Sexta entrega del Bar de los pájaros. Escribe el futbolista y escritor Agustín Lucas.
Dice Ana María, una de mis tías, que “estamos en el atardecer de nuestras vidas”. Lo dijo porque el sábado murió Valentín, otro de mis tíos. Yo diría que la noche es larga, pero supuestamente está amaneciendo. Vivo en una mañana constante, en una mañana, en una cuadra. La vida es una cuadrita. O es hoy. Valentín llegó a la esquina. La saga de la cuadra está que pela.
Valentín no se olvidaba de ningún cumpleaños. Desde algún lugar del monte de sus pensamientos, o en una cebada del mate, o en un pucho, recordaba la gente querida y mandaba una esquela que sintetizaba todo: “Feliz coso”. Valentín murió durmiendo. El último ronquido habrá sido como un viento serrano. Había estado tomando vino hasta altas horas de la madrugada con la gente querida que siempre recordaba. Con la simpleza de la borra en el vaso y del vino otra vez y la amistad y así. Así, todos deberíamos morir así.
Si hay algo que no me gusta de Mario es que tenga los pájaros enjaulados. Todo el resto me parece fascinante. Dice que hace años que los tiene y que supo tener más. Yo le digo que si les abre la puerta los pájaros no se van a ir. Él me retruca que los aguiluchos se los comen. Me hace acordar al Bicho, el vecino de la casa de la abuela que le enseñaba a cantar a los canarios. Una vez se me escapó un canario cantor que me había regalado el Bicho. Debo haber llorado esa vez ¿pero por qué llorar si hay un pájaro suelto?
¿Qué se les pone a los pájaros sueltos para que no se coman la huerta? Pregunta Lochi con una pala en la mano como Teo a su lado, con una de juguete. Mario dice que a los pájaros hay que ponerles discos viejos. “Cidís”, aclara. Para que se encandilen con el brillo y se vayan. ¿Qué les pasa a los pájaros que aprenden a mirar sin encandilarse? Quizás se queden para siempre. ¿Qué les pasa a los pájaros que les gustan los discos viejos?
¿Cuántos lugares de Montevideo descubriste hoy? ¿Cuántos que ya habías visto pero que no conocías y cuántos que no habías visto nunca? ¿Cuándo se enamora alguien de un lugar al que no había ido nunca? ¿Qué te dijeron hoy las paredes de Montevideo? ¿Cuántos pájaros pintados encontraste que bien podían ser los del Bar de los Pájaros? En cada pájaro pintado en la pared está el Bar de los Pájaros. Todos los pájaros dicen lo mismo. El que canta en el esquizofrénico mundo de la jaula, el que escucha discos viejos en la huerta, el que anda de a muchos por la vida, el que goza de la soledad, el que trina ahora que estás leyendo, estas palabras que escribí hace horas para que las leas en algún momento. ¿Cuánto hay de vértigo en eso? ¿Cuánto pasó en el medio entre que escribí y leíste? ¿Hago muchas preguntas? La respuesta está en el viento, Onetti ya lo dijo para siempre. ¿Cuántos nunca hay en el cuerpo? ¿Cuántos siempre? ¿Será que el aleteo de los pájaros se parece a una bandera colgada al viento en una cancha vacía?
Cuando llegué al Bar de los Pájaros no había ningún Jorge. Estaba Raúl, revoleando una lapicera, tachando las pagas. Es de mañana y llueve en el Bar de los Pájaros. No hay puntitos suspensivos en la pared. Hay fútbol en la tele. Las ventanas chiflan. ¿Escucharemos silbidos parecidos? ¿Como cantitos de pájaros furiosos con el viento? La tormenta es adentro. ¿Será que envejecen los pájaros? Los pájaros del bar solo envejecen en semblantes parroquianos, en el pulso de Raúl, en el espejo donde hay una foto de una niña con buzo rojo haciendo un gesto que hará para siempre ¿Cuántos siempre hay en nosotros? Creo que cuando extraño el bar extraño cosas cercanas que fui perdiendo. Vengo a buscarlas en los ojos de Jorge que por fin llega. Encuentro la calma en el espejo donde está la foto mientras todo pasa. Pasa el partido, pasan los uh, los vasos pasan agudos arrastrándose en el mármol.
Hay una mujer de buzo rojo en el bar, sentada a la mesa con un hombre de traje ajado al que le dicen el Baraja. O al menos así lo llamó Jorge hablando por lo bajo, cuando el hombre de traje ajado vino hasta el mármol a pedir una lapicera. ¿Será que esa mujer de buzo rojo tiene un gesto para siempre? La observo un rato entre las jugadas. Hace un gesto con la boca hacia el costado que creo que me gusta. Creo que quisiera besarla cada vez que lo haga. Miro al Baraja que me está mirando. Me sonríe. Vuelvo al partido. Ella gira a la vez y me mira. Nos miramos. Nos miramos. Nos miramos. Para siempre.
Se abre la puerta del Bar de los Pájaros. La lluvia paró, la tormenta sigue. No es el viento, es la puerta la que cruje. Como crujen los cuellos de la gente que en el Bar de los Pájaros, mira hacia la puerta que gime. La que entra es una viejecita del brazo de una joven. Entra la vida. La joven tiene un sombrero rojo y un abrigo ocre que se parece al ocre del techo del bar. La señora tiene unos aros y una cicatriz y ojos para sonetos. También le pide la lapicera a Raúl para anotar el teléfono de la chiquilina del sombrero rojo, para escribirle cuando llegue por fin a su casa. Y para que le pase el punto del dial donde la chica pasa una lista de canciones todas las semanas. Amelia. La gurisa se muerde el pellejo del índice mientras dicta el número. ¿Será que ese gesto es un gesto que hace siempre? La gurisa parte. La señora mira el partido y se acuerda de alguien aunque no sabe de quién. Hasta se parecen. Se quieren, desde que se encontraron ¿o se quieren de antes?
Montevideo podría llamarse esplín. Creo que tengo a Montevideo adentro. La sombra de aquel edificio, la ochava en La Comercial, el sillón del malecón, las bóvedas, Policía Vieja, el pasto del último sol en el parque frente al Estadio, una esquina con boxeadores en serie, La Unión, Villa Española, una callecita con ginkgo biloba, otra con tilos, todos los bares del Bar de los Pájaros. Puedo no saber si lo que siento es tristeza, es nostalgia, melancolía, o todas a la vez. Pero tengo un pájaro adentro. Un pájaro infantil de coronilla. Cargado de alegrías resumidas. Que aprendió a despedir agradeciendo. Pero que no ha aprendido nada del olvido.
A Máximo no le gusta tanto el fútbol como a mí. Cuando murió Sandra, Máximo escribió un rap de despedida. Quizás debería escribir un poema. Para la muerte. O para las pequeñas muertes diarias. O para la vida, que es aún más hermosa y es aún más dura. Porque la muerte no tiene solución pero la vida.
Agustín Lucas