Hoy cumple años uno de los mejores 8 de la historia del fútbol argentino: Miguel Ángel Brindisi. Un niño le pide a los reyes magos la camiseta de su ídolo. Años más tarde, cuando ya no es un niño, les vuelve a pedir algo: conocerlo. Escribe Marcelo Guaglianone.
“Y esto les quiero pedir, queridos Reyes:
lo más importante: si pueden, me gustaría tener los botines (fulvencito o sacachispas) y la camiseta, la de Huracán…
¡Gracias!”
Me dormí tarde esa noche, ¡qué calor hacía! Pero caí rendido: había jugado toda la tarde en la vereda y esa noche venían los reyes. Me consumía la ansiedad.
Corría el año 1974.
Esa mañana me levanté como un resorte y me dirigí veloz hasta el arbolito donde la noche anterior había dejado el agua, el pasto, las verduras y la carta para los reyes junto a los mocasines gastados… ¡¡qué emoción!!
Y otra vez, como siempre, se hizo la magia. La más maravillosa de todas las magias.
No estaba el pasto, se tomaron el agua y sólo dejaron una zanahoria los camellos… increíble, ¡ni los sentí!
Y qué buenos que fueron: delante mío, por primera vez, la camiseta del Globo, blanca como la nieve, el cuello rojo como mi sangre, y los botines “Sacachispas”, los más lindos, negros, franja blanca y tapones de goma.
-Andá a lo de Rubén a comprar el escudo y el número que yo te lo coso- me dijo mi abuela. Imaginate… salí disparado a la esquina, compré el globito y tuve que elegir el número negro de plástico.
-¿Cuál querés, pibe?-, preguntó Rubén.
-Deme el ocho señor- contesté -¡el ocho!

Y éste es el momento de esta historia en el que me detendré, porque nunca volví de allí. Sí, ahí me planto. Porque ese número ocho en esa camiseta especial lo usaba un tal Miguel Angel Brindisi, un jugador excepcional, que encima parecía un galán del cine. Fue uno de los mejores volantes que dio el riquísimo fútbol argentino pero, por sobre todo, un tipo que me hizo ser un pibe feliz.
Si, muy feliz.
Me encantaba de chico ir caminando por mi barrio de Caballito con la camiseta del Globo y que los veteranos me dijeran, con guiño cómplice, “¡Hola Brindisi!” o «¡Grande, Miguelito!»
Esa camiseta con el ocho no me permitía ser un tronco en ningún picado. La usé en cientos de partidos, en pleno oratorio San Francisco de Sales, donde paraban todos los pibes cuervos de Almagro… ¡donde salimos campeones, y yo fue el goleador del campeonato! Jamás me hubiese permitido dejar mal parado a mi mayor ídolo futbolístico… ¡ni loco!
Es más, debo confesar, con el tiempo, que siempre con esa camiseta jugué mejor. Me sentía un crack, me llevaba a más.
Cómo son los pibes… cuando me disfrazaba del Zorro, espadeaba como nadie, y cuando me ponía la ocho, era Miguel. O al menos así me sentía.
Y era tan feliz como lo fue él, cuando con el equipazo del ‘73 conmocionó un barrio y una patria futbolera que recordará al Globo y a Brindisi como un champagne francés, de los buenos… ¡sí señores!
En fin, muy dentro mío acuñé, paciente, la ilusión de que los Reyes Magos me dejaran conocerlo.
Y un día, se dio.
Nunca olvidaré esa tarde gloriosa. Ya con 50 años yo, y sin saberlo, me lo encuentro en un evento Quemero. Y el que salió en la foto no fui yo: fue el pibe Marcelito del ‘74, que de golpe y porrazo se chocó con el negro Baltazar, y el camello de Melchor y Gaspar que le marcaron al héroe.

Allí estaba él, sonriente como Gardel, regalando saludos y abrazos de gol, como hizo siempre.
Solo pude decirle “gracias”. Simplemente gracias. Y de nuevo… gracias.
Porque, después de todo, no es poca cosa hacer felices a los pibes, aunque tengan 50 pirulos. Y esa tarde volví a ser un nene. Volví a reencontrarme con ese mocoso que, 42 años atrás, hasta lo imitaba como se secaba el sudor de la frente. Y sentí de nuevo la emoción más intensa, más pura y más fiel, el más hermoso sentimiento: el Amor. Reviví mis más lindos goles y las más nobles ilusiones. Recordé amigos que ya no están, y afectos, y olores.
Cuando llegué a casa, miré viejos Gráficos… ¿y adiviná con quien soñé?
Si, ¡con los Reyes y Miguel!
Marcelo Guaglianone