Julián Scher*
Varias veces me lo pregunté. ¿Hubiera festejado? ¿Hubiera puteado? ¿Hubiera denunciado? ¿Hubiera tragado mierda? Nunca encontré una respuesta que me cerrara del todo. A la distancia, las cosas suelen ser más cómodas porque, de verdad, está en juego sólo la conciencia. Dicho de otro modo: no hay manera de volver el tiempo hacia atrás, uno no estuvo donde no estuvo y las especulaciones contrafácticas se acaban cuando uno quiere que se acaben. Sin embargo, desde siempre, desde que me explicaron que el fútbol es una magia que justifica soportar las basuras que tan a menudo buscan apropiárselo, el Mundial 78 se las arregló para incomodarme. Y lo sigue haciendo en estos días de aniversarios redondos que invitan a la reflexión.
La incomodidad es esa sensación de no poder ubicar alguna porción de la realidad en el arco del bien o del mal. La incomodidad es ese hilo contradictorio que nos recorre y que nos molesta porque vuelve complejo lo que nos gustaría que fuera simple. Sería más sencillo poder sentenciar que estuvo bien alegrarse o que estuvo mal boicotear o que el fútbol sólo funcionó como un opio o que los militares fueron los únicos ganadores o lo que sea. Sería más sencillo pero también más torpe porque las personas, el fútbol, la sociedad y la vida solemos funcionar de forma menos coherente que las teorías que intentan explicar a las personas, al fútbol, a la sociedad y a la vida.
Jorge Caffatti está desaparecido desde el 19 de septiembre de 1978. Es uno de los 30.000 y yo aprendí desde chiquito que la memoria de los 30.000 es una garantía indispensable para que el futuro sea mejor que el presente. Caffatti, de Racing como su papá, de Racing como yo, militó en las filas del peronismo desde adolescente y nunca dudó de que el fútbol ocupaba un sitio importante en el corazón de la gente. Por eso decidió, pese a que sabía que la dictadura secuestraba, torturaba y mataba a sus compañeros, ir a la Bombonera a ver la gira previa de la Selección de la mano de su ahijada. Tampoco creyó estar colaborando con el régimen asesino al ir a ver algunos de los partidos que el equipo dirigido por César Luis Menotti disputó en el Monumental. Y, además, pensó que era correcto que la gente, ahogada por las múltiples plataformas de terror desplegadas por el genocidio, encontrara un respiro en los festejos por el título mundial. Quizás, esta historia podría resolver la contradicción. Quizás. Pero no alcanza.
Tota Guede se transformó en madre de Plaza de Mayo no porque quisiera sino porque el 7 de octubre de 1976 fueron secuestrados en una esquina de Wilde, partido de Avellaneda, Héctor Guede, su hijo, y Dante Guede, su marido. Lo suyo nunca había sido ni la política ni el fútbol. Dante era de Racing y Héctor, de Independiente. Ella, de ninguno de los dos. O de ambos, con tal de que no discutieran. La desesperación por desconocer el paradero de sus seres queridos y la desesperación por tratar de sobrevivir junto a sus otros dos hijos hizo que le prestara todavía menos atención al fútbol. Y, por supuesto, que no quisiera saber nada con un torneo al que Jorge Rafael Videla y compañía querían utilizar como pantalla para esconder la industria del horror edificada bajo el paraguas del imperialismo estadounidense. Así que Tota ni miró los partidos de la gira previa en la Bombonera ni se entusiasmó con el debut auspicioso ante Francia ni festejó con locura los goles de Mario Alberto Kempes. No podía alegrarse por eso. Quizás, desde otra óptica, esta historia podría resolver la contradicción. Quizás. Pero no alcanza.
Ángel Cappa siempre soñó con ser futbolista. En los potreros de Bahía Blanca, aprendió que los goles son una excusa para abrazarse con los otros y que a los otros no se los deja nunca tirados. Así llegó a la filosofía y así llegó a la militancia. El golpe de Estado lo obligó a exiliarse en España y el Mundial lo encontró a mitad de camino entre las actividades para denunciar la sistemática violación a los Derechos Humanos en la Argentina y el deseo de que al conjunto de Menotti, a quien consideraba un maestro, le fuera de maravillas. Así que gritó los goles tanto como pudo y escrachó a la dictadura tanto como pudo. Dijo, dice y –seguramente- dirá que hizo lo que sintió en todo momento y que le parece lógico haber actuado como actuó. Quizás, desde la perspectiva de un exiliado que devino en entrenador en la alta competencia de este deporte, esta historia podría resolver la contradicción. Quizás. Pero no alcanza.
Y no alcanza porque cualquiera entiende qué significa ganar un mundial para quienes vibran con el fútbol y porque cualquier entiende también qué significa soportar un genocidio para quienes no son hijos de puta. Así que el Mundial 78, con los relatos sobre las atajadas de Ubaldo Matildo Fillol y con los relatos de los sobrevivientes a ese emblema de la represión que fue la ESMA, está condenado a navegar entre incomodidades. En una de esas, esa incomodidad perpetua puede ser lo mejor que nos ocurra porque nos obligará a esbozar, una y otra vez, esas preguntas a las que nos sigue costando encontrarles respuesta.
*Escribió Los desaparecidos de Racing a partir de , por lo menos, dos formaciones académicas. La de las aulas: es sociólogo (UBA-2013) y completó la Maestría en Ciencia Política y Sociología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), cuya tesis final está desarrollando; y la de las canchas: como jugador aficionado, observador consecuente de fútbol y, muy especialmente, como hincha de Racing, La Academia.
Esta convergendia dio por resultado sus investigaciones sobre los vínculos entre deporte, política, sociedad y derechos humanos.
Los desaparecidos de Racing es su primer libro.