En pleno mundial 78, un jugador italiano abandona la concentración de su selección y se sube a un auto para ir hasta el barrio, más descampado que otra cosa, de Don Bosco a visitar a unos familiares. El ilustre visitante revoluciona a los vecinos y a los pibes que pasan sus tardes pateando pelotas. Escribe Ariel Feller.

Le había insistido a mi vieja que me dejara usar las zapatillas Pampero por más que sean nuevas. La convencí diciéndole que las necesitaba para salir corriendo a los piques ya que con el día lluvioso si pisaba algún charco con las Blitz mis pies iban a transformarse automáticamente en ladrillos y llegaría al lugar cuando el tano ese famoso ya se las tomara del barrio.

Se la agrandé un poco a la pobre vieja. Pero bueno, a una madre hay que exagerarle siempre la situación para conseguir ciertos permisos. Estoy convencido que cuando un pibe llega a semejante descubrimiento se da cuenta que encontró la llave para su libertad. De todas maneras yo no mentía al afirmar que con un par de Blitz mojadas hasta el pibe más ágil se transformaba en un Frankenstein de andar torpe.

Poco y nada pasaba en Don Bosco por aquel tiempo aunque estuviéramos en días agitados, entre otras cosas, por el mundial que se jugaba acá en Argentina. Lo más relevante era algún bardo que podíamos hacer nosotros  sobre todo a la hora de la siesta. ¡Yo que sé! Reventar a pelotazos los portones o a piedrazos algún vidrio de la fábrica.

Nuestro barrio recién estaba en crecimiento, tal era así la cosa que una de sus dos avenidas aún era de tierra. Y por ella era más habitual que pasaran comadrejas a que lo hicieran los autos. Pero algo groso estaba por suceder  aquella fría tarde de junio. Entonces algunos se olvidaron de la siesta y otros de las travesuras. Todos estábamos, por así decirlo, revolucionados.

Los que tenían la posta de lo que ocurría en el barrio ya nos habían confirmado que un jugador de la Selección Azzurra  iba a hacerse un huequito para saludar a sus familiares que vivían en las calles del fondo, esas que lindan con los alambrados  de la empresa de telecomunicaciones. Yo estaba tranquilo porque había averiguado que no era Dino Zoff. Juro que si el que venía era él ni me molestaba en rogarle a mi vieja lo del cambio de calzado.

Al arquero italiano yo le había tomado bronca por culpa de uno que me había dicho que atajaba mejor que Fillol. Tanto le hice la cruz al que me dijo eso que borré su nombre de mi mente. Si bien hoy no recuerdo quien fue el que dijo semejante disparate estoy  seguro que lo crucé con un “¿Mejor que el Pato?  ¡Que hambre nene! ¡Nadie es mejor que el Pato!”.

Con los pibes decidimos seguir jugando nuestro picadito pero bicheando  de reojo la casa de don Ciro que iba a ser, en breve, el centro de la escena. Nando se ubicó estratégicamente en la esquina para tener visión de la calle que bajaba desde las vías. Los demás esperaríamos su voz de alerta. Un aviso que finalmente llegó, y antes que terminara  de gritar “¡Ahí llega el auto caro!” ya estábamos todos corriendo. Nos esperaban dos cuadras para meterle pata a más no poder.

En los primeros cien metros mi estrategia de las zapas nuevas parecía dar sus frutos pero al llegar a la esquina de la 262 pisé el verdín y me comí feo el asfalto. Nadie de la barra se frenó a levantarme. Nunca los culpé por no ayudarme ya que la adrenalina del momento no ameritaba distracciones.

De más está decir que llegué a la casa de don Ciro con una bronca bárbara. Mi buzo igualito al del Pato estaba todo manchado y para colmo había quedado detrás del racimo de vecinos gracias al retraso provocado por la caída. Andaba llorando por ahí cuando Gustavo me vio. Tavo era uno de los más grandes de la barra y el fútbol le importaba un carajo. Entonces no tuvo problema en quedarse en el fondo conmigo y levantarme sobre sus hombros para que pueda ver algo. Mientras trataba de divisar quien corno era el tano noté que la gente comenzaba a retirarse. Algunos porque ya habían charlado un poco con él y otros porque se desilusionaron al enterarse que no era el gran Paolo Rossi.

Ya con el camino allanado quedé cara a cara con el ilustre visitante. Me enteré que era un tal Graziani y que jugaba de delantero en el Torino de Italia. Recuerdo que ya casi se estaba subiendo al auto que lo devolvería a la Capital Federal cuando me miró la facha, me acarició la cabeza y entre sonrisas me dijo algo que por supuesto no entendí. Una vez que se fue me quedé un rato para preguntarle a Ciro que me había dicho su primo. Don Ciro, sonriendo como lo había hecho su pariente, me contestó: “que estabas muy parecido a Fillol, pero que eres un poco petiso para ser arquero, que quizás deberías ser jugador de campo”.

El tiempo fue pasando y los pibes de la barra se olvidaron de ese jugador italiano que pisó Don Bosco aquella vez. Pero en mi caso fue imposible sembrar el olvido porque mientras ellos pegaban el estirón yo fui quedándome corto en eso de elevarse. Entonces, de noche, al acostarme para dormir, sus palabras sonaban en mi mente como pelotazos en los postes. Y de día, entres sueños de potreros,  sus dichos se transformaban en pesadillas cada vez que me paraba bajo los tres palos.

Ante semejante frustración decidí guardar la pilcha verde de arquero y me mandé a jugar arriba. El 78 ya era historia. Corría el año 82 e Italia se consagraba en España. Marqué un gol en la primera pelota que me quedó boyando. Al fin de cuentas no estaba nada mal hacer caso a los consejos de un tipo que era campeón del mundo.

Ariel Feller

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