Dardo, fanático del Ferrocarril San Martín, aparece asesinado en su casa. Su ídolo, Valentín “El Cazador” Rodríguez, decide regresar al barrio donde fue héroe y villano para investigar el crimen y saldar viejas cuentas. Escribe Lucas Bauzá.

“Mañana arrancás adentro, pibe. ¿Sabés por qué? Porque a vos en los partidos importantes se te desfigura la cara y eso me gusta, así que creetelá, vos creete que sos el mejor de todos porque a estos les cabe, y les cabe como a cualquiera… Beltrán y el pollo Magallanes se hacen los caciques pegando gritos a los cuatro vientos pero son dos paparulos, Valentín, son dos paparulos de novela que gritan del cagazo que tienen, así que no te asustés y enfocate en tu trabajo.”

Fito Vargas, concentración previa a Juventud Unida 0 – Ferrocarril 1 (2007)

  El lunes me desperté con una resaca vidriosa, punzante, de vino barato. Después de un buen rato con la mirada en el techo, en el desorden de mi pieza, en el fragmento mínimo de cielo patagónico que podía ver desde la cama, junté un poco de fuerzas y me dispuse a contrarrestar semejante malestar. Había tenido una borrachera de tierra arrasada y ahora sólo quedaba empezar de cero, dar pasos lentos y mantener el silencio por un par de días.

  Comencé por sacarme la ropa que traía puesta desde el López y darme una ducha con todos los chiches posibles. Después aposté por algo que me alejara lo más posible de la desidia de entrecasa y me vestí como si estuviera por salir a la calle de un momento a otro: Converse negras, joggins negro, gorrito de lana negro y buzo del Aleti. Por último, ya algo mejor después de la reseteada física y de un Alikal, encaré para la cocina dispuesto a sacarme el problema de encima. O los problemas. Porque tenía dos: avisarle a Fabri que me quedaría en Bariloche y escuchar el audio de Dardo.

  Puse la pava al fuego, prendí un Chester que de movida sacudió mi precariedad, y fui a buscar el teléfono que había revoleado por ahí en la turbia escabiada de la noche anterior. Cuando lo encontré, salí al patio del fondo, desde donde se podía ver un tajo del lago Gutiérrez, cinco cuadras calle abajo.

  Era una mañana fresca, ventosa, con el sol abriéndose paso a duras penas en un cielo copado por nubes grises e imprecisas.

-Qué día choto, chabón –le comenté a Mal Llevado, mi arisco perro, que apenas si contestó con un gruñido de rutina.

  Me senté en un balde de pintura y empecé a leer los mensajes del teléfono. La mayoría eran puteadas y recriminaciones lógicas de Fabricio: que garca, que me borraba en las difíciles, que lo había hecho quedar mal con la familia de Dardo… Di un par de cortas pitadas al cigarro mientras pensaba en una respuesta, hasta que finalmente le escribí que lo lamentaba mucho y que le mandaba saludos a la banda y a la familia del pibe. Mandé el mensaje, consciente de que Fabricio tenía razón en la mayoría de las cosas que me había dicho, y de que lo escueto e impersonal de mi mensaje le caería peor que la falta de respuestas.

  Mientras terminaba de fumar, con la mirada en la tierra del patio, armé a escupitajos una lagunita de saliva biliosa a la par que batallaba internamente por victimizarme o no. Lancé sin puntería la colilla contra un cantero que había junto a la puerta, me puse de pie y volví a la cocina con Mal Llevado, que generalmente prefería pasar la vida lejos de mi compañía.

-Pasá, ortiba, dale.

  Entré decidido a encarar el audio, ya habiendo asumido que del otro lado habría más reproches a mi falta de sentido de pertenencia. Dejé el teléfono en la mesada, busqué el audio, puse play y empecé a cargar el termo con el agua caliente.

  La cocina comenzó a llenarse con la voz cándida y chispeante de Dardo, con su mensaje dentro de una botella que había sido lanzada desde una isla suburbana en la noche del viernes, noche clásica y solitaria, según lo que se sabía, de pizza, cerveza y Manchester United – Barcelona jugando un amistoso en Los Angeles. 

  A los pocos segundos, no pude evitar que se me humedecieran los ojos y tuve que dejar la pava a un costado, apoyar las manos en la mesada, perder la mirada en las montañas que se levantaban en la lejanía.

  “Bueno, Cazador… Te hablo para desearte un gran veinte diecinueve y que ojalá puedas acomodarte allá con tus cosas… Estos días estuve pensando en lo que hablamos y tenías razón, yo soy un boludo y esto me puso ciego, vos ahora vivís lejos y el Furgón es tema superado, así que te pido mil disculpas si te ofendí con lo que dije del forro de Docabo. Mirá, nosotros lo único que queremos es romperle las nalgas al Bebi y vamos a dar todo para hacerlo, y bueno, y bueno… Pensé que con vos íbamos a tener muchas chances y por eso te propuse esta locura… Un abrazo e… Un abrazo enorme… Caza. Y te prometo que nos vamos a cuidar. Abrazo, ojalá que me puedas perdonar”.

  Me quedé congelado. Sentí que me estallaba el corazón, como si fuera algo ajeno a mi cuerpo luchando como una fiera para salir y, a su vez, que un dique se me había roto adentro y que una desmesurada afluencia de adrenalina no me dejaba mover.

  Miré el teléfono con un pánico de presa y me tuve que preguntar si era verdad lo que había escuchado al final del mensaje. Cuando pude hacerlo, me saqué a manotazos las dos o tres lágrimas y volví a poner play.

  El timbre en la casa de Dardo sonaba como un bombazo. Sacudía su saludo final, provocaba una pausa, agregaba una casi imperceptible inquietud, como una urgencia a su tono de voz.

  Ahora sí, comencé a temblar como si hubiera visto oculto desde un resquicio el andar discreto, incisivo y fugaz de un depredador. No había dudas: alguien había tocado el timbre en la casa de Dardo en la noche de su asesinato.

-Alguien que lo conocía, chabón. Alguien que lo conocía, la concha de mi madre –murmuré.

  Cerré el termo, así como estaba, y me senté en la mesa que había frente a la mesada de la cocina, un lugar angosto donde pasaba la mayor parte de mis días haciendo dos cosas: pensar y leer. Era un buen momento para pensar.

-Entonces esto fue a las once y cincuenta seis de la noche del 4, del viernes 4 –comenté al rato–. Once y cincuenta seis, viernes 4… Hoy es lunes 7 –volví a hablar en voz alta, mientras prendía el cuarto o quinto Chester del día y anotaba el horario en un inmaculado cuadernito Gloria que había sobre la mesa, encima de una pila de libros que venía leyendo.

  Me cebé un par de amargos, ya un poco más sereno, y comencé a releer los mensajes de Fabricio, del Santo, del resto de la Agrupación. Rápidamente encontré lo que buscaba: “Valentín, le entraron a chorear a Dardito Balmaceda, parece que lo cuetearon feo. Si podés venite ya para acá, está heavy la cosa”, me había escrito el Santo a las nueve de la mañana del sábado 4, omitiendo que ya no había nada para hacer, que Dardo ya estaba muerto. Esa era la hipótesis que se manejaba, al parecer, en Almafuerte: ladrones. Ladrones que tocaban el timbre para que los invitaran a pasar.

-La concha de tu madre, Lozano. Vos, Dobaco, Cuco y la concha bien puta de su madre.

  Llamé al Santo.

  Manuel Santopietro, el gran amigo de mi vida, vecino del barrio Ferrocarril, vocal titular de la Comisión Directiva del F.S.M. en representación del básquet, gran jugador de ajedrez, fundamentalista del whisky, fanático de la ciencia ficción, separado, padre de dos nenas, dueño del bar “El Santo”, en silla de ruedas desde el 98 por un accidente de auto en el que murieron su papá y su única hermana.

-¿Qué hacés, tragasable?

-Santo.

-Por fin aparecés, boludo…

-No tenía señal, estaba en el orto del mundo y me acabo de enterar –le mentí.

-Ah, bueno… Acá igual te estuvieron puteando hasta en quechua pero ya está, tampoco es que ibas a cambiar mucho el panorama… ¿Dónde estás ahora?

-Recién llego a casa. ¿Vos?

-Volviendo del cementerio con Marito.

-Ah, mandale saludos.

-Le mando. ¿Vas a venir, marmota?

-No, no. ¿Cómo fue eso, che? No lo puedo creer…

-No, no te imaginás la tristeza… Un bajón, esto.

-Y sí, chabón. ¿Los pibes? ¿Los otros fueron también?

-Los pibes sí, obviamente estaban todos hechos mierda. No, no sabés…  

-¿Y los otros? ¿Qué onda las lacras, fue alguno? El Bebi, Lozano, los barras.

-Poquitos… El Bebi sí, cayó dos minutos al velorio. Los tres Solís fueron… Y no sabés, vos podés creer que Alejo cayó con el conjunto de Estudiantes de Caseros haciéndose el Mourinho, el pajerto, el no sé qué…

-Dejalo que va a durar dos fechas el gil. ¿Y la barra, che?

-De Las Tunas fueron un par. El Zurdo, Bebeto, el Mocoso, también los vi a los Tejas… El Zurdo y el Bebi se quedaron afuera un ratito, parece que hay bronca, por lo que se comentaba ¿no?, porque el Bebi todavía no habilitó ni un par de medias del conjunto nuevo y en Instagram apareció la novia de Thiaguito Solís con la casaca nueva.

-¿El Zurdo te contó?

-Bebeto le contó a Fabri. Y el Mocoso también, le pregunté qué onda y me dijo que el Bebi los mandó a cagar, que hablen con Lozano porque él no tiene nada que ver con el fútbol. 

-¿Docabo fue?

-No, mirá si va a ir. Cuco tampoco, eh –me tiró la pared.

-¿Cuco no, no? –se la devolví, de frente al arco para que definiera contra alguien con quien se odiaba a muerte.

-Ttt, si llegaba a aparecer Cuco lo sacábamos a patadas en el orto al gil de mierda ese. ¿Qué? Ah, acá Marito que se me hace el gracioso… Me cubre el cupo de mogólico en el boliche sin que haga falta y encima se me ríe en la cara… Yo por lo menos lo agarraba de los huevos, gil –escuché que le contestaba a Marito, un pivot de la Primera del básquet que medía dos metros y tenía un mínimo retraso cognitivo–. ¿Estás ahí, Valentín?

-Sí, boludo. Tratalo bien a Marito, no seas hijo de puta.

-El que vino fue Lozano. Cayó al cementerio con el viejo Bustos. Muy correcto, bajo perfil… Habló con Fabri y el Equi.

-¿Y qué dijo el hijo de puta?

-Y yo qué sé, boludo, preguntale a él. Hoy no, eh, hoy no le escribas, llamalo mañana porque te estuvo sacando el cuero a dos manos… Dijo que eras un pelotudo, él

-¿Y mi abuelo, Santo? –lo interrumpí.

-Otro que atendió duro y parejo, el viejo Totó.

-Y sí…

-Che, ¿pero por qué no te venís unos días, boludo? Si las clases arrancan en marzo, todavía falta un huevo.

-No, Santo, no. Te llamaba para ver si se supo algo más de los chorros, qué sé yo… ¿A qué voy a ir?

-Y, no, de los chorros no mucho. Se sabe que fueron entre dos y tres, el guachin se les habrá parado de manos y chau. Pasó lo que pasó.

-¿Le robaron mucho?

-Creo que un plasma, la notebook, el teléfono… Guita, según me dijeron, no había. Sí supongo que los pesos de la billetera, pero dólares, euros, de eso nada, no cobró nada groso, nada raro.

-Entonces fue un choreo.

-Sí, Val –contestó, luego de una pausa. Con el Santo jugábamos de memoria–. Pero veremos, veremos qué onda… Yo te aviso cuando la fiscalía mande el informe de las cámaras de la zona, quedate tranquilo. Más que eso no hay. Y además lo tenemos al Equi, se vino al toque de Brasil para ver si podía tocar alguna punta y según él ya habló con el Secretario de Seguridad, le dijo lo típico, que iban a ser todo lo posible y bla blá.

  Agarré la Bic negra y volví a abrir el cuaderno.

-¿Tenés el nombre del Secretario ese, Manu?

-Mmm… Pará. Marito: ¿cómo se llamaba el gordo ese que habló con Ezequiel?

-¿Cuál? –oí que decía Marito.

-El de Seguridad de Almafuerte.

-Silva –dijo Marito.

-Silva, Valen. Tiene razón, al final este Marito es un balazo. El gordo Silva. Anda en un A3, si no me equivoco.

-Joya. Bueno, hablamos. Avisame cualquier cosa, Manu. Un abrazo.

-Dale, turrón. Abrazo por ahí. Y vos también, avisame. 

  Con delicadeza, dejé el teléfono a un costado. Me hamaqué en la silla, apoyando los pies en el borde de la mesa, prendí un Chesterfield e intenté reflexionar acerca del cosquilleo que estaba experimentando, pero más sobre lo que había sentido al escuchar el timbre sonando en la casa de Dardo. Esa explosión interna era una reacción animal que sólo había vivido en mi pasado como futbolista, una sensación de fuerza desbocada que creía enterrada en el fondo de mi alma, enterrada para siempre y catalogada como imposible de recuperar o de reproducir en la sencillez del día a día que vino luego del prematuro retiro.

  Bueno, me había equivocado. Existía algo capaz de sacudirme internamente como si estuviera merodeando el área en un partido que definía cosas importantes, como la gloria de mi barrio o el aumento de sueldo para treinta compañeros. Por algún oscuro motivo relacionado con el club, habían tocado a uno de los míos, una de las personas más valiosas del Furgón, un pendejo desinteresado y laburador de veinticuatro años que apenas arrancaba a vivir. Pararme frente a ese abismo, frente a ese fantasmagórico timbrazo sonando en la noche de mi barrio de toda la vida, era lo que había provocado mi reacción: tenía la certeza de que un espeso y putrefacto caldo se estaba cocinando en torno a mi querido Furgón.

  Tentado por la posibilidad, comencé a barajar seriamente, aunque con muchas dudas, la vuelta para Almafuerte.

  Ir detrás de los que habían bajado a Dardo, era marcar el territorio para que no se volvieran a meter con los pibes del barrio, pero también la revancha que había estado esperando desde el 2010, cuando Aníbal Docabo, pistolero a sueldo de Lozano, me encaró en el estacionamiento del Andén y me pegó un cachetazo a mano abierta que yo no pude responder, paralizado y aturdido ante semejante bestialidad. Sin escalas, de un día para el otro, yo había pasado de ser el héroe de la tribu a ser el más cobarde, es decir, el más boludo.

  Después de haber masticado tanto odio, de haber recaído en el recuerdo de ese apriete ordenado por Lozano, de casi una década, quizás estaba frente a la chance de recuperar, aunque sea en las sombras, mi chapa de héroe barrial, ganada a fuerza de lealtad a los colores, valentía, mucho sacrificio y un ego que había creído indestructible.

  Excitado, di los primeros trazos de un cuadro en el cuadernito: arriba, en el centro de la hoja, escribí “Mateo Casares (INTENDENTE)”; de ahí saqué una flecha vertical descendente y anoté “Silva (SEC. DE SEGURIDAD)”.

  A la derecha apilé los nombres del ala lozanista del club: “Chelo Lozano”, “Cuco”, “Aníbal Docabo”, “Viejo Bustos”, “Zurdo Daniel, Bebeto, Dengue, Teja grande, Mocoso, Gordo Chila (BARRIO LAS TUNAS)”.

  A la izquierda, omnipresente y todopoderoso, anoté al Bebi Solís.

  Por último, como si flotara en un limbo, escribí el nombre del Equi Cóceres junto a un signo de pregunta.

  Por el momento no tenía más. Cerré el cuaderno y me quedé mirándolo mientras tomaba un par de mates más y picaba unos bizcochos de grasa.

-Ya fue.

  Volví a manotear el teléfono y entré en la página de Aerolíneas Argentinas.

Lucas Bauzá

Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.

El próximo martes estará disponible el cuarto capítulo.

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