Jorge «Mágico» González fue uno de los mejores jugador que dio Centroamérica. Su relación con Cádiz fue tan tumultuosa como especial. El final fueron lágrimas en un vestuario y una charla con el utilero del club. Fragmento de Mágico Gonzalez, el genio que quería divertirse. Escribe Marco Marsullo.
El árbitro silbó tres veces. Era un ritual que a Mágico le resultaba muy familiar. Hasta ese momento, nunca le había dado mayor importancia: el final de un partido no era el final de nada, él lo sabía. Sin embargo, esa vez era diferente. Tras el pitido final, el Mago sabía que una parte de su vida se había acabado para siempre.
Todo el estadio Carranza se puso en pie, y los que ya lo estaban levitaron unos milímetros. No había una unidad de medida ni una ley física que impidieran a su gente despedirle como se despide a un emperador.
Era el último partido de Jorge «Mágico» González con la camiseta del Cádiz. El año 1991 fue el más triste para toda esa gente, además de para él.
Dio una vuelta al campo con los brazos levantados al cielo y algunas lágrimas en los ojos, con una bufanda que un aficionado había lanzado al terreno de juego anudada al cuello, el torso desnudo porque la última camiseta amarilla de su vida se la había regalado a uno de ellos. Le pareció la manera perfecta de decir gracias a todos y cada uno de los presentes. Los compañeros y los adversarios le rindieron homenaje, le dieron la mano, le abrazaron con cariño. Terminaba esa tarde de mayo una historia que había comenzado nueve años antes, cuando todos tenían más pelo, más largo y con menos canas.
Lo más hermoso de amar a un futbolista es que, cuando te das cuenta de que ha envejecido, constatas que tú también lo has hecho. Has crecido con él, te has puesto enfermo con él, has compartido el dolor de todas las cosas que la vida obliga a afrontar porque, en ese mismo tiempo, él era hijo de tu mismo destino.
Entró al último de los vestuarios, lo recibieron con un gran aplauso. Esos pocos metros cuadrados que olían a sudor y a fútbol eran los metros finales de sus fatigas en esa ciudad, porque el sendero fue siempre en subida, porque cuando en los pies tienes el talento que tenía Mágico González estás obligado a corresponder al cariño que recibes con el don que la naturaleza te ha dado. Y no lo consiguió del todo: para alguien como él fue imposible hacerlo. Faltaban grandes hitos, el balance en los anuarios de las estadísticas iba a cerrarse en negativo. La estantería de los trofeos estaba vacía. Mejor así: menos cosas a las que quitar el polvo y que ver oxidarse.

El Mago se sentó en un banco, en el mismo sitio de siempre, con los codos apoyados en las rodillas. Estaba exhausto. Gotas de sudor resbalaban de los rizos alborotados hasta caer en las baldosas blancas del vestuario. Se quedó allí, quieto, reobrando el aliento. Los compañeros invadieron las duchas, se despidieron, se fueron yendo.
– ¿No te duchas, mago? – Le preguntó el extremo derecho.
– En un rato.
El vestuario se quedó vacío a excepción del Mago, sumido en el silencio de un domingo por la tarde en un estadio desierto. De repente, escuchó a alguien tararear por el pasillo, alguien que se acercaba y que empujaba un carrito al que le chirriaban las ruedas. El utilero entró en el vestuario: un pequeño hombre de unos setenta años al que ellos llamaban el Viejo. Iba y venía del Carranza y nadie conocía su verdadero nombre. Él hacía bien su tarea y todos lo querían por eso. Hablaba muy poco, pero trabajaba para el Cádiz desde hacía casi veinte años, era el símbolo silencioso que siempre permanecía allí cuando todos se iban. Una certeza.
Cuando vio al Mago todavía sentado en el banco se detuvo ante él, lo miró con detenimiento y dijo:
– ¿Último día?
– Sí.
– Para mí también, mañana me jubilo.
Mágico nunca le había escuchado decir una frase tan larga.
– ¿Y cómo te sientes?- le preguntó.
– Toda la vida he recogido camisetas sudadas y calcetines manchados de tierra y de sangre. ¿Tú que eres mago, crees que estaré mejor?
– Probablemente sí.
– Todo se acaba, si lo piensas.
– ¿Echarás de menos el olor de este sitio?
Jorge González apoyó la espalda en la pared, relajó los músculos.
– ¿Qué otra cosa podemos hacer, los hombres, si no es añorar?

Unos días después, Jorge «Mágico» González iba a estar sentado en un avión directo a la otra punta del planeta. Pero antes de preparar el equipaje, de coger un taxi, de acercarse al mostrador para obtener la tarjeta de embarque y de cerrar los ojos durante el despegue, antes de que llegaran esos inevitables momentos, se había dado cuenta de que todo lo que había que saber de su vida estaba escondido en los balones que había golpeado, en los pases y faltas lanzadas, en el infinito sudor, el que había derramado y, sobre todo, el que había conseguido ahorrarse; en el sudor que le habían exigido y que ahora echaba de menos. Diferentes balones, pensamientos de muerte y de vida, invención y desesperación. Un baile infinito de palabras, copas vacías, conversaciones nocturnas hasta la madrugada, hasta la mañana siguiente; una mañana que no existía, que volaba sobre notas de guitarra, abrazos, morreos apasionados, sexo deprisa y corriendo y sexo destructivo. Pensaba en las falsas amistades y en los confetis que siempre llevaba en el bolsillo, pues donde había una fiesta no faltaba una silla con su nombre en el respaldo, como las de los directores de cine. Luces, focos que se encienden mientras dura la fiesta y luego se apagan dejando olor a quemado. Saltarse los entrenamientos, saltarse las comidas y disfrutar de otras demasiado abundantes. Sueños de niño, un huracán de emociones que nadie supo entender. La soledad ensordecedora que provoca ser un diez que juega con el once. La pobreza en El Salvador, sus hermanos, un padre que lo llevaba a ver un fútbol polvoriento. Camas deshechas, sofás sin muelles, una televisión en color con el tubo de rayos catódicos, bolsillos llenos y bolsillos vacíos. Las calles de Cádiz, las risas de los aficionados omnipresentes y, en los adentros, el peso de ser Mágico. «Jorge, adiós, ya no nos sirves.» La cabina de teléfono en la que cambiarse de ropa, ponerse una capa y convertirse en Mágico se había desvanecido. Condenado día y noche a ser un mago sin conejo en la chistera (galera): cien existencias en una sola, doscientos muertos por minuto, jugar al fútbol como único antídoto posible ante los desequilibrios motivados por no tener un esférico en los pies. Esa fue su condena, y el Mago lo sabía desde el primer momento.
El fútbol. Nada más.

Antes de salir del vestuario mitad amarillo y mitad azul, con el suelo blanco y las duchas ya sin agua caliente, Mágico lloró amargamente. Llega un momento en la vida de un hombre que ya ha superado los treinta en el que entiende que todo ese ruido maravilloso, esa girándula de colores y recuerdos, no vale nada si el disco no deja de girar o no se escucha acompañado. Y él no tenía a nadie con quien compartir toda esa belleza incontenible. Las mujeres que había amado amaban ahora a otros; las que todavía le quedaban por amar estaban perdidas no se sabe dónde y cabía la posibilidad de que nunca se cruzara con ellas. Y nunca – en la vida de un hombre con tantas experiencias a sus espaldas quiere decir que todo ha llegado a su fin.
El Mago se dio cuenta de que estaba llorando delante del utilero en su último día de trabajo porque no tenía a nadie más a quien explicar el amor que todavía le quedaba por dar.
– Mágico, no tienes que pensar esas cosas. – El utilero empezó a recoger las camisetas de los demás. – No puedes.
– ¿Por qué, viejo?
– Porque he pasado por ello y te digo que lo que sientes solo es un engaño.
– ¿A qué te refieres?
– Estamos hechos así, es la naturaleza humana. Creemos muchas cosas diferentes, pero siempre es posible cambiarse de ropa e ir a otra fiesta.
– Las fiestas han sido quizá el problema de mi vida.
– Las fiestas son lo mejor que te ha pasado en la vida, Mágico. Tú sabes el porqué, te lo has dicho cientos de veces y no te lo tiene que explicar un vejestorio de mil años.
– Lo he dado todo, Viejo.
– La gente lo sabe, te querrán por eso. Lo sabrá todo aquel que se cruce contigo.
– Y yo, ¿lo sé?
– ¡Qué coño sé yo, dímelo tú!
– Lo he dado todo, de verdad.
– Entonces ya lo sabes.
Es el momento en que el avión despegó, Jorge «Mágico» González vio España hacerse cada vez más pequeña bajo su asiento. Los motores del Boeing 747 empujaban con todas sus fuerzas hacia otras fiestas a las que llegar puntual y hacia otros entrenamientos que evitar como se evita una enfermedad. No había cambiado nada, solo se cerraba con tristeza un larguísimo momento que había durado nueve años.
Qué bonitos habían sido.
Fragmento de Mágico González. El genio que quería divertirse editado por Altamarea.
Marco Marsullo
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