El 10 de noviembre de 2001, Diego Maradona se despedía del fútbol. En el mismo estadio donde había debutado con la selección 24 años antes. Yo me equivoqué y pagué pero la pelota no se mancha. El superhéroe colgaba la capa en un país al borde del abismo. Escribe Juan Stanisci.

Limpiando las cenizas de nuestro breve carnaval

Noviembre de 2001. Un peso un dólar. Los sorteos en televisión prometían un millón de dólares y entregaban moneda argentina. Total, era lo mismo. La convertibilidad una sombra ya pronto sería. La Corte Suprema debía fallar sobre la constitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. El gobierno de la Alianza y su flamante superministro, Domingo Cavallo, intentaban acuerdos con el Fondo Monetario Internacional para no devaluar y conseguir nuevos plazos de pago. En televisión, Popstars, transmitido por Azul Televisión, hoy Canal 9, y Videomatch superaban los veinte puntos de rating.

Hacía dos meses el siglo XX había terminado. Fue cuando la red Al Qaeda secuestró aviones para incrustarlos en las Torres Gemelas. Desde entonces terrorismo, ántrax, Bin Laden, Afganistán y atentado, eran palabras que se escuchaban todos los días.

Entre tanto ruido Argentina se quedaba sin superhéroes. Como si supieran lo que estaba por venir. O al revés, lo que estaba por venir hubiera sido consecuencia de lo que estaba sucediendo.

Ocho días de diferencia. El 2 de noviembre Patricio Rey y sus redonditos de ricota suspendieron su recital en la cancha de Unión de Santa Fe. “Patricio Rey cree que no es el momento, que no hay ánimos para fiestas”, decía el comunicado difundido en los medios de comunicación. Los Redondos no volverían a tocar juntos.

El 10 de noviembre, en cambio, hubo una fiesta. Una fiesta dulce y melancólica. Triste como reír llorando. La Bombonera se llenó para homenajear al ídolo más grande que dieron estos pagos. Fue la tarde donde Riquelme enfrentó a la Selección Argentina de Bielsa, Lothar Matthäus, Hristo Stoichkov, Carlos Valderrama, Enzo Francescoli, Davor Suker y Eric Cantoná compartieron equipo y Diego vistió por última vez la camiseta argentina en un estadio lleno. “Que no se acabe nunca esta fiesta. Que no se termine nunca el amor que me tienen”.

Años antes los había unido la tragedia: el 26 de abril de 1991 Walter Bulacio era asesinado después de un recital de Patricio Rey y Diego era detenido en un departamento en Caballito por tenencia de drogas. El jardín de los senderos ricoteros y maradonianos se bifurcaron. Sus finales fueron como un reflejo. Como una metáfora de la Argentina del nuevo siglo. Ese país casi a punto de estallar. Desamparado. Sin gambetas ni misas ricoteras. Entre el mensaje de la Negra Poli sobre el show en Santa Fe y el anuncio de Cavallo del corralito hubo un mes exacto. Entre la despedida/homenaje de Diego y el estallido final del 19 de diciembre, 39 lunas. Un triste y solitario final, ya sin los dos símbolos más populares de la vuelta de la democracia.

Esperé tanto este partido

–Estoy viendo la cancha vacía. Vamos a ver si ganan los malaleche que decían que por la situación del país la cancha no se iba a llenar. 

Preocupado, Diego mira la previa a su partido homenaje desde una habitación en el octavo piso del Hotel Hilton en Puerto Madero. De fondo, sobre la cama, una máscara de Bin Laden. “Está casi llena”, le responde un periodista. “No tanto”, lo corta Maradona. Aunque parezca irreal, insólito e imposible, Diego tiene miedo de que la cancha no se llene. En el fondo, Diego tiene miedo de que la llama se haya apagado un poco. O más que un poco.

Menos de dos años antes había sucedido lo de Punta del Este. “Se piantó de los muertos”, cantaría Alorsa con la Guardia Hereje. Fidel Castro lo llamó para invitarlo a recuperarse en Cuba. Diego viajó a la Isla para rehabilitarse. Serían varios años con el Caribe como hogar y Argentina como lugar de visita. Dalma, Gianinna y Claudia se quedaron.

Estando en Cuba, grabó la publicidad para su partido homenaje con el mar Caribe de fondo y una pelota detenida sobre su frente. Se anunciaba a Roberto Carlos, Rivaldo y Marcelo Salas. Ninguno de los tres llegó. No era fácil traer jugadores en plena competencia. En cambio, en los días previos al 10 de noviembre, el hall del Hotel se llenó de figuras contemporáneas a Diego. Higuita, Valderrama, Francescoli, Platini, Ciro Ferrara, Eric Cantoná, Davor Suker, Hristo Stoichkov, Lothar Matthäus, El Pato Aguilera, Iván Ramiro Córdoba, Óscar Córdoba, Carlos Gamarra, Jorge Bermúdez, Nolberto Solano, Álvaro Recoba, Paolo Montero y Fabián Carini, deambulaban por los pasillos del Hilton a la espera del partido.

Diego llegó cuatro días antes. Casi no salía de su habitación, entrenaba por las noches en el gimnasio del hotel. Hablaba con algunos de sus invitados en los pasillos o por teléfono. Trataba de evitar a los medios de comunicación. Le molestaba que le hablaran de despedida y no de homenaje. O que le preguntaran por su estado físico. O que le dijeran que las entradas no se vendían.

El viernes 9 la Selección Argentina, dirigida por Bielsa, ya clasificada al mundial de Corea Japón 2002, lo esperó para concentrar juntos. Diego prefirió seguir en su habitación. A la distancia suena extraño, pero Maradona no estaba seguro de poder llenar él solo La Bombonera.

Antes de salir rumbo a su destino final con botines, habla con la transmisión oficial del canal América. Mariano Closs le pregunta cómo se siente a los 42 años para la despedida. Error. “Me extraña de vos que sos un profesional serio que me hables de despedida y que tengo 42 años”. Diego tenía 41 recién cumplidos. Tuvo que aparecer Niembro para salvar al relator del mal momento. Para despedirse, lo conectaron con Dalma.

–Hola, pa, ¿cómo estás?

–Acá andamos, mami.

–Te estamos esperando porque vamos a entrar con vos, eh.

Silencio.

–A la pelota.

Diego se ríe. Mira para un costado. Intenta no emocionarse tan temprano.

En la casa de Diego y el templo de Román

En el hall del Hotel Hilton, María Esther Duffau, más conocida como La Raulito, increpa a Hristo Stoichkov. Le reclama que Riquelme no se vaya al Barcelona. “¡A mí qué me dices, mujer! Yo jugué en el Barca, pero no soy el presidente”, le responde el búlgaro. Román sería, después de Diego, el futbolista más nombrado antes, durante y después del partido.

El homenaje va por la mitad del segundo tiempo. Mejoró el ritmo del primero, pero sigue faltando algo: Diego no hizo goles. Sí dio dos pases-gol, uno al Piojo López y otro a Pablo Aimar. Del otro lado, en el Equipo de las Estrellas, Jorge Bermúdez y Carlos Gamarra, los defensores centrales, sacan todo lo que pasa cerca. Julio Cruz recibe la pelota sobre el vértice izquierdo del área que da a La Doce. El Patrón Bermúdez lo sale a cruzar. Cruz se tira. No es nada. Pero el árbitro, una vez justo en la injusticia, marca el centro del área.

René Higuita se le acerca. En otro momento intentaría distraerlo y desconcentrarlo. Ahora lo quiere convencer de que le pegue al palo derecho. Diego lo saca con un cachetazo cariñoso. “Tiralo ahí que yo voy para el otro lado”, le repite Higuita. Diego sigue sin creerlo. “Confiá en mí que esta es tu fiesta”, le pide.

Diego hace el gol y se abraza con Higuita. Lo levantan en andas por primera vez en la tarde. Se acerca a la tribuna donde está La 12 y se saca la camiseta de la selección. Abajo tiene una de Boca. Tiene el número 10, solo que debajo dice Román. En el banco de suplentes de la Selección Argentina está Marcelo Bielsa, que por distintos motivos ha decidido no citar a Riquelme. La gente que llenó la Bombonera utiliza los momentos donde no cantan por Maradona para pedir por el 10 de Boca. “Para Riquelme, la Selección”. Chiflidos para Bielsa cuando es nombrado. Aplausos cada vez que Román toca la pelota. Incluso un grito de “Riquelme, Riquelme” cuando Aimar hace un gol. En ese momento Diego muestra esa camiseta.

Ninguno de los dos sabe lo que pasará siete años después. No saben nada de renuncias ni de “si estás vacío, llenate”. Son Román y Diego. Los que hablaron emocionados en el Morumbí cuando Boca volvió a ganar la Libertadores y Riquelme invitó a Maradona al vestuario. Son los que se abrazaron en el Monumental cuando uno salió para que entre el otro.

Diego lo busca cada vez que puede. Antes de arrancar el partido lo abraza y lo levanta. Después, durante un córner para el Equipo de las Estrellas, lo va a buscar a la medialuna del área. Se olvidan de jugar. Diego le da un beso y se vuelven a abrazar. Se ríen. Disfrutan.

Bianchi había pedido que Román solo jugara los primeros 45 minutos. Al día siguiente, Boca enfrentaría a Estudiantes con él de titular, que jugaría 84 minutos y haría dos goles. Pero, todavía en el homenaje a Diego, Toti Pasman (sí, Toti Pasman), uno de los periodistas en el campo de juego, se acerca a Román para preguntarle sus “sensaciones”.

–Para mí es un sueño estar en este partido. Y bueno, esperemos que Maradona la esté pasando muy bien y toda su familia también.

–Diego dijo, cuando terminó el primer tiempo, que Bielsa y todos se den cuenta de que este es el Templo de Román, así describió Diego a La Bombonera –le dice Pasman.

–No, yo creo que es la Casa de Diego.

Maradona es más grande, es más grande que Pelé

Edson Arantes saluda a la gente que lo nombra. Entiende castellano, pero quizás en la multitud que canta se le pierde algún detalle. Como, por ejemplo, que los brasileros están amargados. O que Maradona es más grande que Pelé. Como diría Diego sobre Bush cuatro años más tarde, O Rei es un hombre que saluda a la nada. Igualmente, no es el único que rompe el clima de fiesta para recibir chiflidos e insultos. Comparte el podio con Grondona, pero principalmente con Mauricio Macri, por entonces presidente de Boca.

Las eliminatorias sudamericanas estaban llegando a su fin y Argentina ya estaba clasificada. Brasil, en cambio, todavía no había asegurado su participación en Corea-Japón 2002. La Verdeamarela venía de perder con Bolivia, aunque la realidad de los números decía que ganando la última fecha contra Venezuela de local entraría tercera.

En el entretiempo del partido, Fernando Niembro y Mariano Closs entrevistan a Pelé. El comentarista se sube al carro de la Selección de Bielsa y se anima a chicanear al brasileño con la posibilidad de que Brasil no entrara al Mundial. Claro, Argentina desfilaba. Niembro estuvo todo el partido describiendo la fluidez de los movimientos en el equipo. Incluso cuando Closs quiso hablar del caso Riquelme, Niembro opinó que la decisión de Bielsa era acertada.

Los treinta y tres minutos que duró el entretiempo les permitieron hacerle una entrevista larga a Pelé. Entonces llega la pregunta obvia.

–¿Con qué selección se queda hoy con vistas al mundial? –le pregunta Closs.

–Si el Mundial fuera hoy, con Argentina y Francia –respondió Pelé.

Con el diario del lunes: Brasil no solo clasificó al mundial, sino que fue campeona del mundo; Argentina y Francia, por otro lado, quedaron afuera en primera ronda.

Que no se termine nunca esta fiesta

A los 34 minutos, Eric Cantoná baja la pelota y se mete en el área. Le rompe el arco a Wilfredo Caballero pero a nadie le importa. Detrás del otro arco hay un concierto de fuegos artificiales y cañitas voladoras. Diego ya no arenga a la gente ni mueve los dedos como un director de orquesta. Ahora se concentra en no quebrarse. No es el único. Miles de hombres y mujeres intentan mantener las lágrimas dentro de sus ojos. Pero será imposible. Ahora y dentro de unos minutos cuando el 10 esté arriba del escenario.

Los fuegos artificiales parecen infinitos. Fuegos artificiales de arena, los llamaría Borges. La ovación no para. Olivetto, el tercer árbitro en dirigir el partido, le pregunta a Diego si quiere seguir. Los jugadores creen que ya está. Que se terminó a los treinta y cinco minutos. Pero Maradona, como si estuviera en Fiorito y Doña Tota lo llamara para ir a cenar, pide un rato más. No quiere que la fiesta se termine.

El 10 abandona las lágrimas y vuelve a disfrutar. “Reír y llorar. Llorar y reír. Esa es la vida”, le dirá a Pablo Llonto al día siguiente. Los relatores se preguntan cuánto más durará el partido. A Placente se le va la pelota. Diego le dice a Olivetto que es córner, el árbitro obedece. En su silbato acecha el final del partido. Maradona camina despacio hasta el córner. No solo porque está cansado, parece querer saborear todas las ovaciones. Juega corto con el Kily González. El rosarino le devuelve la pelota. Ahora sí el partido está por terminar. El Kily vuelve a recibir dentro del área, Bermúdez le roba la pelota sin tocarlo, pero Olivetto cobra penal. “¿Fue gol de Diego? ¿La fiesta terminó espectacular? Entonces fue penal. Y cada repetición que vean será más penal todavía”, dirá Olivetto ante la pregunta de los periodistas un rato después.

Higuita vuelve a acercarse y esta vez Diego le cree. Otra vez al palo derecho del colombiano. Otra vez gol. Pero esta vez, la fiesta había terminado.

Un número 10 que alguna vez les arrancó una sonrisa

“Vale diez palos verdes, se llama Maradona”. La Bombonera, llena en su mayoría por hinchas de Boca, desempolva viejos hits de la década del 80. Por si queda alguna duda, cuando un sector grita: “Argentina, Argentina”, la otra parte responde “Mandarina Mandarina Mandarina / somos todos argentinos / pero no somos gallinas”. Quienes hayan nacido después de la década del 90 seguramente no sepan que en algún momento se usó esa fruta otoñal en una canción de cancha. O que “lo quería Barcelona / lo quería River Plate / Maradona es de Boca / porque gallina no es”. El homenaje a Diego también parece un canto a la nostalgia de un fútbol que ya se fue.

Luego de abrazarse con sus compañeros y rivales. De buscar a Bielsa y a Bonini para agradecerles. De gambetear una nota con la televisión. De tirar decenas de pelotas a la tribuna. Diego se acerca a un pequeño escenario que mira a las plateas. Se sienta sobre las tablas, gira 180 grados, apoya una mano y se para. Disfruta como un nene y se sube al escenario como un nene. Se acerca al primer micrófono. Está apagado.

“Maradooo, Maradooo”, el canto de los hinchas parece el susurro de un huracán. “Cuando yo se lo contaba no era creíble. Pero ahora el mundo ve lo que es la hinchada de Boca y los argentinos. La pasión que tienen por el fútbol. Y la pasión que, gracias a Dios, tienen por un número 10 que alguna vez les arrancó una sonrisa”. La gente magnetizada lo escucha en silencio. “Yo la verdad no tengo con qué pagarles. Yo traté de ser feliz jugando al fútbol y hacerlos felices a todos ustedes. Creo que lo logré. Y la verdad que hoy no me lo esperaba porque esto es demasiado. Demasiado para una persona. Demasiado para un jugador de fútbol. Les agradezco con mi corazón”. Los aplausos empiezan a responder a los silencios que va dejando Diego mientras busca palabras en su corazón. “Olé olé olé olé, Diego Diego”.

“Esperé tanto este partido y ya se terminó. Ojalá que no se termine nunca este amor que siento por el fútbol. Y que no termine nunca esta fiesta. Que no termine nunca el amor que me tienen. Les agradezco en nombre de mis hijas. En nombre de mi vieja. En nombre de mi viejo. De Guillermo. Y de todos los jugadores de fútbol del mundo. El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo. Eso no le quepa la menor duda a nadie”. Con timidez vuelven a brotar los aplausos. “Porque se equivoque ,no tiene que pagar el fútbol”. Como si estuviera guionado la ovación va creciendo. “Yo me equivoqué y pagué”. El estadio explota. “Pero…”. Como un tsunami los aplausos se van sobre el hombre que está solo en el escenario. “La pelota no…”. Algo está por romperse. “La pelota no se mancha”. Explota la bomba.

Nadie logra coordinar la canción. Diego se abraza a sí mismo. Está desnudo. Gira despacio mirando a todo el estadio que ahora sí corea su nombre. Lanza un beso al palco donde están Doña Tota y Chitoro. Se abraza como si en ese gesto pudiera abrazarlos a todos y a todas. Se le quiebra la voz. “Quiero agradecerles a todos los jugadores que hoy jugaron y quiero un aplauso grandísimo. A todos los que jugaron hoy al lado mío”. Una lágrima solitaria rueda por su cachete derecho. “Y a los que no vinieron, los sigo respetando como antes, para mí no cambia absolutamente nada”.

Sus hijas se suben al escenario a acompañarlo. Dalma se muerde el labio inferior tratando de abarcar todo con la mirada. “Quiero agradecerle a Bielsa y a Grondona”. Se escuchan algunos chiflidos. “Podemos tener diferencias con Julio, pero yo digo que es el mejor dirigente argentino, porque los otros demuestran ser muy malos”. Los chiflidos se apagan.

“Gracias a este templo del fútbol que es La Bombonera”. Otra vez explotan los aplausos. Vuelven a sonar los bombos. “Muchos caudillos se cagaron en esta cancha. Que decían que jugaban en todas partes del mundo y cuando venían acá iban muchas veces al baño. Por eso no hay cancha como esta. Para disfrutar, para presionar al rival. Por eso le agradezco a Dios que haya creado La Bombonera y que me haya hecho de Boca”. Un rugido en forma de aplausos. “Dale boo / dale boo / dale boca / dale boo”. Diego se suma al canto colectivo. Agita la mano y salta. Un nene de menos de diez años está subido a la punta del alambrado.

“Les pido perdón, pero se me fue”, de las lágrimas a la risa, otra vez. “Diego querido / la Doce está contigo”. “Ya lo sé maestro. Ya lo sé. Yo estoy con todos ustedes a morir”. Se le vuelven a empañar los ojos. “Y por último, quiero dedicarle todas estas emociones juntas a Dalma y a Gianinna que son mis ojos. Son mi alma. Gracias porque esto no lo hicieron por mí, lo hicieron por ellas dos”.

Y va llegando al final: “Buenas tardes. Y que este amor no se termine nunca. Se los pido en nombre de mis hijas y de mi familia. Buenas tardes y gracias. Les debo muchísimo. Los quiero mucho”.

Las tres palabras retumban en el estadio como si estuviera vacío. El superhéroe cuelga la capa. Todos los presentes, empezando por Diego, están un poco más solos. Mientras, el abismo se acerca.

Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci

Texto publicado en el libro Crónicas Maradonianas. Conseguilo acá.

Lástima a nadie, maestro necesita tu ayuda para seguir existiendo:

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