“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá. 

“Siento olor a caca, muchachos. Miren que no firmé la planilla y estoy a tiempo de poner a otro, eh. ¿Sos vos, Rodríguez, no? ¿O vos, Franco, que si son partidos importantes te escondés atrás del laiman? ¡¿Quién fue, eh?! Si es un pedo me lo dicen y me quedo tranquilo, pero acá hay olor a mierda, viejo, se siente de afuera… Fuiste vos, Tano. Decimeló ya y ataja el Araña, mirá que no me ofendo.”

Antonio Romero, vestuario previo a Ferrocarril San Martín 1 – Atlas 3 (2016)

Cuando desperté de la siesta lo encontré a Totó en la penumbra de la cocina, empilchado de jeans y pulóver sobre los hombros, como si estuviera por ir a cobrar la jubilación de agosto, pero eran las cinco de la tarde del sábado y la sensación térmica debía andar por los 45 grados.

-Ah, ¿qué hacés, alunado? No sabía que estabas acá –me saludó.  

  Apenas cubierto con un desteñido y descuartizado slip, y transpirado como un fundidor de acero, antes de indagarlo me bajé medio litro de agua helada y metí la cabeza debajo de la primera canilla que encontré.

-Seguí abriendo la heladera descalzo.

  Me senté en la otra punta de la mesa. 

-¿Qué onda, jovie? –pregunté, mientras acomodaba en el gallinero un huevo que se me había extraviado.

-Llamó Patricio –respondió con seriedad.

-Ah, ¿en serio? ¿Qué contaba el viejito?

-Me invitó a que vaya unos días para allá. Justo estaba llamando a la remisería para ir a comprar el boleto –me tanteó.

  Cabeceé. Si me metía a la cabina del 128 con ese calor corría el riesgo de morir derretido como un puñado de muzzarella en un horno pizzero. 

-Sí, me dio ocupado… –agregó, mirándome de refilón.

  Patricio era su primo, un entrerriano parecidísimo a él que ya debía andar por los ochenta pirulos y que vivía junto a varios de los suyos en un campo de Tumayá, un pueblito del sur de Entre Ríos.

-Voy yo, viejo.

-Te doy para la nafta, tomá –se apuró, antes de que me arrepintiera de hacerle la gauchada.

  Rechacé la billetera con un gesto, bostecé como un preso y me quedé mirando fijo una mancha de la pared que estaba a sus espaldas.

  Albertito, el padre de mi tío Patricio, era un mito familiar: en 1897, con apenas dieciséis años y luego de haberse comido un rebencazo en la nuca, había asesinado a sangre fría al capataz de la estancia de los Cambaceres, para luego escapar a Uruguay, donde cambió de identidad, conoció a su mujer y tuvo a sus hijos, quienes volvieron a cruzar la orilla recién después de la muerte del fugitivo, ocurrida durante el primer peronismo.

  “Allá se puso Miralles y se hizo artesano. Walter Miralles”, era una frase que le había escuchado decir a mi abuelo alrededor de quinientas veces, porque yo le había pedido en quinientas oportunidades que me contara la impactante historia del tío Albertito.

-¿Te llamó el viejo o estaba con alguien?

-No. Discó el Ricky, si me hizo una joda y todo, el boludo.

-¿El Ricky está con el tío?

-¿Te acordás de él, no?

  Ricky, nieto del tío Patricio, manejaba y disparaba las armas como un pistolero del Lejano Oeste.

-Sí, cómo no me voy a acordar.

-No, viste que vos te hacés el hombre de mundo y te olvidás de la gente.

-¿Vive ahí con él? –volví a preguntar, dejándole pasar el dardo porque estaba pensando en otra cosa.

-Armó su casita en el mismo terreno, sí. ¿Pero vos no fuiste al casamiento, infeliz?

-Jugaba, no pude ir. Pero… ¿Al final viste que todavía te carbura, no? Te olvidás de lo que te conviene, ya te saqué la ficha a vos.

-Pero qué vas a sacar la ficha. 

  Hacía más de quince años que no iba a visitarlos, otra de las tantas costumbres que había tenido que abandonar por el fútbol y que nunca más retomé. La última vez que había podido ir, con mis viejos y mis hermanos, tenía doce, trece años con toda la furia; por una cuestión de edad me arrimé a Ricky, que andaba por los veinte y nada tenía para compartir ni con mi hermana Rosario, que pasó esos días con los mayores, ni con Fabricio, un enano rompepelotas que enseguida hizo yunta con mi primo el Topo. En una de esas tardes infinitas, de quince horas de duración, cazamos dos caballos y nos piramos a un monte; ahí, con una carabina plateada que en el primer intento casi me arranca el hombro, y bajo la supervisión de Ricky, había disparado los primeros y únicos tiros de toda mi vida.

-¿Quién más estaba allá, che? 

-El pillado de Nelson se fue a Brasil. Están Patricio y el Ricky con la señora y las nenas, nadie más, si el Topo ni figura. Tres ya tiene, tres nenas, me dijo que está cogiendo como loco para que le toque el nene, hehe –rió con picardía, apenas, y miró la hora en el reloj que colgaba a su izquierda–. ¿Me vas a ir, boludo? Mirá que cierra la agencia, seguro atienden hasta las seis.

-Voy, viejo, voy –murmuré, terminando de ajustar la idea.

-Y vestite, no vas a ir así.

-Vamos, vamos juntos. Le pido la Kangoo a Manu y te acompaño unos días.

-¿En serio, flaco?

-En serio, vamos –me puse de pie.

-Uh… Cuando te vea el Ricky… Siempre me pregunta cuándo ibas a ir… Ahora le aviso, entonces.

-Avisale, avisale. Mañana salimos bien temprano y en tres o cuatro días pegamos la vuelta, ¿te va?

-Pero… Al pelo.

-Joya, y cambiate que te vas a cocinar así. Ahora voy a lo de Manu y llamo a Fabri para ver si puede pasar a prender las luces y darle de comer a Mal Llevado. 

-¿No lo llevamos al borracho?

  Lo miré con complicidad.

-¿Vos decís, viejito?

-No, sí, mejor que se quede. Después hay que bancárselo en pedo y es para peor.

  Valentín me pidió la Kangoo y no me quedó otra que dársela. Con la abyecta batata que tenía no le daba ni para llegar a la plaza de Almafuerte.

-Mirá que son cuatro días, el miércoles con toda la furia estamos acá –me aclaró por enésima vez, poniendo un pie en la vereda.

-Ya te dije que sí, llevala.

-Joya, gracias. 

-No, gracia a vo. Che, paspado, escuchame: mirá que lo que me dijiste ayer de Matías lo tengo acá –dije, poniéndome el dedo índice sobre la sien, haciendo referencia a la charla que habíamos tenido en el patio del bar, mano a mano, antes de arrancar a truquear–. Ese asunto lo voy a preparar yo, porque vos estás nublado, estás escabiando mucho y no podés pensar con claridad.

-¿Y qué vas a preparar?

-Yo me encargo de estudiar el terreno y te aviso cuando lo tenga todo cocinado, y vos tenés que hacer lo que hiciste toda tu vida: empujar la pelota abajo del arco sin hacer un carajo y llevarte todos los flashes.

-Dale, boludo. La vengo llevando bien hasta ahora.

-Te estoy hablando en serio. Si querés que te acompañe dejá en mis manos la primera parte. Además ya estás medio cagado, te vas a mandar algún moco y acá no se puede errar porque nos hacen pollo, esto no es joda.

  Miró hacia los costados, puso los brazos en jarra y asintió.

-Bueno.

-Vos andá y descansá unos días, dejalo al Santo que en esta no falla. Andá tranquilo que ese pánfilo ya perdió –terminé mi argumentación, dándole las llaves de la chata.

-Dale. Gracias, Manu.

  Volví al bar, que tenía menos vida que una catacumba, le pedí a Cami que por favor pusiera un disco de St. Germain y me senté en una mesa a tomar un whiskycito de los caros.

  El viaje junto a Totó, comenzado en la madrugada del domingo, fue algo que necesitaba tanto o más que el fierro que estaba yendo a buscar. Era imperioso suspender momentáneamente la tensión en la que me veía atrapado desde la escucha del audio, un disparador que me había obligado a regresar a Buenos Aires y afrontar situaciones que jamás hubiera esperado vivir unos días atrás. Todo había sido escabio, preguntas y gente midiéndome para ver de qué madera estaba hecho; mi abuelo, en cambio, me cebaba unos mates de antología, no me medía porque me conocía mejor que ninguno y apenas me preguntaba cuándo carajo me iba a ver con una mina.

-Es acá nomás la entrada, infeliz.

  A las once y monedas estacionaba la Kangoo negra del Santo debajo de la sombra de unos talas de tamaño descomunal, a unos metros de la casa de mi tío. El campo queda a unos diez kilómetros del centro de Tumayá, un caserío de cuatrocientos habitantes que aún no cuenta ni con una parada para colectivos de larga distancia. La casa es una construcción antigua de un piso, con paredes descascaradas, techo a dos aguas y una galería en la parte delantera que en ese momento de la mañana estaba recibiendo todo el sol de frente. Desperdigados en las inmediaciones, había perros, gatos, pollos, gallinas, gallos, patos, caballos y hasta un par de loros.

-Es bichero el Ricky, qué lo parió.

-Allá están, viejo –le dije, señalando a unos treinta metros la inolvidable parrilla del tío, pegada al galpón, bajo una parra deshilachada. Ricky estaba en cuero y de jeans, de pie junto a la parrilla, fibroso y delgado como un boxeador de peso welter, con la cabeza rubia y redonda al rayo del sol. Encandilaba, el hijo de puta, y saludaba aleteando un brazo. 

  Caminamos despacio, tanto por las rodillas de mi abuelo como por los perros que nos chumbaban, y que recién se alejaron unos pasos gracias a un chiflido de mi primo que lo podría haber escuchado desde Almafuerte. Por fin los viejos llegaron al abrazo que se venían prometiendo desde hacía dos años, y con Ricky los imitamos fugazmente, porque el asunto ahí era saborear el reencuentro de ellos dos. Mi tío estaba igual que siempre: tranquilo, de pocas palabras pero sonriente, sin un rasgo de la maldad intrínseca que cargamos los bichos de ciudad. 

-Mirá que acá nos quieren sin grupo, infeliz –me avergonzó el cornudo de Totó, tan contento y emocionado como el viejo Patricio, que me había atenazado las orejas y me miraba orgulloso.

-Ya sé, viejo –murmuré, mientras el pingazo de Ricky asentía con la cabeza.

-No, digo, por las dudas.

-Bravísimo el viejo, ¿no, primo?

-Un hijo de puta –lo definí–. Cada día está más malo –agregué. 

-¿Cómo andás vos? –le preguntó Totó, guiñándole un ojo para dar a entender que estábamos haciendo un habitual paso de comedia de bajo vuelo.  

-Por suerte todo en orden, tío –respondió mi primo–. Todo en orden. ¿Vos?

-Bien, Ricky –respondió Totó–, la verdad que no me puedo quejar. El que anda medio tirado es acá el hombre.

-Callate, que te tengo que andar cuidando como si fueras mi hijo.

  Los viejos se salían de la vaina por sentarse a hablar, jarra de tinto de por medio, de gente que no estaba, de cosas que no existían, de hazañas que ya casi nadie recordaba y que se irían de este mundo cuando se fueran ellos.

-Vamos a buscarle unas bebidas a los tíos y acomodamos los bolsos, Valentín –dijo Ricky, y a partir de ese instante me volví a pegar a él como si tuviera doce años. Era momento para dejar el teléfono sin batería en la mesa de luz y a la concha de su madre con Buenos Aires.

  El escollo principal eran las cámaras. Esa misma noche me contacté con el Ojo Raimundo, un amigo de mi viejo que compraba baterías usadas y chirimbolos por los barrios de la periferia, y le pedí si al día siguiente podíamos ir a recorrer la zona del Parque Industrial de Bouchard, donde trabajaba Matías. Con un Rastrojero que iba a paso de hombre, imposible de levantar sospechas, y dándome el placer de despertar a toda la vagancia K que rodeaba a las industrias, el domingo al mediodía ya tenía dibujado en mi cabeza el croquis para levantar a Matías y rajar debajo de los radares como los Pucará en Malvinas. Mi idea era que el paspado lo engatusara a la salida de la fábrica BouPlas, donde Matías cumplía el turno de 10 a 18, subirlo a la Kangoo, y ahí apretarlo, conmigo apareciéndole por sorpresa desde la caja. Teníamos trescientos metros para abordarlo antes de que llegara a la parada de colectivos, en una esquina que era una especie de frontera entre las últimas fábricas y las primeras casitas del barrio obrero; en esos metros el riesgo de ser vistos era mínimo, por los altos paredones de las fábricas y por la escasa gente que tomaba esa calle poceada, angosta, desértica. Ya con el paquete arriba, teníamos que doblar a la izquierda en esa misma esquina de la parada de bondis, hacer unas treinta cuadras por Ameghino, una callecita de tierra que no tenía domos municipales y apenas un puñado de cámaras particulares, y ahí ya estaríamos en Lourdes, luego de cruzar la ruta provincial 195. Si se llegaba a pudrir el asunto, algo de lo que yo era más consciente que Valentín, tenía que ser resuelto antes de llegar a Lourdes, o por lo menos en esas primeras cuadras del distrito de los Tello, cuadras que mostraban una miseria que te partía el corazón. Y para resolverlo, mi idea era llevar una navaja y no el chumbo que tenía en casa, porque sospechaba que nada asusta más como sentir el frío del acero en las manos de un loquito.

  Después del chivito y de una sobremesa que duró horas, donde volví a escuchar todos los detalles del legendario Albertito Rodríguez, los viejos se fueron a acostar y con Ricky nos quedamos hablando de los bueyes perdidos y encontrados a lo largo de tantos años sin vernos. Ya en el atardecer, con el cielo ardiendo de rojo y anaranjado, volvimos a acercarnos a la parrilla para reactivar las brasas, y fue ahí,  con los dos navegando un pedo de vino que nos hacía sentir en otra galaxia, que salió el tema de la cacería.

-¿Seguís yendo?

-Eso siempre.

-Bien ahí.

-¿Querés que vayamos mañana, bien tempranito?

-Me encantaría, Ricky.

-Mañana vamos –confirmó, y pasó a hablarme de las armas que tenía: gomeras, cuchillos, espadas, pistolas, revólveres, carabinas, escopetas. Menos bazookas, Ricky tenía de todo.

-¿Tenés alguna sin papeles para pasarme?

-Acá es distinto… –se sentó en un tronco pegado al mío y prendió un cigarro– Jamás me pidieron un papel de registro, pero el viejo es más formal, a las suyas las tiene en blanco, porque para él… las cosas son legales o legales.

-Ajá.

-Temas que arrastrará del padre que tuvo, qué sé yo qué mierda. Pero sí que tengo, pistolones, matagatos, un lindo 22 también… Todo eso qué papeles puede tener. Te armo un lindo paquete, quedate tranquilo.

-Mirá que te lo voy a pagar, boludo. No es mangazo.

-Callate. Allá está fulero el tema de la seguridad ¿no?

-Maso, Ricky. Los noticieros también aportan lo suyo, si mirás la tele te parece que estás en Bagdad.

-Sí… Che, bueno, pará que lo traigo así lo ves –dijo, poniéndose de pie, pero lo detuve.

-No, no, que no quiero que el viejo se entere.

-¿Y qué te va a decir el viejo malandra este, si recién habló del 38? –preguntó, sentado en el aire, a tres centímetros de su tronco.

-No, es por las dudas. Lo quiero tener por la mía.

  Ricky no era ningún boludo. Se desplomó en su asiento y miró el espectacular horizonte que teníamos enfrente. Hizo un largo silencio.  

-Mañana vamos a tirar. Y te voy a pasar una carabina también, marca checa. Esa… Mirá, era de un viejo del pueblo que murió, se la compré a la mujer.

-No la puede rastrear nadie.  

-No, no…

  Estábamos en soledad, llenos de polvo y silencio, rodeados de elementos puros, salvajes, hablando de un tema que me helaba y calentaba la sangre al mismo tiempo, que me daba pánico pero también osadía. Con ese nivel de alcohol en sangre y flotando en ese paraje, sentía que estaba para animármele a cualquiera. Embalado, embaladísimo y rebalsado de odio, estaba a punto de confesarle a Ricky para qué necesitaba los fierros, pero pitó el cigarro y me miró a los ojos de tal manera, con tanta guapeza natural –eso que tenés o no tenés, eso que no se construye, la guapeza que tenían los que me esperaban del otro lado en Almafuerte, pero también la guapeza de Fabricio, del Gordo Leandro, de mi viejo– que me sentí adentro de una película de vaqueros, o sea, de una película de terror en la que los temas de guita se arreglaban a los plomos y a las piñas.

  Sonreí de los nervios, con las pelotas achicadas como dos arvejas.

-¿A quién se la querés poner, primo?

  Volví a sonreír.

-A nadie.

-¿No? Avisame tranquilo, que si hay que dársela a uno te lo limpio yo.

-No, no hace falta. Tranqui, Ricky.

-Sabés que me gustaría medirme con un porteño ¿no? Así, mano a mano, con esos que se hacen los guapos de a diez.

-Estaría lindo verte… Alguno te puedo presentar.

-Me gustaría conocerlos, sí… ¿Pero sabés qué? Vos quedate tranquilo, si hay bronca, yo te voy a dar dos máquinas que no existen y que no te van a dejar a pata.

  Le agradecí en silencio, sabiendo que estaba parado en un abismo y a punto de saltar. 

-También vas a aprender a tirar sabés cómo ¿no? –me pegó un manotazo en la rodilla que indicaba la presión que había empezado a sentir–. Porque ya veo que no querés dársela a ninguno, pero llegado el caso… Por las dudas… –manoteó el jarro de vino– Salud, primo.

  Le habían declarado la guerra al Barrio Ferroviario y el destino había querido que yo naciera ahí.  Inestable e intranquilo pero despierto, como electrificado, por las dudas yo estaba donde tenía que estar: preparándome de la mejor manera posible para aguantar los trapos. Era lo único que podía hacer, aunque no supiera cómo hacerlo: ir al frente.

-Salud, Ricky.

Lucas Bauzá

Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.

Ilustraciones en el texto por Nach.

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