Confesiones de un hincha de River sobre Riquelme. Esta historia comienza con un partido jugado un día como hoy pero de 2008. Un texto de Fuegos de Junio, nuestro segundo libro. Escribe Santiago Núñez.
¿Puede alguien tener todas las características de un “ídolo” y no portar tal título de honor? ¿Es inmoral sincerar la admiración innegable hacia la expresión casi artística de un adversario, colocado habitualmente en la arena de los tiranos y los enemigos jurados? ¿Se puede querer a alguien que sistemáticamente se encargó de pelear hasta las últimas consecuencias para que tu club amado sea derrotado o al menos herido?
La genialidad de Juan Román Riquelme y su relación con River (club por el cual profeso fanatismo) no encuentran y posiblemente no consigan nunca sintetizar una respuesta a semejantes interrogantes. Pero el arte de generar preguntas muchas veces vale por sí mismo. Y confesarse también.

19 de octubre de 2008. Boca nos gana el clásico de manera instantánea, sin necesidad de pitazo final. No importa que haya solo un gol de diferencia, ni que juguemos con uno más, ni que falten varios minutos. Una pelota que baja del cielo como ángel desciende hacia el cuerpo de Román como si éste tuviera un imán. El maestro, sin girar y con un jugador de espaldas, mueve su pierna derecha hacia la izquierda de su cuerpo y mete un taco celestial para que Ricardo “Tito” Noir siga su camino por la banda derecha. La jugada no termina en absolutamente nada pero yo, desde la tribuna más linda del mundo, saco la conclusión de que la derrota es un destino inmodificable. Y no me equivoco.
10 de marzo de 2002.“Y vos que no lo querés poner en el jueguito, San”. Mi viejo, con una sonrisa hermosa, me reprocha que no muestro interés en ubicar a Ricardo Rojas de lateral izquierdo mientras manejo River en el FIFA de la computadora. Todo por el golazo que el Rojas real acaba de hacer. Los dos somos felices porque le pegamos un baile bárbaro a Boca y nos dirigimos al campeonato, que vamos a ver también juntos unos meses después en la tribuna. El River de Ramón deja en el piso al Boca del Maestro Tabárez y gana en la Bombonera luego de 8 años. El monoambiente de la calle Oro es una fiesta porque River es una fiesta. Y un poco, sin saberlo, porque Riquelme está lesionado. Y se nota.

Alguna vez en una Argentina de siglo naciente un tal Hugo Santilli, polémico y provocador, mencionó en calidad de candidato a la presidencia de River que quería tener a Riquelme en sus filas. El hecho en sí mismo no tuvo ni tiene valor, pero aquellas palabras dispararon un debate en el corazón de la antinomia superclásica. Juan Román, jugador de suela, bello andar, paladar negro y epílogo de las filas menottistas, fue un jugador que, para algunos, encajaba más en la historia de River que en la de Boca, que muchas veces hizo de gala de aplaudir a gente como Blas Giunta o Roberto Passucci.
Por supuesto, como todo debate de arena televisiva en tiempos que ya empezaban a ser transmedia, la impronta era exagerada. Siempre hubo buen pie en la ribera que fue de Rojitas o del Diego. Alguna vez la cabellera blonda de Claudio Marangoni con mirada al frente peló el pasto del círculo central de la Bombonera, como también lo hicieron Fernando Gago o Ever Banega. A pesar de eso el cuento estaba, más por falsa afrenta y rigidez cultural que por realidad futbolística. Riquelme mataba el relato y hasta en eso había un problema. Sobre todo teniendo en cuenta que la realidad era y es exactamente opuesta: Román no sólo es bien bostero. Casi que podría afirmar, con la ignorancia del caso, que directamente es Boca. Respira Boca. Juega Boca. Significa Boca.
4 de Mayo de 2008. Riquelme habla mientras camina. El notero lo sigue. Entre todas las frases generales el entrevistador le pregunta si la victoria fue o no fue justa. Riquelme nos dice en la cara que el River de Simeone no pateó al arco.
14 de Mayo de 2011. Erik Lamela hace una falta por impotencia. Perdemos 2 a 0. No hay mucha vuelta que darle. Vamos a seguir perdiendo por más que juguemos tres horas más. Almeyda se le acerca a Román y le pide o reprocha que no exija la amonestación, dado que una cartulina clara deja al crack de River afuera del próximo partido. Riquelme lo mira a Patricio Loustau y le dice: “No lo amonestés que es el mejor que tienen”. El árbitro no hace nada.

Y si había un lugar en donde lo demostraba era en el Superclásico: de 18 partidos contra River solamente perdió 3 por el torneo local, además de ganarle la serie de cuartos de final de la Copa Libertadores 2000. Si uno pone la lupa en esos tres encuentros en los que Román salió derrotado, uno fue en el Apertura 1999 (cuando el “Torero” ya era bueno pero no había levantado trofeos inmensos ni vuelto loco a Makelele). Otro se dio en el 2010, partido en el que Román salió en el entretiempo lesionado, con el partido empatado en cero. Y en el último en 2014, su encuentro final en la tertulia entre los dos más grandes del país, Riquelme hizo un gol prototípico de la perfección y se fue a sentar al banco con el partido en pardas. Que su último baile haya sido como fue resultó casi poético: con su retiro vino el gol de Funes Mori y nuestra vida en los clásicos cambió para siempre en tiempos gallardianos. Es como si Román nos hubiera dicho: “tomá River, te toca”. Los momentos en los que les ganamos con Román como jugador profesional fueron en 2002 (Román lesionado), 2004, 2006, 2007 (Román en Europa). Era claro que a Boca siempre le podíamos ganar. A Riquelme no tanto.
16 de Noviembre de 2010. Somos más que el Boca de Borghi, eso está claro. No dan dos pases seguidos. Se nota que Riquelme está mal. Al segundo tiempo no sale, lo que genera que al unísono gritemos “Riquelme se cagó”. A veces una mentira pequeña hace bien al espíritu.
7 de Octubre de 2007. Ortega brilla. Buonanotte la rompe. Falcao es un león. Como pocas veces he visto desde esta tribuna, Boca no puede. Quiere pero no avanza, se traba. Nosotros somos una máquina. En el entretiempo, desde el lado contrario nos gritan que ganemos la copa y recuerdan no muy gratamente a nuestras madres. Nuestro grito de guerra es indudablemente menos eficaz, pero no por eso poco simpático: “Poné a Riquelme la puta que te parió”.

Mi papá decía que era un pecho frío. Siempre sentí que era un consuelo vago, sin estupor, que intentaba atar la lentitud física de un jugador a una característica negativa, con el simple objetivo de negar las cosas tristes de la realidad y hacernos más felices a través de la viva ignorancia. ¿Cómo va a ser pecho frío un tipo que comanda a un equipo a ganarle al Real Madrid a los 22 años? El Mundial 2006 fue su momento. Nunca sentí tanta desilusión pero a la vez tanta bronca. Riquelme merecía ser el mejor del mundo y el hecho de que no lo haya logrado nos sirvió a nosotros para justificar algunas de sus incapacidades y vanagloriarnos con los jugadores de River que brillaron en la selección (claramente más que los de nuestro clásico rival). ¿Pero cómo Riquelme, nuestro Riquelme, no va a ser campeón del mundo? Que horrible deporte.
Era un poeta de la suela y el verde césped, un tipo que hacía por 90 minutos el mundo más lindo de los que es. Desde sus entrañas como jugador se formó un político brillante, que mezclaba una capacidad respetuosa pero hiriente a la hora de declarar. Ahora el problema es que cada una de esas muestras de belleza se convierten en su contrario. Lo que de un lado es amor y disfrute del otro es odio y dolor. En cada pisada o pase gol con el que Román me deleitó había un nauseabundo proceso de envidia y derrota.

30 de marzo de 2014. El gol se hace antes de que la pelota entre. Ya con la mirada resignada de Marcelo Barovero se observa como el tanto es tan irreversible como maravilloso: la formidable pegada de Riquelme depositó el balón en el ángulo opuesto a nuestro guardameta verde. Su última escena es esa: sale de la cancha con un partido empatado por él de forma impactante. Se retira para siempre del duelo de gigantes del fútbol argentino como jugador. A partir de allí nada será igual: en unos minutos River ganará un partido insólito y el viento de los superclásicos empezará a cambiar de Buenos Aires a Madrid. Román es un maestro.
Riquelme tiene todo lo que yo considero que un ídolo debe tener. Talento, valentía, conducción, palabras justas y genuinas, impagable capacidad para generar belleza y felicidad. ¿Soy un traidor acaso por decir esto que va en contra de las filas proto-burocráticas del “Boverismo”? ¿Me convierte en un idiota el hecho de no poder mencionar todo esto con tranquilidad y sin sentir en crisis mis sentimientos de hincha?
8 de junio de 2005. Desde la tribuna más linda del mundo veo como una pelota le baja a Riquelme desde el cielo como un ángel y el maestro con un deleite inexplicable la baja con la parte posterior del pie hacia Mascherano, que a su vez la abre para Lucho Gónzalez, que replica hacia Román. Argentina juega. Brasil mira. En ese momento el destino nos da la oportunidad a miles de disfrutar a un director que sella con divino rigor la obra de su sinfónica. Recibe de espaldas y se da vuelta para encarar y sacar un remate sobresaliente que Dida no puede más que mirar como yo pero de más cerca. En ese instante, el grito es desolador, y en mi cuerpo empieza a florecer la necesidad de entregarme a lo prohibido, de sacar de mi la expresión que pensaba que no podría salir. Por eso con la mano hacia adelante miro al frente y en mi cancha le grito a los cuatro vientos, estirando las vocales: “Riqueeeelme, Riqueeeelme”.
Santiago Núñez
Twitter: @SantiNunez
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