Ayer por la tarde Javier Mascherano anunció en conferencia de prensa su retiro del fútbol profesional. Símbolo, capitán con o sin cinta y bandera, Mascherano fue uno de nuestros grandes representantes dentro de una cancha. Escribe Santiago Núñez.
La conferencia de prensa, era evidente, le molestaba, por no usar otra frase menos amigable. Las preguntas oscilaban entre el aburrimiento protocolar hasta el siempre presente terreno de “qué pasa” si no ganamos, qué ocurre si lo que nos espera en las tierras de hielo rusas es ese lugar tan común de volver a no ganar. Eso que molesta a aquellos que no entienden que no puede haber 31 fracasos.
En algún momento, no sabemos si de forma intencional o no, el entrevistado decide dejar un título. Logra sintetizar en una frase todo su ser, aunque de manera injusta. Con una combinación de palabras sutil pero corta logra combinar su afán indestructible de jugar con la celeste y blanca con la impronta de siempre bancarse todo, de no tener miedo a la derrota, de ser útil para el acto noble que quizás no tiene alfombras rojas sino el humilde deber de dar todo sin esperar mucho.
-Soy un soldado que va directo a morir

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Era el momento en el que el marcador del reloj se congela en “90:00” y al lado empiezan a contarse los segundos de adición. El partido parejo tenía un tinte ajedrecista, pero siempre en un tablero algún alfil puede escaparse.
El mediocampista la tiró al medio y el enganche casi que tiró una asistencia sin querer, el wing se metió a la carrera entre los centrales que quedaron mal parados ante la dinámica rápida de una jugada distinta.
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Javier Alejandro Mascherano sabía que estaba mintiendo. Si la metáfora de la jerarquía de la tropa es precisa le vale, al menos, el rol de comandante. Pero una vez más, el jefe de todos nosotros se convertía en héroe.
No hay forma de describir al ex (qué feo suena) jugador de River y Estudiantes sin pensar su relación con la derrota. Desde el punto de vista del “palmarés”, por supuesto, tal relación no sólo es injusta sino más bien ridícula: Mascherano ganó un campeonato argentino, uno brasilero, 5 Ligas de España, 2 Champions League, 2 Mundiales de Clubes, 2 Medallas de Oro en JJOO (con el récord de ser hoy mismo el único deportista rioplatense con vida en ostentar tal logro).
A su vez, no solamente brilló en River y en la selección sino también en grandes de Europa como Liverpool y Barcelona, lugar al que le dijeron, apenas llegó, que iba a ser suplente y terminó jugando 334 partidos, lo que lo coloca en el tercer puesto del ranking titulado “jugadores extranjeros con más presencias en el equipo catalán”. Es, a su vez, con 147 partidos el jugador con más presencias en la selección argentina, lugar en el que jugó cuatro mundiales y disputó una final del mundo.
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Sabía que el 2 y el 6 habían quedado fuera de juego. Comprendía de igual forma que no podía ser gol y que el holandés se iba mano a mano con el arquero. Por eso lo empezó a correr, en el pique más rápido de su vida.
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El problema no es lo que ganó sino lo que perdió, pero no por los injustos epítetos indescriptibles sino por lo que él sufrió: nadie más que Mascherano hubiera querido ganar un título con la selección mayor. Por eso dijo que el malestar nos duraría “toda la vida” en pleno Maracaná, por eso miró con la tristeza de aquel que no puede entender cómo el destino se le escapa de las manos el trofeo de la Copa América mientras bajaba del podio rápido con su medalla de plata en el Monumental de Santiago, por eso alguna vez tuvo el atrevimiento de decir “quizás el problema soy yo” también en el marco del torneo continental en Chile, por eso no dijo nada cuando en Estados Unidos ya nadie entendía. “No tuve la fortuna de esa gente que gana desde que se levanta hasta que se va a dormir”, ironizó un día.
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Tenía la convicción en la cabeza y el talento defensivo en los pies. Entendía que era todo o nada y no estaba dispuesto a quedar afuera luego de tanto esfuerzo. Por eso, con una zancada épica, casi poética, el jefe saltó al abismo de la eternidad con cuarenta millones de personas al tirarse a los pies de Arjen Robben para evitar que Holanda pase a la final de la Copa del Mundo.

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El “Jefecito” (apodo que tuvo por ser el primer reemplazante de Leonardo Astrada en River) fue el autor futbolístico, anímico y psicológico de una selección que podía pelear por ser la mejor de la historia si no fuera porque cometió el pecado de no hacer un gol en un partido en el que superó a Alemania. Nadie más que él entiende lo que es no ganar. “Jugué este partido 24 años”, dijo antes de los Cuartos con Bélgica, entendiendo que él éramos todos.
Comprendía, como ninguno, su lugar en el mundo. Incluso lo menospreciaba. Una noche de Tokio no saludó a la gente de River pero no por olvidarse de sus inicios, sino por respeto a los jugadores del equipo de Gallardo. Él sabía que no era ídolo como si eran los que llevaron a River a la cima del mundo.
Incluso, entendía que ni competía contra jugadores que no tuvieron tanta gloria pero que volvieron a sacar a River del descenso, como Fernando Cavenaghi o el “Chori” Domínguez. Una vez, cuando le preguntaron si pensaba volver a River, respondió que como mediocampista River ya tenía a un ídolo de la casa, (en alusión a Leo Ponzio) y que entonces no podía postularse para eso. Tenía razón.
Mascherano (capitán con o sin cinta) no le hizo goles a Holanda, no gambeteó ingleses, no le atajó penales a Italia, no gambeteó a Taffarel, no ganó ni una sola Copa América. Aun así se va el tipo que nos hizo creer que podíamos ser todo, simplemente esforzándonos un poco más. El que nos enseñó que para aprender a ganar antes hay que saber cómo es la derrota, que funciona como el precio (justo e injusto) hasta alcanzar los objetivos. El que nos mostró que la transpiración en la camiseta era lo que nos hacía grandes, incluso no siendo tan grandes.
El comandante que se creía soldado nos explicó, posiblemente sin quererlo, que ganar no es un resultado sino el espíritu de dejar la vida por lograrlo. Y que si no se puede no hay que hablar, solo luchar y volver a intentarlo. Y así hasta la victoria.
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Javier Mascherano nació un día de junio de 1984 en San Lorenzo, provincia de Santa Fé. En esa misma ciudad, 171 años antes, cuenta la leyenda que un soldado saltó para salvar al General San Martín. Eso es Mascherano. Soldado y héroe.
Santiago Núñez