Hay encuentros que se esperan toda la vida. Esperamos que este se pueda dar en Qatar 2022. Escribe Agustín Barbeito.

  Deben ser las 6.30 de la mañana. Estoy casi segura porque a esa hora se suelen escuchar los primeros portazos. El nivel de estrés es superlativo. Hay reuniones y asuntos que resolver. Nadie había agendado en el Calendar de Google una pandemia. Los insultos vuelan como aviones de papel, algunas caras quedan tapadas por las pilas de formularios, imposibles de completar. La era analógica continúa vigente, en cierta medida, porque las “viudas” de Joao trabajan anacrónicamente. Creen en el estatus del saco y la corbata. Yo elijo otro juego.

  Nací para otra cosa. A mí me gusta que me miren, que me besen como si fuera la única vez que me van a besar. Soy, como quien dice, la Mónica Bellucci del fútbol. Pero ni soy actriz, ni paso de moda. Eso sí, me considero un símbolo sexual que se va de gira después de cada eliminatoria.

  A esta altura de mi vida, con 50 años en el lomo, y después de haber estado en las mejores fiestas, de haber conocido a centenares de presidentes, democráticos y de las más cruentas dictaduras, de haber viajado más que el mismísimo Heródoto, aquel historiador y geógrafo griego, padre de la Historia Occidental, creo que solo me queda un deseo por cumplir. El mismo que añora casi todo el pueblo futbolero. Todo un país, diría. Pero nadie más que yo.

  Recuerdo la primera vez que escuché el nombre de Lionel Messi. Estaba donde siempre, en mi casa de Zúrich, en Suiza, lejos de mi Italia natal. El presidente de la FIFA de aquel entonces, Joseph Blatter, estaba reunido con Juan Luis Larrea, presidente de la Real Federación Española de Fútbol, quien ocupó el cargo desde 1988 hasta 2017, cuando fue imputado por delitos de corrupción y llevado a prisión. Bueno, como la mayoría de los que caminaron estos pasillos en las últimas décadas. Con excepción de Julio Grondona, el mandamás de la Asociación del Fútbol Argentino por añares. Ese sí que zafó de los barrotes porque se murió antes; creo que se le explotó la aorta abdominal por un aneurisma, escuché decir.

  Bueno, fue justo Don Julio el que se le adelantó a su par español, Larrea. Le ganó de mano. Inventó un amistoso para que la Selección Argentina Sub 20 juegue contra Paraguay, así evitaban que Messi se nacionalice español. Esa noche, Leo se despachó con un golazo y dos asistencias. Esa noche de junio de 2004, Messi comenzó a obsesionarse con un título en la Selección Argentina, y yo me obsesioné con Messi.

  Y se construyó así la carrera más extraordinaria de todas. En Halicarnaso, ciudad griega en la que nació Heródoto, nadie sabía que allí se forjaría el primer historiador del mundo, mucho menos lamentarían poder explotar el turismo bajo esa premisa; entre otras cosas, porque de aquella topografía solo queda el Mar Egeo y un viejo castillo y casi nadie recuerda Halicarnaso. El único perjudicado es -y seguirá siendo- Heródoto, quien se perdió la oportunidad de contar la más maravillosa de las historias futboleras.

Mi suerte es otra. Yo me iba enterando de lo que pasaba en aquella oficina, sobre todo por periodistas que hablan por acá de hasta lo que no deben. Me acuerdo el año pasado, una tarde cualquiera, dos reporteros afirmaban que había batido otro récord al convertirse en el primer jugador de la historia del torneo español en anotar durante 16 temporadas seguidas. Ni Telmo Zarra, Ni Raúl González, ni Di Stéfano. Messi.

Hoy resuena la palabra burofax. Acá llegaron mails con ese “asunto”.  Prefiero recordar las cuatro Champions League, las diez Ligas locales o las seis Supercopa de España. Miren ese prontuario. Que tres Supercopa de Europa y otros tres primeros puestos en el Mundial de Clubes. 34 títulos. Un palmarés de la ostia, dirían los catalanes. El mejor currículum que alguien presentó jamás. Que asistencias de todo tipo, que goles que imitan a Maradona en 1986. Que el pichichi en todas las competencias, superando incluso a su principal competidor, Cristiano Ronaldo. Y, déjenme aclarar, el fenómeno Messi existe por Ronaldo. Y Ronaldo es Ronaldo por Messi. Una simbiosis perfecta en la que uno invita al otro a superarse en cada faceta. Por ejemplo, el tiro libre. En el verás de los tires libres, el rosarino era titular indiscutible. Por lo menos hasta 2012. Miren si habrá cambiado la historia que ya tiene más de 50 goles por esa vía.

  ¿Y de qué valen todas esas cifras? ¿A quién le importan las Botas y Balones de Oro, el último premio The Best, si en su país todavía los hinchas no tatuaron su nombre en cada pierna izquierda, o levantaron aún una estatua en sus corazones? Por lo menos, no de manera unánime. Me sigo sorprendiendo de esa afición argentina, de lo fugaz del “te amo” y la locura del “fracaso”. Pregúntenle a un deportista olímpico cuánto daría por tener la medalla de oro que ganó Messi en Beijing 2008, o a un pibe de los últimos equipos del Sub 20 si le ofrecieran patear un penal contra Nigeria en una final que casi nadie recuerda. Heródoto se encadenaría la boca antes de soltar un insulto. “Blasfemos”, gritaría.

  “Messi es un perro”, publicó una vez Hernán Casciari, escritor argentino, que maravilló a sus lectores con un posteo desde su casa en Cataluña, en 2011. Y eso es lo que a mí me seduce de Messi. Que no protesta ante las patadas, ni se rasga las vestiduras cada vez que le dan una murra a la altura de las costillas. No sabe hacer otra cosa que esconder el balón, practicar un regate y regalarle a un compañero la oportunidad del gol. Messi es la bandera de los que siempre intentan, relegando cualquier gesto de soberbia.

  Yo digo que Messi es Ryszard Kapuscinski, ese periodista polaco que invita a cada ciudadano del mundo a cruzar la frontera. Y vaya que la cruzó Lionel. Cada vez que lo denostaron, que se osaron a compararlo con Diego Maradona, que lo enjuiciaron públicamente por no cantar el himno de su país, o dudaron de su liderazgo en el vestuario. Cada vez que lo cuestionaron, Messi cruzó la frontera.

  Messi jamás dejó de asistir a una gira por Singapur o cualquier lugar en el culo del planeta. Jamás dejó de colgarla en el ángulo en los entrenamientos de Ezeiza o en Ecuador para llevarnos a su país a un mundial al que nunca mereció ir. Jamás dejó de reprocharle errores a una AFA intervenida como en 2016. Jamás dejó de enojarse en un vestuario con sus compañeros cuando no corrían en partidos amistosos. Messi cruzó la frontera en la última Copa América, cantando el Himno Nacional Argentino tan fuerte como el grito “Hijos de Puta” de Maradona al Olímpico de Roma, en la final del Mundial en 1990.  Messi cruza la frontera cada vez que declara en contra de la corrupción en la que navega siempre la Conmebol.

  La única vez que nos cruzamos, que lo vi bien cerca fue en 2014 en Río de Janeiro. Sentí sus ojos deseándome tan profundamente que me eroticé. Y miren que conocí a Zinedine Zidane, al español Casillas, y a fila de brasileros que bailaron a mi alrededor, desde el “chapulín” Romario hasta el “gordo” Ronaldo. Pero nadie me sacó el sueño. Solo Messi. ¿Será que queremos lo que no tenemos, que anhelamos lo que parece tan distante?

  Sigo creyendo que ese abrazo de oro algún día se dará. Si un joven Kapuscinski viajó a la India aferrado a las enseñanzas de Heródoto simplemente para entender al prójimo, yo vivo hoy por Messi, esperanzada en que llegará ese instante mágico en que gambetee a toda la defensa rival y se corone campeón del mundo. Y ahí estaré, cerca de la afición, y con todos los “flashes” de las cámaras aguardando el momento en que, por una buena vez, me alce entre sus manos y me haga suya para siempre.

Agustín Barbeito

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