Hoy cumple años el escritor italiano Alessandro Baricco. En su libro Los Bárbaros tiene dos ensayos sobre fútbol. Este cuenta sobre sus tiempos como marcador de punta izquierdo. En aquellos tiempos donde los laterales no cruzaban la mitad de la cancha y jugaban una batalla constante con el wing contrario.
Una cosa más sobre el fútbol. Sé que ésta va a ser una entrega un poco técnica, por lo que les pido disculpas a quienes no soportan el fútbol: si quieren, pueden saltársela. Para los demás, lo que encuentro interesante es esto: la idea de espectacularidad que el fútbol ha elegido en estos últimos años, más o menos desde que se percibió cierta mutación bárbara. Naturalmente, buena parte de esa idea de espectacularidad guarda relación con las técnicas de narrar, con la televisión, las tomas, el tipo de comentarios, la escritura deportiva en los periódicos, etc., etc., pero hay algo que guarda relación también con la natura- misma del juego, con su técnica, con su forma de organización.
Por lo que a nosotros se refiere, la pregunta es ésta: si a los bárbaros les resulta necesaria una espectacularidad de los gestos, ¿cómo es posible que hayan llegado al absurdo de eliminar precisamente el aspecto más espectacular de ese juego, es decir, el talento individual, o incluso la marca del artista, esto es, el número 10? ¿Por qué golpean precisamente el aspecto en el que ese gesto parece asumir su dimensión más elevada, más noble, más artística? No es una pregunta únicamente futbolística, porque, como a estas alturas empezaréis a comprender, se trata de un fenómeno que podremos encontrar en casi todas las aldeas saqueadas por los bárbaros. Se dirigen directamente a donde se encuentra el corazón más elevado del asunto y lo destruyen. ¿Por qué? Y sobre todo: ¿qué ganan con semejante sacrificio? ¿O es violencia estúpida, pura y simplemente? En el caso del fútbol puede ser útil, de nuevo, detenerse a observar una vieja foto en blanco y negro. Sólo un vistazo, pero ya veréis como es útil.
Cuando empecé a jugar con la pelota eran los años sesenta y todavía no existían ni Moggi ni Sky. Era el único que no tenía botas de fútbol (no éramos pobres, pero éramos católicos de izquierdas), por lo que jugaba con las botas de montaña atadas en el tobillo: por eso, y según una lógica imperiosa, los mayores decidieron que tenía que jugar en la defensa. En esa época tenía yo la idea de que la vida era un deber que tenía que cumplirse, no una fiesta: que había que inventar, y por eso durante años me ceñí a esa indicación categórica, creciendo con la mentalidad de un defensor y ascendiendo en las categorías futbolísticas llevando en la espalda el número 3. Era, en esa época, un número carente de poesía, si bien aludía a una disciplina enérgica e imperturbable. Se correspondía más o menos con la idea, imperfecta, que me había hecho de mí mismo.
En ese fútbol, el defensor defendía. Era un tipo de juego en el que si uno llevaba en la espalda el número 3, podía jugar decenas de partidos sin traspasar nunca la línea del centro del campo. No era necesario. Si el balón estaba allí, tú esperabas aquí, y te tomabas un respiro. El asunto te proporcionaba una extraña percepción del partido. Yo, durante años, he visto a mi equipo marcando goles lejanos y vagamente misteriosos: era algo que ocurría allá al fondo, en una parte del campo que no conocía y que, a mis ojos de defensa lateral, reproducía el aura legendaria de una localidad balnearia, más allá de las montañas: mujeres y gambas. Cuando marcaban un gol, allá al fondo se abrazaban, esto lo recuerdo bien. Durante años vi cómo se abrazaban, desde lejos. De vez en cuando incluso me dio por recorrer todo el campo para unirme a ellos, y abrazarme yo también, pero la cosa no salía muy bien: uno siempre llegaba un poco tarde, cuando la parte más desinhibida del asunto ya había terminado: y era como emborracharse cuando los demás ya están volviendo para casa. Así que la mayor parte de las veces me quedaba en mi sitio: entre defensores, intercambiábamos alguna sobria mirada. El portero, ése siempre estaba algo loco: él se las apañaba por su cuenta.
En esa época existía el mareaje al hombre. Esto significa que durante todo el partido jugabas pegado a un jugador contrario. Era lo único que se te pedía: anularlo. Este imperativo comportaba una intimidad casi embarazosa. Era un fútbol simple, por lo que yo, que llevaba el número 3, marcaba a su número 7: y los números 7 eran, en el fondo, todos iguales. Delgaditos, piernas torcidas, rápidos, algo anárquicos, unos liantes de cuidado. Hablaban mucho, se peleaban con todo el mundo, se ausentaban decenas de minutos, como presas de repentinas depresiones, y después te engañaban como serpientes, escabullándose con una imprevista vitalidad que tenía el aspecto de la convulsión de un moribundo. Después de un cuarto de hora ya lo sabías todo sobre ellos: cómo driblaban, cómo odiaban a los delanteros centro, si tenían problemas en la rodilla, cuál era su oficio y qué desodorante usaban (algunos Rexona que eran letales). Lo demás era una partida de ajedrez en la que él llevaba las blancas. El inventaba, tú destruías. Por lo que a mí respecta, el mejor resultado era verlo marcharse expulsado por protestar, sumido ya en plena crisis nerviosa, con sus compañeros mandándolo al infierno. Yo disfrutaba mucho cuando, al salir, anunciaba, gritando, que él no volvería a jugar nunca más con ese equipo: ahí encontraba yo el sentido de un trabajo bien hecho.
No existían los contragolpes, los relevos, no se practicaba el fuera de juego, no se iba a las bandas para centrar, no se hacía la diagonal. Cuando uno cogía la pelota, buscaba al primer centrocampista disponible y se la pasaba: como el cocinero que le pasa el plato al camarero. Que se encargara él. Sacarla desde la banda quedaba muy bien (¡te aplaudían!) y cuando de verdad te encontrabas en dificultades se la pasabas hacia atrás al portero. Eso era todo. Me gustaba.
Después las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer unos números 7 que no hablaban, no se deprimían; pero para compensar se quedaban atrás, a la espera. No me quedaba claro de qué. Tal vez me esperan a mí, me dije. Y fue entonces cuando crucé el centro del campo. Las primeras veces era algo extraño: desde el banquillo todos empezaban a gritarte: «¡Vuelve! ¡Cubre!», pero entretanto tú ya estabas allí, respirando un aire fresco, y luego te volvías, pero como cuando vuelve uno de la playa el domingo por la tarde, de mala gana, y cada vez te quedabas un rato más. Llegué a verle la cara al portero adversario (no me había ocurrido nunca antes) y hasta me tocó recibir la pelota de nuestro número 10, un fuera de serie muy creído al que siempre había visto jugar desde lejos: me miró precisamente a mí y me la pasó, con el aire de un García Márquez que me tendiera su cuaderno de notas diciéndome: «Guárdamelo un momento que voy a mear.» Menudas experiencias.
Cuando llegó el mareaje por zonas busqué la manera de hacerme el daño suficiente como para dejarlo. No es que no me apeteciera ese asunto de comprender, en cada una de las ocasiones, a quién me tocaba marcar, sino que había crecido con una cabeza diferente, antigua, y toda esa infinidad de posibilidades y de distintas tareas pendientes me parecían algo bonito, pero pensado para otros. Me fastidiaba jugar en línea, me parecía horroroso dar un paso adelante para dejar en fuera de juego al atacante, y era un engorro hacer la diagonal para superar a alguien con quien ni siquiera te habías cruzado antes. También echaba de menos esa hermosa sensación de ver siempre, con el rabillo del ojo, por detrás de mí, la silueta lenta y paternal del libero. Y creo que echaba mucho de menos todo aquel tiempo que había pasado encima del número 7, mientras la pelota estaba lejos: se hablaba, se cometían pequeñas faltas para intimidar, se arrancaba sin pelota, como caballos idiotas. De vez en cuando él se iba para la banda izquierda, buscando un poco de aire: se notaba que aquél no era su espacio, pero lo hacía con la esperanza de sacarse de encima a su mastín personal. Me gustaban sus ojos, cuando te veía desde ahí, seráfico e ineluctable. Entonces regresaba a la derecha, como esas personas que montaron una tienda de alimentación en el centro, pero a los que la miseria no los abandonaba y entonces se volvían para su pueblo.
Era esa clase de fútbol. Nunca he dejado de echarlo de menos.
Fragmento de Los bárbaros (ensayos sobre la mutación).
Alessandro Baricco
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