejados por varias décadas por el franquismo, los habitantes de Euskal Herria, la tierra vasca, han siempre percibido como una sensación natural apoyar otras causas como la de los irlandeses o de los palestinos. Y en los tiempos actuales se han transformado en el gran megáfono del orgullo y de la lucha idealista de un pueblo entero. Un pueblo representado como nunca por una selección de fútbol exiliada y obligada al destierro. Que, sin embargo, sigue sobreviviendo y ha sido recibida como en casa para su primer partido en Europa, aquel continente cuyos grandes líderes han destacado como los principales cómplices de los crímenes israelíes, perpetrados durante varias décadas y que han culminado en una tragedia sin fin. Una tragedia, otra Nakba, en la que también el fútbol y lo que le rodea han decidido empezar a jugar de verdad, aunque no con todos los elemento posibles. Porque, al fin y al cabo, se trata del deporte y de la diversión más popular, que une a todo el mundo.
Fiesta
Bilbao fue una fiesta. Decidió ser una fiesta, a diferencia de la París descrita por Hemingway. Una fiesta de sentimientos en la que se engendró de la nada un oasis de amor para un equipo exiliado y obligado a buscar fuera de sus patrios pagos calor humano y complicidad. Floreció desde las raíces de la tierra un paseo multitudinario y pacífico en una tarde de otoño en las que las temperaturas han sido más clementes que de costumbre. Como si la fuerza mayor que desde arriba mueve todo a su placer también hubiese querido ayudar el perfecto desarrollo de la manifestación. Las gotas de gloria, de txirimiri, que bajaban dulces y livianas del cielo, eran la marca de la casa. Algo que no podía faltar de ninguna manera y que bendijo todo el proceso de apoyo a la causa palestina.

Ardía tranquila la fiesta fuera de los imponentes muros de San Mamés, un joven cristiano que según la leyenda fue arrojado a los leones para que lo devorasen, pero finalmente terminaron postrados a sus pies. Esta vez, sin embargo, uno de los estadios más fogosos de España y más hostiles al rival había abierto sus puertas como dos brazos piadosos. El rival era no solamente un amigo sino un aliado. Un hermano.
El minuto de silencio antes del partido había sido anticipado por el regalo, por parte de los jugadores gazatíes, de una kefiah a cada jugador vasco en el saludo siguiente a los himnos. Y no fue un minuto de silencio cualquiera; fueron sesenta largos segundos envueltos de elocuencia. Fue un mensaje dirigido al mundo que en ese momento seguía girando, pero sentía que a su interior algo se removía. En pos de una revancha humana que el mismo seleccionador del equipo de medio oriente, Ehab Abu Jazar, dice estar buscando desde antes de 1948.
La casa de la selección palestina, aparentemente, no existe. Pero el sábado pasado fue San Mamés, uno de los estadios más gloriosos de Europa y símbolo de un Athletic Club que siente como ningún otro la pertenencia a la tierra. En este equipo, de hecho, pueden jugar solamente futbolistas formados en clubes que pertenecen a las siete provincias de Euskadi. Y pese a su aparente condición de entidad rica y legendaria del fútbol ibérico, el hecho de no poder contar con futbolistas extranjeros la hace una realidad aparte y marginal. En este contexto de abstracción total con el fútbol y el negocio moderno, Euskadi ha abierto las puertas de casa a la representativa por excelencia del exilio forzado.
Aliento para el grito
“Desde entre los escombros, nos levantaremos, nuestras voces resonarán. Gritamos: ¡El derecho de mi patria reside en nosotros, jamás morirá, jamás morirá, jamás morirá!”. Estas fueron las palabras más altisonantes de la canción ‘Palestinians’, que ha dado la bienvenida a los dos equipos. A cantarla entre sollozos y caras esperanzadas ha sido el grupo gazatí Sol Band, que en el pasto de San Mamés ha sido acompañado por los artistas locales Eñaut Elorrieta e Izaro Andrés.
Todo esto en la presencia de 51.396 personas, un récord absoluto para la selección de Euskadi, que habían acudido al que entonces era un teatro de excepción con el fútbol como excusa. En realidad, el partido que se juega hace años está todavía lejos de ganar. Pero desde uno de los focos más vivos de la rebelión a la opresión franquista durante cuatro décadas en España, han subido al cielo las chispas del hambre de libertad de un pueblo que la represión sigue viviéndola en carne propia. Todos los días.

Antes del partido, la magia ya se había empezado a producir. En los aledaños del estadio, donde había terminado la principal manifestación de la jornada, los más de 50 mil aficionados habían apurado hasta el último momento para entrar. Pero, una vez que todo estaba listo para el acontecimiento, en la platea popular se asomó de a poquito un fascinante mosaico con ambas banderas ondeando. La ikurriña, la del pueblo vasco, y la de Palestina, que comparten los colores verde, blanco y rojo. En el medio del terreno de juego, se hallaba el fragmento más icónico de la Guernica, la legendaria pintura con la que Pablo Picasso había querido inmortalizar el bombardeo de las tropas franquistas durante la guerra civil española en el cercano pueblo que lleva el mismo nombre.
Un mes y medio antes se había formalizado el desarrollo del partido por parte de ambas federaciones en el Museo de la Paz de Guernica, para dar todavía más fuerza a un acto solidario como pocos en este momento histórico. Un momento en el que todos aguantaron el aliento para transformarlo en grito de libertad. Un momento en el que Bilbao se volvió la capital de Palestina.
Más allá del resultado
El 3-0 final fue lo menos relevante de todo el evento. Porque el fútbol en sí había sido el vehículo social y ambiental para poder lanzar un mensaje global. Sin odio ni rencor, sino a través de un grito limpio como el de todo un pueblo que por fin ha podido tomar aliento al aire libre. Después de haber estado encerrado por tiempo indefinido.

La derrota no contaba nada para el técnico visitante Ehab Abu Jazar, que después del encuentro dedicó casi una hora de tiempos a los periodistas expectantes en la sala de prensa. Visiblemente conmovido, pero firme, el técnico medioriental vestía su kefia a través de la cual desprendía su orgullo en aquella que, a partir del sábado, era su casa. “Bilbao y Euskadi no son mi segunda casa, son una de mis casas, como tantas para los palestinos, que estamos en todo el mundo”, diría a continuación el entrenador que ha reconocido que para hacer las convocatorias está obligado a buscar “palestinos de cuarta generación que se han criado en cada rincón del planeta”.
“Jugaremos en nuestra capital, Jerusalén, y jugaremos en todo el mundo libre”, cerró Jazar, la cara más conmovida, vívida y pulsante de la expedición palestina que después de Bilbao tocará Barcelona. El exilio no terminará hoy, pero tanto el técnico como los jugadores y los gazatíes esparcidos por el mundo son convencidos que, más temprano que tarde, ganarán el partido de verdad. El partido de la vida.
Antonio Moschella
Instagram: @nto_mc
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