Ayer cumplió 62 años Julio El Vasco Olarticoechea. El autor del «La nuca de Dios». Campeón y subcampeón mundial. En Italia con un centro suyo argentina dio el batacazo contra Italia. Días antes eliminó a una Brasil candidata, un hincha se desmayó en la tribuna y terminó obteniendo la camiseta de Caniggia. Escribe Jonatan Scheffer.
Un 4 de julio de 1992 y 2014, dos leyendas del fútbol y de la música, como Alfredo Di Stéfano y Astor Piazzolla zarpaban a la eternidad de las grandes constelaciones que tuvo y tiene nuestro país. Digamos que Julio no es sólo una posición en una hoja de calendario, para Argentina. La selección de Carlos Bilardo un 4 de julio de 1990 se jugaba un pleno para volver a la épica que le venía dando resultados por esa fortaleza anímica de pertenecer a un ciclo ganador, de la mano de ese mismo cuerpo técnico, cuyo proceso arrancó en el 82 y también del anterior, que fue la apertura legionaria de un combinado albiceleste que incluso hoy, después de varios años de sequías en títulos sigue siendo potencia. La cita, en esta ocasión es en Turín, semifinales del mundial contra Italia, el dueño de casa.
El Vasco de selección
Julio Olarticoechea no necesita presentación, sólo acentuar su gentileza de colaborar con un chismoso e ignoto periodista, que estuvo 48 horas amalgamándole de mensajes su teléfono celular.

El comodín se podría decir, quien exhausto del enorme y pormenorizado método de trabajo de un Doctor y Campeón (el libro del último entrenador ganador con la Selección en un mundial), desistió de participar hasta que Bilardo convencido de su capacidad lo alcanzó en un peaje antes de viajar a su Saladillo natal y le explicó cómo quería que jugara, con cuadratura mediante en una pared de por allí y con un ladrillo oficiando de tiza. Y así fue, el autor de «la nuca de Dios» contra Inglaterra en México 1986, quien luego de ser vital en ese título, volvió a ser protagonista en una instancia de mata o muere, con el sacrificio y todocampismo que lo ha caracterizado.
«Estar a la altura de lo que te exige la Selección argentina es algo que uno de chico jamás se imaginó», la emoción le impide ocultar ese nudo en la garganta por estar al borde de la emoción. Esa sensación que al recordarla eriza la piel, como la marea de la hinchada argentina cuando siendo local en Eliminatorias, amistosos o Mundiales se pone a cantar.
«Bilardo te daba la camiseta no sin antes decirte que tenías que demostrar que eras jugador de selección, las charlas de él eran largas en la semana y cortas en el antes y durante del partido», continuó el Vasco mientras la imaginación redactora arrancó en ese momento a viajar. A dilucidar momentos en Trigoria, donde allí concentraba el plantel en el mundial de Italia 90.
Sergio Goycochea, José Serrizuela, Juan Simón, Oscar Ruggeri, Gabriel Calderón, Ricardo Giusti, José Basualdo, Jorge Burruchaga, Julio Olarticoechea, Diego Maradona y Claudio Caniggia salieron a la cancha a enfrentar al local ya lanzados a la conquista de otra cifra arquetípica, que queme los parámetros primigenios de aquellos que incluso en Argentina vaticinaban no poder lograrse la victoria. Inmersos en esa plañidera al fundamentalismo de que al fútbol se juega de una sola manera y todo forma parte de una nutrida tribu de enorme alabanza, a la supuesta pureza de este juego.

Pero el equipo anímicamente era consistencia pura y estaba en el funcionamiento algo más aplomado. Porque fue así, de menos a más. Ese día el 3-5-2 se replegó en el primer tiempo, para cederle protagonismo con la tenencia de la pelota al anfitrión/organizador, en el segundo tiempo, con mayor aire y entereza de los mediocampistas laterales, con Calderón por la derecha y el Vasco por la izquierda, al posicionarse como volantes le dieron una profundización de variantes a Maradona y Caniggia, que con un Burruchaga sempiterno en sus gravitaciones, jugó a ser el Héctor Enrique del 86, con mayor sacrificio en la ida y en la vuelta.
Así, después de soportar la maraña táctica y de presión de una Italia con un Toto Schillaci casi que valuado a precio de prócer, una heroica de Olarticoechea por la banda zurda, derivó en un centro a Caniggia, que con la simpleza con la que declara y festeja goles dio ese empate tras peinar ese mismo lanzamiento, cuasi de guante, que puso a la Argentina en partido y posteriormente en penales.
El caballero de rubia cabellera
Si hay alguien que como la descripción de Alejo Apo dice «llevar a Caniggia en el corazón» es Marcelo Ordás, que además de coleccionar preciadas camisetas y contar con el enorme respeto del medio del fútbol, tiene en su retina y grabado a fuego en su corazón el más perfecto y tragicómico de los recuerdos del Argentina-Brasil por los octavos de final del mundial 90.
«Los brasileros habían copado Turín, a medida que veían nuestros colores albiceleste nos decían que hoy nos metían 7. Y con esa característica muy densa que tienen los brasileros de cargar, mi papá dice que por las dudas vayamos para el estadio, a lo que le respondo que faltaban 5 horas para que abran incluso las puertas. Pero así y todo decidimos ir para el estadio y ni bien abrieron las puertas creo que éramos 100 de aquellos 70.000. Entramos y nos topamos con una bandera con los colores azurros que decía ‘siamo qui solo per i brasiliani’, estamos acá sólo por los brasileros», empieza Marcelo con excelsa pronunciación, sobre cómo se consustanciaba el clima previo con la magnitud de la instancia eliminatoria.

«Me acuerdo que después de tanto peloteo, a partir del minuto 50 había decidido ya no ver más el partido del sufrimiento y me senté en el hormigón, mientras seguía comiéndome todo el tiempo las gastadas de esa forma densa que tiene el brasilero de expresar su socarrona manera de gastar y los teníamos encima a 4 metros, tras un alambrado que nos separaba en el estadio y que, en cuanto ataque de Brasil se gestaba, era un conjunto de risotadas y de expresiones como ‘hey argentino fica tranquilo que eles vão voltar para casa’, o sea quédense tranquilos que ya van a volver a casa. Hasta que en el minuto 81, me paro porque escucho un ‘óle’ de la tribuna argentina y era la primera gambeta que Diego le había hecho a Alemao, ahí me levanto y veo cómo deja a su segundo hombre, que era Dunga y al tercero Ricardo Rocha. Ahí viene la gesta, ese pase inolvidable a Claudio Paul Caniggia, que cuando gambetea a Taffarel todos empezamos a gritar ‘pateá, pateá’. Obviamente esa décima de segundos casi nos hace ir hacia la locura, parecían horas y no décimas de segundos, el corazón pedía a gritos salir de nuestro pecho y vemos que con la derecha engancha, con la zurda define, la pelota que mueve la red y a mi papá que me quiso abrazar, lo termino empujando para ir a ese alambrado que me había visto padecer durante 81 minutos, para gritarle el gol todos los brasileros allí ubicados y a insultarlos acordándome de todos sus familiares de Toquinho, Marquinhos, Dieguinho, Jorginho, etc. Hasta que en un momento entre el calor, la euforia, el descargo y la algarabía, una suerte de frío calor se trepa en mi cervical, me desmayo y aparezco en una sala de primeros auxilios del estadio Delle Alpi», rememora Ordás.

«Cuando recobro un poco la visión que continuaba bastante borrosa, veo que estoy en una sala blanca con una enfermera vestida toda de blanco y cuando atino a pararme de la camilla, ella deposita su mano en mi frente, me pide que me calme en italiano y me recueste de nuevo. Miro el reloj y veo que habían pasado 9 minutos de los 90 reglamentarios y la miro y le imploro diciéndole ‘por favor signorina, decime que ganó Argentina’, ella me mira sujetándome el brazo y me reaponde ‘sí ragazzi, l’Argentina ha vinto (ganó)'», prosigue Marcelo Ordás mientras expresa su emoción como si allí estuviera de nuevo viviendo lo acontecido.
«Después apareció Don Julio Grondona, porque le comentaron que me había desmayado y me lleva al vestuario argentino. Ahí como siempre digo, que si tuviera que elegir en toda mi vida una descripción narrativa ideal de la felicidad, era ese momento. Un vestuario albiceleste saltando. Era como el cuadro de lo que significa la felicidad. En un momento me abrazo en cuanto jugador argentino pasaba agradeciéndole, hasta que el presidente me lleva a conocer a Claudio Paul y le dice que cuando él hizo el gol, yo me había desmayado. Le explica que de alguna manera necesitaba que se tomara conciencia de que yo representaba a todos los argentinos que habían salido a festejar a la calle en el país, porque en Argentina había una fiesta nacional», continúa Ordás.
«Me pregunta Cani qué había pasado, le comento rápidamente y me ofrece un poco de su gaseosa. Lo único que atino es a pedirle un abrazo y cuando lo hago le digo que en ese abrazo estaban los 33 millones de argentinos, ´que hoy convertiste en los seres más felices del universo´. Se ve que toqué alguna fibra íntima en él, porque después de terminar de atender a un periodista, pone su mano en su botinera, saca su armadura albiceleste con la que había marcado no sólo el gol más importante de su vida, sino que uno de los goles más importantes o gritados de todos nosotros. Me la entrega y me dice ‘tomá, te la ganaste’”, describe quien aún colecciona esa camiseta. Le queda para siempre la remera de una de las gestas más importantes de la historia del fútbol argentino en los mundiales.

«25 años después un amigo en común entre Claudio y yo nos juntó, en un museíto que tengo en la ciudad de Buenos Aires, y le volví a contar toda esta historia. En un momento cuando termino de contar la historia, se emociona y me dice que después del nacimiento de sus hijos, ese había sido el día más feliz de su vida. Para mí que me dedico a coleccionar el testimonio tangible de la mayor pasión humana que es el fútbol, directa e indirectamente colecciono capítulos y episodios. Este es de los más hermosos e importantes de mi vida», cierra Marcelo asegurando al pasar que la clasificación a la final, esa que lo volvió a tener al caballero de rubia cabellera de protagonista con centro del «comodín», en semifinales contra el organizador que tenía casi predestinado un título anticipado para propios y extraños, fue darle «el segundo Maracanazo» a la historia de los mundiales.
Jonatan Scheffer