“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá.
“Cierren los ojos y no hablen. ¡Todos acostados en el piso, dale! Los quiero callados cinco minutos.”
Fito Vargas, entretiempo de un partido en Cuarta División (2004)
Todavía de duelo por el rechazo de Jazmín, consideré que el Viejo Bustos me había hecho un favor. Volví al encierro, esta vez en la pieza de la casa de Totó, con el teléfono apagado a un costado y el 38 de Ricky en la mesita de luz. No tenía miedo. Tampoco me preocupaba el frenético encadenamiento de episodios vividos desde comienzos de año: Jazmín había logrado que me olvidara de los fantasmas y monstruos que me esperaban afuera pero también debajo de mi cama: la tarde en su casa, la frustración de saber que no volveríamos a vernos, el dolorosísimo “Creo que no da”, eran una topadora que arrasaba con casi todo, del Viejo Bustos disparándome hasta la imagen de Paz desgarrado de dolor, con la excepción de una fiscalía que de madrugada se me antojaba implacable y en la que alguien podría llegar a mi nombre de un momento a otro.
El domingo 24 a la mañana, el Furgón empató en uno frente a Victoriano Arenas, en el Andén, y me acordé de que había un mundo exterior. Pero no tenía muy en claro cómo volver a él.
Como le había creído a rajatabla al Viejo Bustos y no andaba con ganas de morirme, el Chelo Lozano, Cuco, Docabo y los de Las Tunas estaban descartados, prohibidos, por lo menos hasta entender qué había motivado su aparición. Además no tenía la evidencia de que ellos habían participado de lo de Dardo. Lo sospechaba, al igual que sospechaba de Tute Sánchez Morando, el Bebi Solís y tantos más.
Certezas tenía dos: Thiago Solís, el nombre que nos había dado Paz, y Guillermo Driscoll, Secretario de Obras Públicas, cuyo asistente había deslizado en las oficinas de la municipalidad lo de la venta de los terrenos.
-Tres certezas. Tres.
Si Guillermo estaba detrás, el otro mellizo, Ignacio Driscoll, patriarca no solo de su familia sino de Almafuerte, también. Quizás a la cabeza.
-Ignacio Driscoll…
Un súbito escalofrío me recorrió la nuca. Ezequiel Cóceres tenía razón: no era lo mismo bajar a un gil cualquiera como Paz que bajar a un dirigente de la talla de Ignacio Driscoll, funcionario del gobierno nacional y dueño absoluto del distrito desde el 2007. Siquiera rozar a semejante poronga era imposible, una hazaña que pertenecía a otras épocas.
-Entonces Thiago. Tenemos que hacer algo con Thiago.
Al otro día fui a cenar a la casa del Santo. Me esperaba con un risotto de pollo a los cuatro quesos y un par de botellas de vino Rutini cosecha 2013 que había conseguido al costo. Comimos con el partido de Ñuls contra los sanjuaninos de fondo, hablando de minas, películas y del arreglo de la ventanilla de la Kangoo, que no podía hacer con cualquiera y seguía pendiente. Cuando se acabaron los vinos y la comida, pasamos al living con una botella de whisky. Puso Random Access Memories de Daft Punk, la banda sonora de su vida, y se despatarró en el sofá porque le dolía mucho la cintura.

Después de jugar a ser dioses de outlet durante un buen rato, tiré sobre la mesa ratona el nombre de Thiago Solís.
-Perate que bajo la música.
Prendí un Chesterfield y serví más whisky. Expuse lo poco que había elaborado: las tres certezas, la imposibilidad de ir por los Driscoll, la prohibición absoluta de acercarnos a los protegidos del Viejo Bustos. Teníamos que ir por el nieto del Bebi.
-No hay otro.
-¿Estás seguro? –me preguntó, balanceando su vaso y haciendo tintinear los hielos contra el cristal–. No por Thiago. Te pregunto si estás seguro de seguir con esto.
Largué una bocanada de humo. Pensé muy bien la respuesta, porque sería definitiva.
-Y sí. Ya estamos en la mitad del río, ahora hay que ir para adelante.
-Tampoco te engolosinés. Mirá que la pasamos mal de verdad el otro día, no te olvidés.
-No me olvido –dije, aplastando la colilla en el cenicero.
-¿Y si fue el Viejo Bustos el que nos siguió aquella vez? Mirá si el Viejo nos fue a apretar porque sabe que fuimos nosotros.
-No creo, Manu. Para mí que flasheamos cualquiera, estábamos al mango y vimos algo que no era. No sé si nos estaban siguiendo.
Dejó el vaso en la mesa. Prendió un cigarro y se acomodó recto, con la espalda apoyada en el respaldo del sofá.
-No seas cagón. Decilo: “para mí que flasheaste cualquiera, Manuel, estabas al mango y viste algo que no era”.
-Bueno. Hacé de cuenta que te lo dije.
-Ahí me gustó más. ¿Y entonces quién lo mató?
-Ah, qué sé yo. No me rompás las pelotas, ya está. Nosotros no fuimos y no nos vio nadie, que es lo que importa. O por ahí nos vio alguien, qué sé yo, pero si no nos vinieron a buscar qué querés que hagamos. Ya está. ¿O no?
Hizo una mueca. Se pasó una mano por la inmaculada barbilla y me mostró los dientes como un perro.
-No, parte de razón tenés. Yo estoy entre dos: el Viejo mismo o algún barra que haya transado con el Bebi, pero lo dejamos acá. No se habla más. Vamos a lo otro: ¿cómo hacemos con Thiago? No lo vas a subir a la Kangoo, este no es Matías.
-Haremos
-Pará, marmota, pará –me frenó, bajando las palmas como Verón en el 2002–: Thiago sabe que está sucio. Y debe estar inquieto por lo que pasó con Matías. Inquieto, atento, con el orto en la mano… Al otro lo agarramos con la defensa baja, pero este es distinto. Y no alcanza con apurarlo, como era la idea aquella vez.
-Y, no. A este hay que sacarle todo, pero también tenemos la carta de que podemos quedar como dos loquitos, qué sé yo… Decirle que fuimos nosotros los que estuvimos metidos en lo de Paz… Y que si no canta le va a pasar lo mismo.
-¿Pero vos sos pelotudo? Si nos dice la posta, y nosotros lo apuramos diciéndole que fuimos nosotros los que matamos al otro, nos va a mandar al frente.
-Ah, tenés razón… Bueno, vamos a pensar.
-Pensá bien. Pensá bien y no hagás nada. Acá ya hay que pensar mucho, y de verdad, con seriedad, siendo realistas. Y después ver si vamos a estar para lo otro. Porque si se nos llega a ir de las manos, y te volvés a hacer el Buda otra vez, te vas a encanar solo.
-Tenés razón, Manu. Vamos a tomarnos un tiempo sin hacer nada. Hay que usar el coco y aceitar bien la onda, porque yo no quiero matar a nadie.
-No, yo tampoco. Estoy con cada pesadilla.
-Yo igual. No siempre… Pero pesa.
Se volvió a acostar, usando las manos de almohada.
-Estoy cansado, che. Me mata esa silla de mierda.
-Uh, boludo… Bueno, ya me voy.
-No, ganso, no lo digo por eso. Quedate hasta mañana por mí. Che, estaba pensando… ¿Y mandarlos al frente de una no la ves?
-¿Cómo?
-Denunciar lo que quieren hacer –me explicó, incorporándose a medias en el sofá.
-¿Denunciarlos en dónde? ¿Y si queda en la nada?
-No, ¿no? –lo descartó, acostándose de nuevo.
-Lo deben tener bastante cocinado, pienso yo. En una de esas nos tiramos a patear el tablero y quedamos pedaleando en el aire. No, no la veo… Porque tampoco vamos a poder hacer mucho después, quedamos muy en el ojo de la tormenta si llega a pasar algo otra vez.
Hicimos silencio durante casi un minuto. Miré el teléfono: ningún mensaje de Jazmín. Tenía más chances de recibirlo de Scarlett Johansson que de ella, pero no lo podía evitar. Gajes del puesto de 9: optimismo y tenacidad, incluso con la cancha inclinada y tres goles abajo.
-¿Metemos un ajedrez? –me preguntó el Santo, con la mirada en el techo.
-Dale, boludo… ¿Me estás cargando? Me vas a arruinar.
-No seas garca.
-No, me rajo, Manu. Rajo así descansás.
El miércoles decidí la vuelta a teatro con mis viejos compañeros del Centro Cultural Almafuerte. Necesitaba ese recreo para poner en funcionamiento la maquinaria creativa y lúdica, frenada desde mi escape a Bariloche y con amenaza de destrucción total luego de haberle disparado al traidor de Paz. También necesitaba creerle a la gente, y ese espacio aglutina personas amables, simpáticas, excéntricas y golpeadas que se juntan una vez por semana a ser chicos sin hacerle mal a nadie. Sobreviví a la clase como si nunca me hubiera ido.
Y al otro día, último de un febrero que había pasado volando, era el cumpleaños de Sonia, la mujer de mi primo Juan. Iba a hacer unas pizzas y estarían todos: los pibes de la Agrupación y el resto de mis familiares. A las ocho salí de la covacha, donde había pasado el día carburando con los piolines invisibles del plan para vender la cancha, sin poder atrapar ninguno, y le avisé al viejo que me bañaba y salíamos. Él ya estaba listo desde hacía horas.
-Sí, flaco. Ponete mi colonia, tomá –dijo, alcanzándome un viejo y pegoteado frasco.
-No, voy así nomás.
Veinte minutos después lamentaba haber asistido así nomás, con una remera de San Lorenzo de la campaña 91, una bermuda negra desteñida y alpargatas, porque la hermana más chica de Sonia era amiga de Jazmín, que al igual que su grupito de amigas estaba ahí, copando el centro del quincho abierto que daba al jardín. Incómodo y con ganas de irme, saludé a mis tíos, dejé al paquete Totó con la primera vieja que encontré y la encaré derrotado.
-Hola, Caza –me sorprendió, con una sonrisa hermosa, mejillas rosadas y ojitos picados. Tenía puesto un vestido azul francia, con bordados de aire oriental, y el pelo castaño recogido como una bolita sobre la cabeza. Más hermosa no podía estar.
Me apoyó la mano en el hombro como un lobo se la apoyaría a un conejo.
-Hola –murmuré.
Completé la ronda de saludos con la cara roja de vergüenza y salí al jardín como si me estuviera escapando. Cabeceé por arriba a la veintena de familiares de la cumpleañera y me refugié entre los pibes, que tácitamente se habían acomodado con moderación en el oscuro codo visitante, porque la familia de Sonia era mayoría y actuaban como flemáticos plateístas de la Premier League.
Fabri, el Mosca, el Gordo Leandro, Ezequiel, Brizuelita, mis primos Mauro y Juan Pablo, un amigo de Juan y el Santo. Juan corriendo por toda la cancha. De fondo, “Amor narcótico” de Chichi Peralta. Me pegué a Santopietro, en una punta de la ronda, y prendí un Chesterfield.
-No te pongás intenso, eh –me advirtió con un tono íntimo.
-No, la concha bien tuya –lo tranquilicé.
-¿En qué andás, Fantasmín? –me saludó Fabricio, ya en pedo.
-Acá. ¿Ustedes?
-Todo tranquilo –describió el Gordo Leandro.
Era una manera de decir. No estaba todo tranquilo. El grupo empresario encabezado por Tute Sánchez Morando había dejado de pagar los sueldos de jugadores y cuerpo técnico, sumándose a la actitud adoptada por Cuco, que venía dejando un agujero rojo de 100 mil pesos mensuales. El aporte de Tute eran 200 mil.
-¿Qué fue lo que no pagó?
-Enero y febrero, Caza –respondió el Mosca–. Y Miguelo no ve una moneda hace cinco meses.
Faltaban horas para el comienzo de marzo.
-¿Y qué dijo?
-Que andaba con falta de liquidez.
-En teoría lo soluciona en estos días, no nos volvamos locos –serenó Fabricio, con evidente cargo de conciencia por haber fogoneado el ingreso de Tute.
Juan había calculado que si Cuco no pagaba la parte de los sueldos que le correspondía al club, el pasivo en junio llegaría a los 4.500.000 de pesos. Si a eso se le sumaban los 200.000 mensuales del grupo empresarial, el pasivo se iba a 5.700.000 de pesos. Más la deuda con Miguelo, que debía cobrar unas 40 lucas mensuales. 6 millones de pesos en total.
Racing y Corinthians iban a penales por la Sudamericana. El Mosca puso la definición en el teléfono, y el tema del Furgón se esfumó.
-Santo –lo llamé furtivamente, cuando vi el hueco–. Si dejan de pagar son seis palos de deuda en junio. Seis millones.
-Ya sé, no empecés a darme manija que mato a uno hoy mismo. Después hablamos –cerró.
La charla general se dispersó: la vuelta a clases, minas, finales pendientes de universidad, la sequía de guita que golpeaba duro del primero al último. Cuando el Equi tomó la posta y se puso a dar cátedra, fui por una cerveza y un cruce de miradas.
La noche venía bien, alcanzando una modesta perfección. Al acercarme a la heladera y toparme con Jazmín, que estaba sacando unos hielos del freezer, la excelencia dejó de ser modesta y pasó a ser absoluta.
-¿Cómo va?
Le mostré la botella de cerveza y levanté los hombros. Se veía alegre, inquieta. Tenía aliento a chicle de melón y un perfume único, no demasiado sofisticado pero sí muy personal.
-Veo…
-¿Vos?
-Tomando Campari.
-Ah, qué rico.
Listo. Ya era mucho para mí y la incomodidad de sospechar que sus amigas me debían estar mirando como un pesado, como un idiota, como un perdedor. Me di vuelta para volver al rincón de los pibes con el rabo entre las piernas, porque ya no quería sufrir más.
-¿Querés que te arme uno?
-Sí, dale –desenfundé la respuesta sin pensar.
Me quedé parado como un imbécil, mientras un millón de hormigas me caminaban en el cuerpo. Ella dijo algo acerca del Campari pero no la escuché. Devolví la cerveza a la heladera y me obligué a decir alguna verdura para sortear el silencio que había provocado.
-El tema es mañana ¿no?
-¿Por la resaca decís? –me preguntó, mientras me desplazaba de la puerta de la heladera con un suave ademán del brazo para sacar el jugo, y yo cabeceé como un esclavo–. Mañana tengo franco.
-Ah, qué suerte.
-Sí… –me miró con picardía, seria por fuera pero divertida por dentro. Abrió el jugo, se corrió un mechón de pelo que le cruzaba la frente con un soplido y comenzó a llenar los vasos con extrema concentración–. Resaca es la que habrás tenido vos el lunes.
-Ah… Sí, discul
-Todo bien, tontín –me interrumpió sin dejar de prestarle atención a los vasos.
-¿Tontín?
Me pasó el trago. Tomó un sorbo y me miró desde abajo con un reproche entre sus cejas.
-Sí. Tontín.
-Estás hablando con una persona mayor, te pido un poco de respeto.
-Me olvidé, sí, cierto que sos un prócer.
Probé el Campari más rico que había tomado en toda mi vida, saqué el atado de cigarros del bolsillo de la bermuda y me pregunté cómo seguir, olvidando que ya había una maestra de ceremonias.
-¿Me pasás uno?
-Sí, obvio. No sabía que fumabas.
-No fumo. A veces, cuando salgo, por ahí pido uno –me explicó mientras salíamos a paso lento rumbo al jardín.
Nos acomodamos cerca de la salida de la cocina, yo con la espalda apoyada contra la pared y ella enfrente. Me quiso preguntar algo de mi trabajo, pero yo moría por escucharla hablar de sus cosas y la interrumpí a tiempo.
-Arranqué administración pero dejé. Después hice cursos… Repostería, que ahora me encanta, y lo del maquillaje.
-¿Y lo de maquilladora no te gusta tanto?
-Es trabajo. Me gusta, pero lo tomo como un trabajo pasajero hasta que pueda ahorrar un poco más y poner un local de repostería, con mesas y eso.
-Ah.
-No es una utopía loca, eh… Como me pagan bien, y hago jornadas para Polka y para productoras de cine, espero que en un tiempito ya pueda largarme sola con lo mío.
-Jodeme que laburás ahí.
-¿Ahí en Polka? No, de verdad. Conocí a todos los que te puedas imaginar… Al Chino Darín, a De la Serna, Lali, Julieta Díaz, a Mariano Martínez, Cabré.
-¿Rodrigo De la Serna qué onda?
-Hermoso sujeto, De la Serna –sonrió, largando el humo con gracia como si hubiese recordado algo relacionado a mi héroe–. ¿Dónde lo apago, che?
-Tiralo ahí nomás –respondí, corroído por los celos.
-No, chancho.
Se alejó a tirar la colilla. Caminaba con pasos ligeros, sin artificialidad ni aires de femme fatale. Creí sacarle la primera característica profunda: era auténtica.
-Che, ¿me invitaste a tomar algo porque estás solo, no?
-¿Solo de qué, de pareja? Y sí. ¿Vos no? Disculpame posta, estaba escabio y tiré cualquiera.
-Yo también –omitió las disculpas–. Te lo pregunto porque estoy harta de los hijos de puta… Hace un año, poco más, dejé a mi novio en el altar.
-¿Eh?
-Me cagaba el hijo de puta. Y cuando me enteré me propuso casarnos.
No dije nada. Me rasqué la nariz mientras me miraba los pies, con la colilla apagándose en la mano que tenía libre. Recordé que Fabricio alguna vez me lo había comentado por audio o por mensaje, pero muy vagamente, y en un momento en el que Jazmín no era Jazmín sino apenas la hermana de Dardo.
-Le dije que sí por inercia, de pelotuda… Pero después me di cuenta que no. Fue todo rápido, muy rápido. Me enteré, me propuso casarnos delante de nuestros viejos, armamos todo en dos meses y en ese momento dije “no va”. “No va” –volvió a repetir, como si lo estuviera reviviendo frente al espejo–. Los padres de él ya habían pagado el salón.
-¿Cuánto habían estado, Jaz?
-Cuatro años y tres meses. Y me había cagado por lo menos los últimos dos.
-¿Meses o años?
-Los últimos dos años. Ahora suena gracioso, aunque
-Es gracioso –mentí–, pero a la vez
-Sí, es tristísimo. Fue… tristísimo.
Me quedé callado.
-¿Y vos? Yo te vi con una chica varias veces.
-Natalie.
-Una medio cheta.
-No, esa es Fátima. Con Nata, la última, no fue tan de película el final. Se cansó de verme callado y se fue. A mí me daba igual.
Apretó los labios con furia. Yo me crucé de brazos.
-Ustedes son unos cagones.
-Y, a veces sí. Esto fue apatía más que el cagazo de hacerme cargo de terminar. Me importaba un carajo. ¿Te querés ir? Andate. ¿Te querés quedar? Bueno, quedate, qué sé yo… Poné la pava y tomamos unos mates mientras mirás Instagram en el teléfono.
-Qué patético lo tuyo.
-Fue una etapa patética.
-¿Y ahora en qué etapa estás?
-¿Ahora? Cansado de decir no.
-Ah, estás muy solicitado… –tiró, mordiéndose los labios, mirando hacia el interior del quincho.
-Ah ¿dije cansado de decir que no? Me equivoqué, al revés.
Juan y su mujer nos interrumpieron con la torta en el momento justo. Volví a escabullirme entre los pibes, que a excepción de un pellizco en el orto del Gordo Leandro que me hizo chillar de dolor no hicieron alusión a mi charla con Jazmín. Para ellos no tenía nombre, cara, ni cuerpo: era la hermana barbuda de Dardo.
Con las torres iluminadas y prepotentes del centro de Almafuerte de fondo, ineludibles a mis ojos después de lo que nos había confesado Paz, me perdí en la hermosa imagen de los chicos y chicas frente al fuego. Mis sobrinos, los hijos de mis primos, los hijos de mis amigos, estaban embelesados con la ceremonia de la torta y las velas brillando en la oscuridad.
A eso había ido: a buscar una imagen, una persona, una sonrisa sincera. Había salido de mi casa para encontrar algo en lo que creer. No creía en mí, en mi autodestructiva e insoportable vanidad, en mi cuestión personal contra Docabo, pero sí en esos chicos y chicas, en Jazmín, en las carcajadas del Gordo Leandro y Juan, en la compañía de Totó, en el amor que se tenían mis tíos, en los ojos soñadores de Brizuelita, en la amistad del Mosca y Fabri, en la lucha diaria del Santo.
El mundo, allá arriba, en los despachos y oficinas de verdaderos depredadores a los que no se le conocía la cara, estaba roto y enfermo. Uno de ellos había bajado su mirada, como el dios perverso y superficial de un Olimpo sostenido con merca, deslealtad y plata manchada de sangre, había descubierto nuestra cancha, y se había ensañado con nosotros. Con lo de Dardo nos había demostrado que no le temblaría el pulso para pisarnos como cucarachas, y de las veinticuatro horas del día en la que nos bombardeaban con sus mensajeros para que pensáramos que las reglas de juego ya estaban definidas por él y por gente como él, durante veintitrés nos convencía de que no había nada para hacer, que todo era una mierda y que lo único que podíamos hacer era corrernos a un costado para que el mundo no nos atropellara mientras continuaba con su decadente desarrollo natural. Pero todavía quedaban algunas capsulas de tiempo y de espacio donde uno no tenía esa sensación de desamparo, de derrota irremediable, y esa noche lo era.
Podíamos ganarles.
No en el mundo, no en el continente, no en el país, no en la provincia, ni siquiera en el municipio. Pero en el barrio sí. En el Barrio Ferroviario, que era nuestro, sí.
Cuando se prendieron las luces, crucé una mirada con Jazmín que fue definitiva. Volvimos a nuestro codo, y después de repartir las porciones de torta, Juan decidió que había hecho los deberes como para quedarse un rato a tomar algo con nosotros. Totó habló del próximo partido, contra San Martín de Burzaco allá. Al rato, cuando el Gordo Leandro me nombró, avisé al pasar que el sábado siguiente, contra Claypole en el Andén, iba a ir con ellos.
-La gente te va a recibir diez puntos –fue la reflexión del Equi, que nadie le había pedido.
-Voy con Cucho. Y le voy a avisar al Ruso Casá, al Mudo, a alguno más.
-Joya.
-Eso sería espectacular.
-Tenemos que caer juntos –opinó el Santo, mirando a los pibes–. Ustedes y nosotros, más algunos del básquet. Demostrar que estamos y que vamos a estar.
-Olvidate…
-Mirá que te estoy grabando, Lucho Suárez –me amenazó Fabricio–. Porque después vas y te
-Grabame la chota, Fabri.
-Yo te la grabo. Pero el sábado no te vengás a hacer el cogido, eh, el que no podés.
-Este es un borracho –me defendió Totó–. ¿El hombre no te está diciendo que va con todos?
-¿Usted viene, Totó? –le preguntó Brizuelita, que apenas lo conocía.
-No, boludo, me quedo en casa a ver Cine Shampoo –le tiró la estocada el viejo, para la explosión de su fiel hinchada, compuesta por el Mosca y el Gordo Leandro.
-No le hagás caso al viejo, Nico –lo consoló Juan.
-Cada vez los sacan más boludos de inferiores –lo pateó el Santo en el suelo, sin necesidad–. Ya demasiado tenemos con el paspado de Fantasmín, nene, despertate que acá Totó va a la cancha desde que tiene cinco años.
-¿En serio? –se atolondró el Chino Brizuelita, dudando entre mandarnos a la mierda o pagar derecho de piso como un duque.
-Nací en el cuarenta y nueve, pibe. El Furgón se funda en el cincuenta y dos, con el finado Amancio Solís, imaginate que prácticamente nacimos juntos… –arrancó por la derecha el genio del fútbol barrial, y Brizuelita optó por prestarle la oreja con atención.
Se notaba en cada uno que la estábamos pasando muy bien. Después del durísimo comienzo de año, volvíamos a tener una gran noche todos juntos, la segunda en menos de una semana. Me pregunté cuánto tenía que ver con eso la ausencia de los Paz, y me respondí que mucho. Si algo había aprendido con las cuatro balas picándome cerca era que somos animales cuyas emociones más fuertes las transmitimos a través del olor. Y los Paz olían a muerte y a mierda.
-Che, ¿te puedo preguntar algo? –me interrumpió el cuelgue Ezequiel Cóceres, sentándose a mi lado con un vaso de gaseosa en la mano.
-Decime.
-¿Vos no tenías mucho trato con Matías, no? De cuando él era dirigente, digo, antes que yo llegue.
-No mucho. Por ahí se llevaba más con Dardo, con el Mosca…
-¿Y por qué no tenías onda?
-No sé –respondí, luego de prender el último cigarro del atado.
-¿Con Román tampoco?
-Y, con Román un poco más. ¿Por qué me lo preguntás, porque no fui al velorio?
-Me llamó la atención. El encierro también, ese miedo que te agarró…
-Ese miedo que me agarró –mastiqué las palabras, ya acalorado, evaluando los pros y las contras de ponerle un viaje ahí mismo–. Yo no soy amigo de ustedes, Ezequiel. Son amigos de mi hermano y me llevo joya, con algunos más que con otros, pero yo tengo a mis amigos. Y Matías no lo era.
-Sí, ya sé eso. Igual no vine a pedirte explicaciones, tranqui que
-Y yo no te las estoy dando.
-No, está bien. Raro igual… Yo te veo bastante amigo del Gordo, ponele.
-¿Y cuál hay si es raro?
-¿Cuál hay con qué?
El Mosca se sentó a su lado, con los brazos cruzados y un aire distraído.
-Con tus preguntas. Vos también andás en cosas raras pero me chupa un huevo lo que hagas con tu vida. Ya me enteré que tu jefe se pasó al PRO y ahora trabajás para el partido que acá es mala palabra, pero como te digo, como vos me importás un carajo, tendrías
-Eh… ¿Pero qué onda? –se inquietó el Mosca.
-Este boludo –lo definí–. No sé qué flashea.
-¿Qué boludo, gil? –por fin saltó Ezequiel.
-Paren, loco, no la caguen acá
-Está todo bien, Mosca.
-¿Qué pasa, che? –preguntó el Gordo, alarmado porque habíamos subido el tono de voz, poniéndome una mano en el hombro.
-Estos dos –explicó el Mosca–. No sé
-Este pibe es un gil, Gordo, no sé de dónde lo sacaron.
Cuando Ezequiel se puso de pie lo imité, pero con más ganas. El Gordo se lo llevó sin hacer demasiado barullo, pero un revuelo así, en una reunión tan chica, se notó tanto que hasta se acercaron mi tío Ismael y el mismo Juan.
-No pasa nada, Juan.
-¿Pero qué pasó?
-Nada, boludo. Pero hay que explicarle todo a aquel, no sé quién se cree que es.
-Bueno, tranquilo –me pidió el Santo, que se había venido desde la cocina cuando lo vi acercarse a Ezequiel, sin llegar a tiempo.
-¿Pero qué te dijo? –insistió Juan.
-Nada, nada. Que por qué no fui al velorio, por qué no aparecí… Porque no se me cantó la chota, qué tanta historia…
-Bueno, chabón, ya fue –me pidió el Santo, tironeándome hacia abajo para que me sentara junto a él.
-Ya fue, ya fue –cerré el tema, luego de obedecer.
-Cosa de mamaos –minimizaba Totó a un costado.
-Están en pedo estos boludos –se lamentó mi tío Isma.
-Perdón, Isma, perdón.
Me quedé refunfuñando como un chico. De repente el clima festivo se había cortado por culpa nuestra. Me salió ponerme de pie.
-Vamos, viejo. Vamos, dale –le murmuré a Totó.
-Pará, flaco.
-Vamos que me la mandé, la concha de mi madre.
Saludé a los pibes. Le pedí a mi tío que llevara al padre hasta la puerta. Ezequiel estaba sentado a unos metros con el Mosca. Les di la mano.
-Quiero ver si te la aguantás sobrio, vos –me dijo, cuando ya estaba de espaldas rumbo a la salida. Me di vuelta.
-Mañana. Mañana al mediodía estoy en casa, pancho.
-Voy a ir.
-Ya fue, muchachos –imploró el Mosca con preocupación.
-Te espero. Más vale que vengas, de verdad te digo.
-Voy a ir, vos esperame –habló con tranquilidad, y del mismo modo se puso de pie.
-¿Pero qué vas a venir, cabeza de pija?
Dejé el jardín con el Gordo Leandro y Juan de guardaespaldas. Apenas saludé a Jazmín, que me preguntó si estaba todo bien cuando ya sabía que no lo estaba, le pedí disculpas a la mujer y los suegros de mi primo, que me miraban medio torcido, y encaré para la puerta sin disimular que volaba de calentura.
Totó y mi tío hablaban en la puerta, y nosotros nos frenamos en el porche.
-No pasa nada, cabeza… Es un buen pibe el Equi, el día que se conozcan bien se hacen inseparables –intentó calmarme el Gordo, convidándome un cigarro.
-A mí me parece un pelotudo, pero bueno… Ya fue, igual, ya está. Perdón, loco –le dije a Juan.
-No tenía por qué preguntarte nada –observó, alejando el humo de su cara con un par de manotazos–. Criticarte a vos es un deporte, pero en esta te voy a defender a muerte, no pidas perdón porque no hiciste nada malo.
Hicimos un breve silencio. Un perro ladró en la lejanía, alguien de la cuadra llamaba a los gritos a una tal Claudia. Paladeé con satisfacción lo que Juan me acababa de decir: que por una vez estaban de mi lado.
-Entonces el sábado vas –quiso confirmar mi primo, de camino a la reja que separaba su casa de la calle.
-Sí. Voy a pegar una ronda con un par de la vieja guardia, para ver si vamos varios.
-Hablá con Cucho. Él ya tiene un par de nombres para agarrar a los pibes. No te tirés a la pileta, fijate bien de no prometer cosas que después no podamos cumplir.
-Dale.
Nos saludamos con los pibes, recibí un abrazo de mi tío, y le puse el brazo derecho a Totó para que lo agarrara.
¿No querés que los lleve, pá? –preguntó mi tío.
-Estamos a dos cuadras, Cachito. El flaco quiere tomar fresco así se despeja –le respondió Totó, acariciándome la cabeza con sarcasmo.
-Sabés que sí, viejo –le comenté, ya solos, arrancando a paso de tortuga.
-“Era la casa del baile, un rancho de mala muerte, y se enllenó de tal suerte que andábamos a los empujones: nunca faltan encontrones cuando el pobre se divierte” –recitó de memoria, sin aclarar lo obvio.
Lucas Bauzá
Twitter: @rayuelascometas
Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.
Ilustraciones en el texto por Nach.
1 Comment