Argentina está en la final del mundial de Básquet. Con un equipo por el que un sola persona daba algo: la persona se llama Luis Scola. Santiago Núñez busca esa cosa rara llamada identidad en esta crónica de la semifinal con Francia.

Evan Fournier es el escolta estrella de los Orlando Magic, brilla en la NBA y es el 10 talentoso de la selección de básquet de Francia. Pero hoy estaba perdido. Intenta, ya 14 puntos abajo a menos de un minuto, conseguir el tanto del honor. La hinchada argentina de fondo deja perpleja la ciudad de Beijing al grito de “que de la mano de Sergio Hernández todos la vuelta vamos a dar”.

Pero a Patricio Garino le importa muy poco que el partido esté ganado. Lo va a buscar a Fournier y le toca la pelota, lo mira, corre, no quiere que anote. El 10 de Francia lo mira como preguntándole como puede ser que esté en la final del mundo y le interese su último tiro. Garino le responde la mirada, explicando con un gesto de la cara que la Argentina juega y corre hasta el final.

La Argentina resume en una jugada la intensidad exuberante de su juego. La presión, hasta el último minuto, no se negocia, porque solamente así se llega a lo más alto.

“Tenemos equipo para semifinal de mundial”, le dijo en privado Luis Scola a Sergio Hernández, ambos eternos estandartes de la Generación Dorada y de todas las generaciones habidas y por haber en el deporte argentino. Lo que el pívot quizás desconocía es el partido que su selección haría en dicha semifinal. La Argentina, sin jugadores en la mejor liga del mundo e incluso con algunos integrantes del básquet local, le ganó por catorce puntos a Francia, con cuatro de cinco titulares en la NBA, que venía de eliminar a Estados Unidos.

Hay que retroceder más de 20 años para encontrar a un semifinalista que no supere los 66 puntos como Francia hoy, lo que sólo se explica por la agobiante presión y enorme defensa argentina, a esta altura la mejor del mundo. Con un Scola implacable (28 puntos y 13 rebotes), el seleccionado de Sergio Hernández logra el hito histórico de llegar a la final del mundial con un equipo humilde, luchador y laburante.

Nicolás Laprovittola encara, luego de una de las decenas de veces que Argentina recupera la pelota en pleno ataque galo. Va al trote hacia el aro, mientras relojea al rival. Cuando amaga a depositar el balón en el aro, cambia la dirección de su brazo y mete una “faja” (pasar la pelota por detrás de la espalda), para que Scola meta bandeja. Amath M´Baye queda de largo en el aire viendo el espectáculo.

El Luifa Scola sale de la pintada. Va afuera del área y mete triple contra la chicharra. La red se infla y la hinchada enloquece. Pero la cosa no termina allí. La Argentina, a los pocos segundos, vuelve a atacar. Un pase de revés para Scola, otra vez fuera del área, otra vez metiendo el “chas” de la red, hace que los relatores no sepan que decir, o quizás la jugada les da la certeza de que no hay que decir nada.

Luca Vildosa penetra el área como si no hubiera jugadores franceses. Misma área a la que, a la corrida, no quiere entrar Facundo Campazzo porque sabe, y él sí que sabe, que es mejor tirar desde afuera para terminar con un triple el primer tiempo. Gabriel Deck, enfila galos que le ven el número mientras entierra el balón naranja en tierra de gigantes, como si le tirara a un aro sin red de potrero en Colonia Dora, Santiago del Estero.

La selección que va de punto se luce. Los pibes que jugaban desde atrás bailan, contentos y con orgullo, la danza de los pobres.

La “Generación Dorada” pasó a la historia para muchos analistas como el mejor equipo deportivo argentino de todos los tiempos. Salió subcampeona del mundo en 2002, campeona olímpica en 2004 y ganó el bronce en Beijing 2008. Pero al margen de los resultados, se caracterizó por un equipo que dejaba todo sin esperar nada, que lograba vencer cualquier pronóstico en cualquier lugar.

Hace tres años, en Río 2016 la Generación Dorada se despedía, con el retiro de Manu Ginóbili. Incluso la cuenta oficial de Twitter de la NBA le dedicó un video emotivo, y los últimos segundo del partido contra la Estados Unidos de Kevin Durant y compañía fueron con las estrellas de la NBA aplaudiendo, de pie y en Brasil, a la Argentina.

Un jugador dijo, en zona mixta aquella tarde, “acá no se retira nadie”, explicando que la mística de nuestro básquet, la que nos vio campeón del mundo en el 50, sigue vigente. Y acertó. Lejos de caerse, la Argentina vuelve tres años después a definir el futuro en la cima del mundo.
Ese jugador es Luis Alberto Scola. Cinco veces mundialista, figura y capitán. Scola juega a los 39 como si tuviera 22. Scola se abraza con un Ginóbili de traje con la camiseta argentina. Scola vuela y se convierte en el segundo máximo goleador de la historia de los campeonatos mundiales. Scola habla solamente cuando el técnico se calla. Scola declara con calma cuando los pibes le roban el micrófono a un notero al lado. Scola solamente dice que el grupo está bien y que hay confianza. Scola no sonríe en cámara. Scola saluda a sus compañeros uno a uno en el vestuario. “Libre” dice la ficha de Scola, que no tiene club pero que juega en la liga de China. Quizás nadie se había dado cuenta: en China, el Luifa juega para la Argentina.

Hay tiempo de felicidad pero no de festejo. En menos de 48 horas la Argentina jugará la final del mundo. Los analistas se preguntan por la “identidad” de este equipo. Palabra compleja, “identidad” conlleva una serie de requisitos y características abstractas, de las cuales dar cuenta en una nota periodística suena ambicioso. Pero por ahí uno pueda asomarse al concepto, cuando entiende que la selección de básquet de verdad a uno le genera la siguiente pregunta: ¿Es verdad que nada es imposible?

Santiago Núñez

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