Elegir ser de un club de fútbol tiene 2 senderos para transitar la historia. El clásico: madre-padre es hincha de un club, el hijo/a sale del mismo equipo desde el primer minuto de existencia. Pero existe otro camino para ingresar a un fanatismo. El que mezcla amores y traiciones. El que te hace elegir a quien fallarle y a quién no. Lastimar y ser motivo de orgullo. Todo en una sola decisión. Escribe Lucas Jiménez.

Hay algunos barrios que llevan el mismo nombre que su club de fútbol. Hay otros que no. Lomas de Zamora en realidad es un partido y una localidad. Ósea que podes vivir en el partido pero en la localidad de Banfield. No fue mi caso. Viví toda mi infancia en la localidad homónima al partido. Allí empecé a dar mis primeros pasos y lo primero que me hicieron entender cuando me soltaron en la calle fue que en este barrio NO se puede ser de Banfield. Era el único mandamiento que había por aquellas calles de tierra.

Resulta que una vez por semana me pasaba a buscar en moto mi papá para sacarme del barrio y llevarme a territorio enemigo. Las primeras salidas eran a un sucuchito de fichines que había enfrente a la estación. El siguiente paso fue llevarme a la Plaza Gardel donde se juntaba con sus amigos. Todo con el objetivo final de que me empapara de Banfield antes de que pisara por primera vez la cancha para ver al equipo del barrio. Cosa que ocurrió una buena cantidad de veces.

Una vez en la pieza de mi papá encontré en la pila de remeras una de River. Yo no entendía nada ¿Se podía ser de 2 clubes? Entonces llegué a mi casa y le pregunté a mi mamá que me dijo “tu papá es de Banfield y de River”. Por dentro mío pensé ¿y cuando juegan por quien hincha? Y por fuera como un pase entrelíneas tiré “yo quiero ir a ver a River”. La cara de mi mamá se transformó como nunca y levantando el tono de voz me dijo que la cancha de River quedaba lejos y que nunca me iba a llevar. Fue tan tajante la respuesta que cerró la conversación.

Ir a la cancha para mí no era hinchar por ningún equipo. Era ir a revolear papelitos y capaz enganchar algún amiguito de ocasión para jugar en el cemento que separa al último escalón del alambrado. Con esas salidas incorporadas en la mente a los 6 años me largaron a jugar con el resto de los chicos de la cuadra hasta que se haga de noche. 

El punto de encuentro era en la cortada de Gorriti y Ángel Vargas. Un depósito de camiones oficiaba de paredón. Si bien Gorriti era la asfaltada de las 2, nuestra favorita para todo era la calle de tierra porque casi no pasaban autos que interrumpan cualquier juego. Este factor era vital porque jugábamos más de lo que hablábamos pero entre descansos una vez apoyados en una pared alguien lanzó la pregunta bisagra a otro: “¿De qué cuadro sos?”. “De River”, respondió rápido, “de River y de Los Andes por el barrio”, completó su respuesta. Entonces empezaron las cargadas con los que eran de Boca. Yo observé toda la charla en silencio y por dentro era un panal de dudas ¿De qué equipo soy yo? ¿Si Boca es el clásico de River cuál será el de Los Andes?

Volví a caminando a casa sabiendo que por esta vez había zafado pero que debía tener una respuesta para la próxima. Cuando iba por Ángel Vargas llegando al paredón de Gorriti pude ver un grafiti en la pared que de cerca nunca le había prestado atención. Era un escudo gigante de Los Andes acompañado de un “Lomas locura” y un ataúd con el escudo y las iníciales CAB (Club Atlético Banfield). Sin saber a mi edad qué significaba un ataúd, por asociación de signos intuí la respuesta a una de mis preguntas. Me faltaba la otra.

Entré a casa y estaba mi nono sentado en el sillón con la tele prendida mirando fútbol. Mi abuelo era de Boca y de Juventus. Yo lo veía disfrutando tanto lo que veía y con una sonrisa tan grande que le dije “yo soy de Boca como vos”. Le explotaron los dientes y me acarició la cabeza. Solo no lloró en ese momento porque había sido criado de una manera tan conservadora que estaba reprimida todo tipo de sensibilidad emocional.

Sentía que había hecho algo bien entonces fui corriendo a la cocina a contarle la novedad a mi abuela. “Nona yo soy de Boca como el Nono, ¿vos sos de Boca también?”, pregunté a los saltos. Sin levantar la vista del bizcochuelo que estaba tapando con un repasador deshilachado me respondió: “No me gusta el fútbol pero soy de Independiente, solo para llevar la contra”. Era la manera que encontró para oponerse al sistema patriarcal de la familia.

Al fin de semana siguiente fui a lo de mi papá con la idea de que el domingo íbamos a ir a ver Banfield-Talleres por la última fecha del Apertura 1994. Pero el sábado a la noche ocurrió la siguiente conversación: -Mañana te llevo de tu mamá -¿Cómo? ¿No vamos a ir a la cancha? -No, mañana voy a ver a River que festeja el campeonato -Yo voy con vos, no importa que sea lejos -No podes, vos sos hincha de Boca

Me quedé en silencio con cara de culpa como quien sabe que hirió fuerte a un ser querido. “No pasa nada, aunque sea no te hiciste de Los Andes”, me dijo para quitarle gravedad a mi rostro. Mi viejo paraba en la hinchada de Banfield y me iba a buscar en moto a Lomas por 2 cosas: porque amaba la moto y para irse rápido. Su estadía en mi barrio no podía durar demasiado. Cuenta la leyenda que en un combate le abrió la cabeza a uno de la vuelta de mi casa.

Al tiempo cada vez que venía por mí se quedaba un rato charlando en la puerta. ¿Qué cambió en el medio? Muchos años después me contaron que había presenciado como varios pibes de Banfield estaban jugando un campeonato de patadas en el piso contra uno de Los Andes. Él tenía otra concepción de ser barra y sabía que 5 contra 1 no era pelea sino salvajismo cobarde. Se metió en el medio de la avalancha para salvarle la vida al hincha de su clásico rival. El pibe golpeado era cercano a mi casa también. Después de eso no se ganó que le perdonaran nada pero le alcanzó para llevarse el respeto del barrio por lo que había hecho. Así podía venir, quedarse el tiempo que quiera e irse sin tener ningún problema.

Boca-River, Los Andes-Banfield. En el medio de dos rivalidades transitaba mi vida futbolística que era gran parte de mi vida en general. Ya habiendo ido muchas veces a la cancha de Banfield mi abuelo me contó que cuando era muy muy chico me llevó a un entrenamiento del Milrayitas y que Lorenzo Frutos, el 10 de de aquel momento, me tocó la cabeza. Mi abuelo nunca tuvo nada que ver con Los Andes. Mientras escribo estas líneas me doy cuenta que lo había ahí era una disputa de poder entre mi abuelo y mi papá por ver quién ganaba la pulseada de hacerme hincha de un club.

Siguió la vida y siguieron los torneos del fútbol argentino. Un día gritaba los goles de Wensel y el Chueco Delfino y al otro día festejaba los ingresos de Tchami en modo Vamo a Portarnos mal. Me acuerdo un triunfo de Boca 4 a 2 en el Monumental con un golazo del camerunés y otro de mi ídolo de esos años: el Beto Márcico.

Por aquellos años yo ya respondía a la respuesta de mi bandita de Gorriti y Ángel Vargas. Era de Boca y para que no me lastime tirándome al piso cuando jugaba en la calle de tierra me regalaron para mi cumpleaños el buzo de arquero del Mono Navarro Montoya que tenía una parte acolchonada en los codos. Era el del camioncito. Una reliquia de aquellos buzos de arqueros personalizados que había varios en la época.

Solo tengo un recuerdo de la selección argentina de ese tiempo. Los goles de Caniggia a Nigeria en el Mundial 94. Si Márcico era el ídolo local, Caniggia era lo supremo para mí, lo que puede ser Messi hoy para montones de niños del mundo. Resulta que en el 95 Caniggia, el hijo del viento, el eslabón perdido entre Maradona y el resto de los mortales volvía al fútbol argentino. Caniggia iba a jugar en Boca. Yo no lo podía creer. Lo dibujé con la camiseta y se lo mostré a todo el mundo.

Ya mi fanatismo por Caniggia superaba todo. Compartía equipo con Maradona pero yo solo tenía ojos para el Pájaro que usaba la 8. Sabía que un vecino de enfrente de casa iba a ver a Boca entonces direccioné mi pedido. Quería ver un partido en vivo de Caniggia. Insistí tanto que logré convencerlo que me llevara. Más difícil fue convencer a mi mamá que me deje ir. No sé quien intercedió para lograr la habilitación de que a mis 8 años me dejen ir a Capital con el vecino más odiado (y querido) de todo el barrio.

El 7 de abril del 96 Boca jugó contra Lanús en la cancha de Vélez por reformas en su estadio. Bajo la presidencia de Macri estaba construyendo plateas preferenciales y palcos VIP. La noche arrancó bien porque a los 20 minutos Scotto bajó una pelota para que Caniggia la empujara solo en el área chica. Cani salió corriendo a festejar y se frenó justo donde estaba yo. Debajo de las banderas de Lomas y V.Pueyrredón fui testigo del abrazo entre Caniggia y Maradona. Del abrazo y del beso en la boca.

Pero empató Ibagaza para Lanús y pareció arruinar la fiesta, aunque solo le dio algo de dramatismo. 8 minutos después el Kily González corrió con la pelota y antes que se la quiten la soltó rápido para Caniggia que se encargó del resto. La frenó, la acomodó, la tiró para atrás, después para el medio hasta hacerse el hueco para sacar el remate. Todo lo hizo con la derecha. Se aprovechó de que su primera marca era Huguito Morales, el 10 de Lanús, para regalarme el golazo más lindo que había visto en mi vida. Boca ganó 2 a 1 y quedó como único puntero del torneo. Todo parecía un sueño confeccionado a medida. Volví para Lomas caminando entre nubes por no decir volando.

Hasta que llegó el día bisagra en esta historia. Me levanté y sin pasar por el baño fui directo al comedor. Había ambiente de velatorio en casa. “Se murió tu papá”, fue la frase inicial, seguida de “¿por qué no salís un poco a andar en bici?”. Y allá fui nomás sin dimensionar demasiado la situación. Encaré con la bicicleta para la vuelta donde siempre había alguno de los chicos. Justo ese mediodía había como 4. Raro porque siempre nos juntábamos más tarde. Dábamos vueltas a la cuadra con la bici. En un momento frenamos y quedamos de frente con las bicis estacionadas. Yo levanté la cabeza y solo atiné a decir: “se murió mi papá”. 3 me miraron sin decir nada, tenían mi misma edad. Uno de los chicos tenía un par de años más. Fue el que se me acercó y me abrazó fuerte. Recién hace algunos años entendí el significado de ese abrazo. En ese momento nunca levanté los brazos del manubrio de la bicicleta.

A la semana siguiente ya entendiendo un poco más la situación sentía que en homenaje a mi papá debía blanquear en el barrio que era hincha de Banfield. Antes de jugar a la escondida junté valor y lo lancé como un piedrazo. El silencio que generó la frase fue peor que cualquier bardeada. Empezamos a jugar y me fui a esconder atrás de una especie de arbolito. De repente vi un cuerpo atrás mío. Cuando iba a decirle “acá ya estoy yo, anda a esconderte a otro lado”, la persona del abrazo reparador, la que decía que era de Los Andes por el barrio me miró fijo y me dijo “por más que seas de Banfield vas a seguir siendo mi amigo”. No llegué a responderle que ya se había ido a esconder a algún lado.

Después de ese día cada vez que salía a jugar al barrio siempre salía de alguna casa el grito de “amargooo”. Yo temblaba de que no hubieran divulgado la noticia y de que me gritaran algo de Banfield y que alguien que no me conozca me pegara. Pero no. La noticia quedó como un secreto de los habitantes de esa esquina. Cuando estábamos frente a frente en algún momento llegaba la chicana “¿seguís siendo de Banfield?”.

Pero yo sentía que debía seguir ofrendando demostraciones de cariño al recuerdo de mi padre. Entonces patee el tablero por completo. De repente repelente y sin previo aviso me hice hincha de River. Mi abuelo me miraba mientras comía como si fuera el peor de los traidores. Empecé a recortar fotos del Burro Ortega de El Gráfico, pegué un póster de Francescoli. Era la época del tricampeonato así que me decían que me había hecho de River por los resultados. Nunca pude explicar que en realidad era otro homenaje.

Entonces llegó la época escolar de ir pasando de grado y de afianzar el vínculo con compañeros, hasta ese momento mis únicos amigos eran los del barrio. Nacía un nuevo dilema. De qué club decir que era en la escuela. No conocían mi pasado de Boca así que tenía una a mi favor. Decir lo de River más allá de mi familia me daba vergüenza porque era consciente que había sido una traición importante. Lo de Banfield servía pero no alcanzaba porque por esos años estaba en la B. Entonces dije que era de Gimnasia de La Plata, club que me caía bien porque ahí había ido a jugar mi primer ídolo el Beto Márcico. Enganché la gloriosa época de Timoteo Grigoul.

Así como una parte de la familia me odiaba por mi salto con garrocha, la otra tenía algo para ofrendarme. Era la remera de River que había visto en la pieza de mi papá aquella vez. La camiseta tenía el número 11 entonces pregunté, “¿de qué jugador era?”. “Esa remera la agarró tu papá una vez que la tiraron los jugadores. El 11 era Caniggia”. Quedé duro. ¿Caniggia jugó en River? ¿También es un traidor como yo? Mucho tiempo después entendí que mi papá nunca me dio esa camiseta para que no me enterara que mi ídolo había jugado en el clásico rival. La agarré y la guardé. Nunca la usé.

En el barrio yo era un traidor a la causa. Por eso me fui en silencio y sin grandes despedidas. Me mudé a unas 10 cuadras. Cada vez que volvía solo algunos pocos me recibían, la mayoría me ignoraba. Quizás fueron creciendo en la cultura del aguante que no les permitía tener un amigo de Banfield. Una vez de bronca fui al barrio con la camiseta verde con la franja blanca y la publicidad de Coto con ganas que alguien me cruce y me diga algo. Quería dejar de ser un NN en mi propia cuadra. Ese día justo no había nadie en la calle.

Ya mudado dejé de ver a mi abuelo todos los días. Verlo menos aliviaría la traición. Pero en realidad me hizo darme cuenta de que yo no podía ser hincha de River sin culpa, así como no pude ser de Boca. Justo ese año Banfield ascendió a Primera de la mano de un Garrafa Sánchez de colección. Una de las visitas semanales que hacía a su casa me esperó con la tapa de El Gráfico del “Banfield campeón”. A partir de ese momento me cayó la ficha que lo que mejor le cerraba a esta historia era que yo sea de Banfield y nada más que de Banfield. No lastimaba a mi abuelo, podía homenajear a mi papá. El cierre daba casi toda la vuelta sin problema. Casi porque nunca pude emparchar la culpa de haber traicionado a mis amigos del barrio.

Creo que por ellos estoy escribiendo esto. Por los más grandes que me arrastraban para sacarme del quilombo cuando jugábamos los clásicos contra la villita de la otra cuadra y se pudría al final. Por los más chicos que siempre guardaron el secreto para cuidarme. Por los más tranqui que años después vería en la cancha de Banfield y no diría nada por devolución de gentilezas. Por los más picantes que una vez me reconocieron y frenaron un afano hacia mí en una calle deshabitada. Por todos ellos que ni sé en que andan. Por las horas jugando a la escondida, por el casete de Flor de Piedra pasado de mano en mano para grabarlo y que lo tengamos todos.

Sé que alguna vez los lastimé pero quería emparchar la herida con estas líneas finales. En el fondo, donde la calle se acerca al arroyo defendíamos las mismas cosas. En el fondo, lo importante no es ni Banfield, ni Los Andes, ni Boca, ni River. En el fondo, ustedes me siguieron cuidando porque saben y les confirmo que yo en realidad soy hincha fanático de la cortada de Gorriti y Ángel Vargas.

Lucas Jiménez

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