En mayo de 2014 Riquelme jugaba su último partido con la camiseta de Boca contra Lanús. Contra lo que muchos decían, Román fue la figura esa noche de lluvia. Escribe Juan Stanisci, quién ese día cumplía años.

Cumplir años un domingo resuelve muchas cosas. El problema es al día siguiente. Más que nada si ese día siguiente llueve. Y hace frío. Cumplir años es un hecho al que uno se va a acostumbrando. Lo que es imposible de tomar con naturalidad es que el día de tu cumpleaños sea el último de Riquelme con la camiseta de Boca.

El domingo once de mayo de 2014 amaneció nublado y amenazando. Se notaba que el invierno estaba cada vez más cerca. Lo que no sabía era qué tipo de invierno era el que se acercaba. No uno normal con viento, bajas temperaturas, calefactores prendidos y algunas lluvias. Ese no es tan grave. El invierno que se nos venía encima era el de Boca post Riquelme.

Por esos años vivía en Caseros. A cuarenta y cinco minutos de tren y quince o veinte de colectivo de la Bombonera. Y eso es mucho para alguien que siempre duda antes de salir a la calle. Confieso no ser el mejor de los hinchas. Mucho menos que eso. Confieso no ser siquiera uno aceptable. Porque el hincha, el de verdad, no duda a la hora salir a la lluvia, al frío, a los viajes largos, a la hora de ver a su equipo. Yo siempre dudo. Pero esa tarde era diferente.

A medida que las gotas caían por el cuadro del vidrio del San Martín, me llegaban imágenes del pasado. El 10 de noviembre que Román debutó contra Unión mi viejo me llevó a la cancha. En ese momento la distancia era de dos cuadras. Tenía cuatro años. ¿Cómo puede ser que no me acuerde nada de esa tarde? ¿Habré aplaudido a Riquelme, gritado su nombre o estaría jugando con los autitos en una platea vacía? Algunos viajes mentales sirven para acortar distancias largas en tren. Mientras volaba hacia el inicio de todo, ya asomaba Retiro de fondo como el final del recorrido.

Llegué tarde como nunca a la Bombonera. No importa el partido, siempre trato de llegar por lo menos una hora antes a la cancha, cosa de elegir lugar. No tuve en cuenta que el posible último partido de Riquelme en Boca convocaría a mucha más gente. Tampoco los operativos que se realizaban por aquellos años: estaban destinados a terminar con la paciencia de los y las hinchas para que la policía pudiera mostrar la dureza de sus palos y la efectividad de sus golpes.

La fila daba la vuelta a la manzana. Caminé pero no encontré a nadie conocido. Y claro, faltaban menos de cuarenta minutos para el arranque del partido. Empecé a hacerme a la idea de que lo iba a ver por televisión. La fila avanzaba tan rápido como las gotas que caían sin ganas de una nube de domingo. Primero se escuchó la ovación de la gente con la salida del arquero. Después la voz del estadio nombrando a los once muchachos que vivirían, algunos sin merecerlo, una noche histórica.

Llegamos despacito a Brandsen, la calle del ingreso. Todavía faltaba: un embudo, un cacheo y dos controles para poder pisar el primer escalón. De la cancha llegaba el ruido de un partido que comienza. La gente se levantaba de las plateas, en la popular saltaban pechando a la lluvia y en los palcos hacían lo que hace la gente en los palcos. Nosotros y nosotras en la fila esperando que al policía de turno se le ocurra dar la orden para que avancemos, mientras un tipo con la 10 en la espalda daba su última arenga antes de subir las escaleras que lo lleven al patio de su casa.

“Dale que arranca, che.” A una cuadra del embudo policial, la paciencia de quienes queremos entrar está al borde de romperse. De La Bombonera llegan los cantos que indican que el equipo ya está en la cancha. Pero seguimos ahí, detenidos en el tiempo, el frío y la lluvia. A pesar de los esfuerzos de La Doce, se escuchan con claridad dos gritos coordinados entre los privilegiados y las privilegiadas que ya entraron: “Riqueeelme, riqueeeelme” “Ole le, ola la / Riquelme es de Boca / de Boca no se va”. Nos movemos de a poco. De la cancha llega un grito de gol. Gritamos por inercia, pero alguien dice que no, que el partido sigue cero a cero.

Por fin la fila avanza. Parecemos agua cayendo de una canilla mal cerrada. Viene el embudo. Nadie mira los carnets. El cacheo se parece más a una caricia. Primer control. Somos cientos trotando hasta la el segundo lugar dónde deberíamos mostrar el carnet, pero no lo hacemos, para luego apoyarlo por última vez antes de empezar el trote de las escaleras a lo Rocky.

Más de una vez me acalambré trotando en las escaleras de La Bombonera. Pero esa tarde transformada en noche no sentía las piernas.

El frío, la lluvia, las pocas horas dormidas, la fila, el viaje, valieron la pena cuando Román aguantó la pelota de espalda contra el marciano Ortiz, mientras el mediocampista de Lanús lo agarraba tratando de moverlo. El árbitro cobro faul y Román hizo algo que nunca había hecho. No sería la única acción realizada por primera vez en la Bombonera por Román en esa noche. Quizás eran los nervios. Los gigantes como Riquelme también deben sentir cosas en un partido así. Cuando el árbitro marca la falta, Riquelme se agacha, agarra la pelota y se la ofrece al jugador de Lanús que lo había camiseteado. Como diciendo: “Tomá ¿La querés? Es redonda, fijate.” Riquelme pudo tener muchas características, vender humo no es una de ellas.

Un millón doscientos mil cartelitos, banderas grandes y banderas chicas se mojaron aquella noche mientras presenciaban las últimas pinceladas de Román en el patio de su casa. No faltaron pisadas, amagues, gambetas, asistencias y hasta un caño sin tocar la pelota al Cali Izquierdoz. A cada jugada toda la cancha, menos La Doce, repetía: “Riquelme es de Boca, de Boca no se va.”

Román salió faltando pocos minutos. Un mimo de parte de Carlos Bianchi. Cuando terminó el partido, se vio otra imagen inédita de parte de Román. Como sabiendo que ya no habría otro partido, que la todavía posible renovación del contrato iba a terminar en nada, se dedicó a recorrer la cancha revoleando la remera como un ventilador. Ni en las noches de campeonatos ganados, Román había hecho algo así.

Habían pasado casi dieciocho años. No debe haber muchos jugadores que debuten en primera con una ovación y se vayan de esa misma cancha 206 partidos después con la misma hinchada rendida a sus pies. La tarde de su debut contra Unión, Román mostró todo su repertorio. Jugó como si lo hubiera hecho desde hacía muchos años en primera. Habilitó al Negro Cáseres, la pisó, la guardó y llevó los hilos del partido. Durante todo el partido La Bombonera gritó su nombre. Cuando Riquelme debutó en la primera de Boca 10 de noviembre de 1996, el dólar valía lo mismo que el peso, Boca tenía tres copas libertadores, Maradona era jugador profesional, hacía un día que Mike Tyson había mordido la oreja de Evander Holyfield y faltaban cinco días para el estreno mundial de Space Jam. Dieciocho años más tarde, ni Tyson, ni Maradona, ni Boca, ni Buggs Bunny, ni Jordan, ni el peso argentino eran los mismos, pero Riquelme volvió a ser figura del partido y a irse del estadio con su nombre tronando y retumbando contra las tribunas.

Juan Stanisci

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