Hace 40 años Maradona jugaba por primera vez en Guatemala, fue un amistoso Boca-Comunicaciones. Cuatro años después, un niño guatemalteco entendería de la lucha de los pueblos latinoamericanos al verlo dejar ingleses en el camino, en pleno estadio Azteca. Escribe Julio Enrique Morales Can.
Allá por 1960, en la villa de Fiorito, un barrio marginal de Argentina, vino al mundo un niño de los que allá llaman morochos. Era un petiso pobre al que no le gustaba la escuela, uno más, para los medios podría ser un potencial delincuente o drogadicto sin ningún futuro, hasta que un día un tío le regaló una pelota con la que él aprendió a escribir en la historia.
Sus piernas crecían poco, pero sus sueños creían incontrolablemente, a los 9 años ya era un mago con el esférico. Un día en el potrero, vistiendo la camisola de los humildes, con sus manos en la cintura y un pie sobre la pelota, dijo a un periodista: “Mi primer sueño es jugar en el Mundial, y el segundo es salir campeón”. Uno de sus amigos, uno solidario, buen jugador y sin complejos, fue el que dio la entrada. En una práctica, este amigo le dijo al entrenador: “Profe, en la villa hay un pibe que juega mejor que yo, es más chico, pero es muy bueno. Lo voy a traer mañana”. Al día siguiente, sin dinero se montaron en el colectivo, que sería el tren que lo llevaría a sus sueños.
Y el barrilete cósmico, el niño del barrio, que nació para poblar constelaciones, nos hizo latinoamericanos a todos, cuando teníamos 12 años. Mi Diego, el Diego de la gente, él que hizo carne la belleza y la fantasía, él que nunca traicionó a los de su origen, le puso una sonrisa a los corazones de todos los niños hijos de las guerras de los 80s. Diego, así de cercano, así de amigo, nos dio sueños, ilusión, patria, dignidad, esperanza, nos dijo: “los pobres, así enlodados, también escribimos en el libro de la historia”.

Fue en la década de los dictadores más brutales, en una tarde soleada con el Popocatepetl de testigo. Diego y nosotros, ataviados con plumas de Tlatoani, nos encontramos con la historia. Nos dimos cita en el Coloso de Santa Ursula, gigante de concreto con capacidad para 85,000 espectadores, construido en el centro del lago Texcoco, sobre la gloria de la gran Tenochtitlán. Yo salté a la cancha con él, grité con él, me llevé a todo el equipo inglés entre las piernas, encaré a Shilton, lo driblé, con la caja interna de mi King Pelé le di la última caricia al balón, lo besé, le dije adiós y le entregué un regalo al universo de los que no tienen casa. Ahora cuando veo su cara celebrando en la pantalla, siento que Diego me decía: “Yo (así con mayúscula, así como se escribe el nombre de D10S), Yo creo en vos niño latinoamericano”.

Él le dedicó ese gol a su mamá, pero yo sentí que nos lo dedicó a los niños que “chamusqueábamos” en la calle, a los que soñábamos con llevar a Guatemala al mundial, con darle una alegría al pueblo.
Diego se lo dedicó al “Campeón”, que para ganarse el pan y la escuela, repartía tortillas y para jugar unos minutos dejaba su trabajo a un lado de nuestro estadio de asfalto, aún sabiendo que al volver, le darían una golpiza por vago, por desobligado, por atreverse a ser niño. Se lo dedicó al “Tata”, al que un marero le llevó la muerte cuando tenía 15 años. A Nahamán, que sobrio jugaba como los dioses, pero con su bolsa de pegamento se quitaba el hambre, hasta que un día un policía le embarró la cara con ese pegamento y le quitó la vida. A Camey, que dejó la pelota para irse al Norte y mandar dinero para la comida de los de su sangre. Al “Cíclope”, que a sus 13 ya hacía de papá y mamá de sus tres hermanos. A “Chelo”, que jugaba y vivía descalzo, y celebraba sus goles con un gesto seco, sin sonrisa, apretando los labios y sus brazos en alto. A la Lety, que a sus 8 años el trabajo ya la había amargado y con ceño fruncido le daba pacha a su hermanito mientras nos veía jugar.

Ese es mi Diego, el que con ese gol nos hizo creer en nosotros, como nadie lo hizo antes y como nadie lo hará jamás. Ese gol fue la primavera sacándose el invierno, las piernas de Diego eran las primeras hojas de los árboles desafiando al frio. Su gesto de dolor, eran los primeros rayos de sol derritiendo la nieve que se resistía a retirarse. Esa carpeta verde se convertía en pradera multicolor y las flores reventaban a su paso. Tras el gesto de dolor, se crecía la sonrisa y la esperanza. Los ingleses, uno tras otro, iban quedando tirados en el campo. Nosotros colgados del televisor, creciendo con él y con el continente de los humillados.
Toda la eternidad fueron esos treinta segundos. Sus ojos y los nuestros, de tan abiertos, se tragaban la historia del dolor, mientras la pelota pegada a su pie izquierdo iniciaba su recorrido, como el alumno que deja al maestro y busca su lugar en la historia del mundo. Lugar que desde el inicio de los tiempos estaba en el rincón derecho de la red del imperio británico. Todos estallamos, las estrellas madres parieron a marchas forzadas constelaciones nuevas.
El mundo, que había detenido su marcha para evitar que Diego perdiera el equilibrio en su último regate, empezó a rotar nuevamente para alcanzar el tiempo perdido. A nosotros no nos alcanzó el cuarto que alquilaban los cuatro colochos huérfanos, cuya madre enviaba cada mes el giro desde los USA. Tuvimos que salir a la calle a celebrar, a abrazarnos y allí estaba toda la cuadra celebrando con la pelota. Para nosotros la alegría era incontenible. En los adultos había lágrimas que los niños no entendíamos. Ellos sabían de las dictaduras, de los desaparecidos, de los vuelos de la muerte, de La Noche de los Lápices, de las Malvinas.

El cielo por su parte nos regaló una lluvia con sol. Ahora que soy adulto, que sabe del Plan Cóndor y que también celebra con lágrimas, entiendo que ese cielo que miraba el sufrimiento y esperaba a Diego, también lloraba de alegría.
Julio Enrique Morales Can
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Precioso relato, se siente que está contado con la honestidad, la memoria y el corazón de un niño que ya creció.
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