“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá.
“El que se enoja en esto pierde, zurdito. Y vos te enojás en todos los tiros, en todo puto entrevero se te tiene que salir la cadena.”
Antonio Romero, entretiempo de Cambaceres 1 – Ferrocarril San Martín 0 (2016)
Nos quedamos en el patio de casa hasta el amanecer. Decidimos no hacer más nada. Ella lo decidió por mí, luego de haber escuchado la historia completa.
-No quiero que te maten. Tenías razón, ya está. Basta.
-¿Y qué hago con Manuel? Ahora porque estoy enojado, ¿pero después qué hago? ¿Cómo lo encaro si fue él y no los otros?
-Dejá que pase un tiempo… Te acabás de enterar, pero vos lo conocés tan bien que te vas a dar cuenta sin hablarlo personalmente.
-¿Y cómo lo esquivo? Te juro que me va a costar cruzármelo… Y con los pibes igual. Yo me abro, no me queda otra que abrirme, pero voy a comprar cigarros y paso por la cancha. Voy a mear al baño y por ahí están el Mosca y Fabricio tomando mate en la cocina con Totó. Me ahoga esto, es como estar preso.
-Mal. Si no fuera tan tarde, yo ya estaría subida al tren. Ya. Me quiero ir ya de este lugar de mierda y algo hay que hacer. Con vos, digo. No te hace bien quedarte acá, Valentín. Nada bien.
Lo que hicimos fue refugiamos juntos. Dormimos en la misma cama, sin tocarnos más allá de lo necesario. Estaba tan agotado que ni siquiera me quedé despierto para ver si pasaba algo: apoyé la cabeza en la almohada, pedí disculpas por lo angosto del colchón y me olvidé del mundo.
El primer beso fue a la mañana siguiente, en el andén, mientras esperábamos el tren para ir a la Capital. Caía una llovizna persistente y molesta, teníamos frío y ni siquiera habíamos desayunado. No fue el mejor momento ni el mejor lugar, todavía seguíamos muy tristes y flotaba la sensación de que nos estábamos escapando, pero no me pude aguantar. A la tarde cogimos con desquicio, mientras el cielo de Buenos Aires se desplomaba sobre los techos de su departamento de Colegiales.
Me quedé una semana. Jazmín compartía el lugar con Carlita y Damián, con quienes había hecho la secundaria en una escuela de Almafuerte. Ella trabajaba en un call center, no se decidía a formalizar su noviazgo con un vaguito que tenía un local de teléfonos celulares en microcentro, y se la pasó con malhumor.
-No le hagás caso, The Hunter. Está celosa de vos, Jazmín le hace lo mismo a ella –me batía Damián en el desayuno, cuando nos quedábamos solos. Trabajaba desde su pieza como periodista freelancer, tenía un novio chef que cayó a cocinarnos a los cinco un par de noches y me dio un consejo para no perder a su amiga: “Nunca le muestres que estás enamorado de ella. Nunca”.
Al menos esos días, y a pesar de que con Jazmín nos quedábamos despedazándonos hasta las dos o tres de la mañana, le hice caso. Pero el domingo a la tarde, cuando me acompañó a la parada del 39 que me llevaría a la estación de Chacarita, se me habría notado a diez cuadras que no quería despegarme, que no quería volver a Almafuerte y que tacharía las horas hasta el fin de semana siguiente.
-El martes te aviso, entonces –comenté en un hueco de la espera, aprovechando la excusa de mi inscripción en los actos públicos para llamarla.
-Dale, obvio. Llamame.
Nos despedimos con un pico, como una pareja normal, y a los días, en una charla que duró una hora, le conté que había salido todo bien, que estaba cerca de volver a las escuelas. Así fue: un nublado miércoles de fines de marzo aterricé en un 2° Año del Barrio Mugica, y tres actos públicos después, ya tenía seis cursitos desperdigados a lo largo y ancho de Almafuerte, suficientes para malvivir.
Con Jazmín seguimos viéndonos allá, los fines de semana. Ese no me tocaba viajar porque venía ella. Entonces hice las cuentas, mientras iba de camino a una escuela en el Fiat 128: se había cumplido un mes sin saber nada de los pibes ni del club.
-¿Tanto, boludo? –dije en voz alta.
En un semáforo, miré las fechas en el calendario del teléfono: el quilombo en el Andén había sido el 9 de marzo. Era 11 de abril.
-Sí… Un mes, boludo. Un mes.
Habían pasado más de treinta días, y todavía no me había animado a encararlo al Santo.
El sábado cenamos con los viejos de Jazmín. Nos fuimos a dormir a lo de Totó y al otro día, después de tomar unos mates con mi abuelo, volvimos a la casa de sus viejos porque quería usarme de banco de pruebas. Acababa de firmar un contrato para trabajar como asistente en el rodaje de una película, y el desafío era grande: transformar al hermano de la protagonista en un viejo de setenta años.
-Él mismo actúa por dos, hace de él joven y de él viejo.
-¿Y la protagonista?
-De ella se encarga la jefa del área. A mí me tocaron dos: este boludo y un vecino que hace de personaje secundario.
-¿Eso del tiempo es como en “El secreto de sus ojos”, una onda de esas?
-Algo así. De hecho el lunes pasado nos juntamos con la chica que trabajó ahí. ¿Laburazo, viste?
-Sí, tremendo.
-Acá es parecido… Una narración en dos tiempos, pasado y presente. Si se superponen los tiempos, los tenés que acompañar desde las texturas. Entonces ahí vos ves qué quiere el director de fotografía y modificás los tonos: este nos pidió un tono neutro en la juventud y el otro más cálido en la vejez. Listo, eso perfecto porque generalmente se trabaja así, pero a mí me falta práctica en los cálidos para cámara.
-Ah… Bueno, te va a ir bien.
-Igual –siguió, como si estuviera hablando sola–, como acá los tonos de piel son caucásicos, lo que no resolvés desde mi área lo resolvés ajustando la cámara. No es lo ideal, y por eso quiero evitarlo.
-Bueno, ¿entonces qué hago?
-Nada. Pasame mate. Mirá que va para largo.
Tres horas después, tras un largo silencio, Jazmín me alcanzó un espejo de mano. Habíamos quedado solos en la casa.
-La ropa. Si te ponés ropa de mi viejo sos otro –murmuró, todavía ensimismada con su tarea, viéndome de cerca.
Había envejecido cuarenta años. Tenía unos pocos pelos grises en la nuca y a los costados de las orejas, que habían quedado enormes; la piel más plomiza, como gastada; y la cara cubierta de arrugas de todo tamaño. Las manos también estaban envejecidas. Parecían las de otra persona. Era increíble.
-Sos buena en serio, boluda.
-Dejá de decirme boluda que no soy tu amiga.
-Perdón.
-Voy a buscar ropa de mi viejo. ¿Te jode? Es lo último.
-Para nada.
Miré el Whatsapp. No había mucho: los pibes de Lamarque comentaban y mandaban videos del desconche de la noche anterior, dos o tres jefes de departamento de las escuelas mandaban giladas para justificar el sueldo y Fabricio me avisaba que se llevaba a Totó al Andén. “Ok” le contesté.
-Ponete esto, a ver.
Me pasó un pantalón de vestir gastado, de color gris pero cubierto de bolitas blancas, que me quedaba grande, y un pulóver verde oliva con rombos blancos. Me miré en el espejo de su antigua pieza. El cambio era radical.
-¿Seré así cuando sea viejo?
-Mmm… No creo. Te puse una capa de más en el mentón, está más grueso. Y las cejas también, súper espesas. Ahí me pasé un poquito, muy para teatro… Para la cámara es un exceso.
-¿Te voy a gustar igual? –le pregunté, extendiendo los brazos para agarrarla.
-Qué tarado que sos –me respondió, retrocediendo–. Salí que me das miedo.
-Podrías tirar mi currículum en Polka. Mi reel. Te paso mi reel.
Sonrió.
-¿Te animarías a hacer un papel adelante mío?
-Obvio. Traeme una gorrita o una boina. Algo para la cabeza.
-Dale, bancame.
¿Y por qué no? Jazmín se juntaba con sus amigas de la primaria a las 3. Yo no tenía nada para hacer, a excepción de algunas correcciones de trabajos que solía dejar para los domingos, a la hora de la muerte. Busqué la hora del partido en el teléfono. Tres y media contra Juventud Unida. Miré los últimos resultados y la tabla. El Furgón había sumado 9 de los últimos 12 puntos y estaba segundo, a dos de Juventud Unida. Partidazo. Podía llegar a haber mil, mil quinientas personas. Pero el día era horrible, húmedo y frío, lo que hacía muy tentadora la siesta en casa para los simpatizantes ocasionales.
-Ochocientas, novecientas personas con toda la furia…
Buen número para pasar desapercibido.
-Tomá, a ver –me despabiló Jazmín, alcanzándome una gorrita azul de una casa de repuestos.
-Muchas gracias, señorita –le contesté con otra voz, más grave y escondida, poniéndome de pie con lentitud.
-Ay, pelotudo, me asustás.
-Soy yo, Jachi –la seguí, fascinado con el personaje.
-Basta.
Reí con estruendo. Le tiré la boca pero se corrió.
-¡Basta porque te pateo las bolas! Quedate quieto que te quiero ver bien.
Obedecí.
-¿Nos sacamos una foto?
-Bancame –murmuró, con el ceño fruncido, viéndome la nariz desde cerca–. Con unos pelitos más quedaría mejor. Me faltó eso, tiene que ser más desagradable…
-Sí…
-Cortala, parecés un viejo pajero… Bueno. Vamos al comedor que te saco todo.
-No, me quedo así.
-¿Cómo te vas a quedar así? No seas payaso.
-Dejame, posta. No me lo saco.
-¿Vas a ir a tu casa así?
-Obvio. Dame un beso.
-No. Si te quedás así no te doy nada.
-Bueno, no me lo des. Espero a la noche.
-Te lo digo de verdad, eh. No te pienso dar un beso, sos un asco así.
Dudé, acariciándome un cachete con cuidado para no dañar la obra maestra que había hecho en mi cara.
-Problema mío si soy un asco. Pero me quedo así, ahora en casa me lo saco.
-Pase, don, pase tranquilo –me indicó una gordita de la Bonaerense en la zona de los cacheos.
Había salido de la casa de los padres de Jazmín una hora atrás. No me convencían las zapatillas que llevaba puestas y andar con mi ropa en la mano, así que pasé por lo de Totó, dejé la ropa y la billetera ahí, y me puse unos mocasines viejos que no usaba desde hacía años.
Tenía dudas de la locura que estaba por cometer, pero cumpliría una vieja fantasía: entrar al Andén como una persona anónima.
-Animate, cagón –dije, probándome unos anteojos de Totó que me dificultaban la visión.
Tras haber terminado a las carcajadas tanto por lo que había visto frente al espejo como por el vértigo que me había dado vuelta el cuerpo, salí a la calle con una sonrisa, mientras me amoldaba y descubría a mi nuevo personaje. Había uno de una comedia de Moliére que había representado años atrás, un tal Argante, viejo y mañoso. Seis meses lo había trabajado.
-Hijos míos, celebremos con un banquete este día sin igual… –susurré, en mitad de la vereda, las palabras que cerraban la obra.
Faltaban veinte minutos para el comienzo del partido y tenía que testear al personaje antes de mandarme al muere. Comencé a caminar como Argante, a respirar como Argante, a pensar como Argante, a mirar como Argante, a farfullar como Argante, a toser como Argante.
Llegué a la Irigoyen y paré en un kiosco, a media cuadra del bar del Santo. Era Argante. Yo era Argante, pero por dentro estallaba de adrenalina.
-Maestro –me saludó un kiosquero con cara de nada, asomado desde la ventanita.
-¿Parissienes de diez, nene?
Cara de Nada cabeceó y se puso de pie.
-Y una Sprite.
-¿Lata o botella, don?
-Botella chica.
Le pagué con unos billetes arrugados, me hice el sordo cuando comentó lo mal que le hacía la humedad y me senté en un cantero, a unos diez metros. No había estado mal pero podía mejorar. Y en la cancha no me haría falta usar la voz ni mostrar los dientes.
Con un Parissienes en la mano, viendo el escaso tráfico de la avenida Irigoyen, me dije que quizás me estaba volviendo loco. Disfrutaba muchísimo siendo otro, y ni siquiera había llegado al Andén.
Comencé a reírme con ganas, primero como Valentín y luego como el viejo Argante, lo que me provocó más carcajadas.
-Eh, don, le pegó el viagra –me deliró un coloradito con la camiseta del Furgón que pasó junto a otros pibes. Era el Tejita.
-¡Qué atrevido, guacho! –le festejó un amigo, sobreactuando con una carcajada y unos cuantos aplausos.
Me alarmé porque al mirarlo, y reconocerlo, él reaccionó algo extrañado, como confundido.
Tendría que evitar mirar a los ojos a cualquiera, fuera amigo o enemigo. Y otra cosa: entraría a la cancha a los diez minutos de comenzado el partido, no antes.
Destapé la botella y me mandé un largo trago de gaseosa. Si la locura del viejo Argante salía mal, me sacarían de la cancha con un chaleco de fuerza y la fama de ridículo superaría a la de cagón. No podía fallar.
-En nombre de vuestra alegría, perdonadle sin condiciones… Sí, perdonadle… La concha de tu madre, Tejita, guacho hijo de mil puta.
Pasé el cacheo, crucé el estacionamiento y llegué al buffet. Sin levantar la cabeza, seguí caminando hasta el córner y me acomodé contra el alambrado, lejos del comienzo de las plateas. Recién ahí me serené un poco, con el hincha más cercano a varios metros.

Prendí un cigarro y me sumergí en el partido, que apenas se estaba armando.
-Lineman ¿me diría cuántos minutos van? Lineman.
-Diecisiete, jefe.
-Le agradezco.
A los 19 se reanudó el juego, luego de un choque de cabezas en el área del Lobo Rojo. A los 21 Pancho Perizzo casi la manda en contra con un cabezazo. A los 27 los dos volantes centrales trabaron con el alma y me sacaron un aullido. A los 32 Santiaguito Schellotto metió un lindo desborde que terminó con un centro de mierda. A los 33 me bajé un poco los anteojos y fiché el buffet: reconocí a Sánchez Morando, a los Solís y a Docabo. A los 35 el carrilero izquierdo de Juventud Unida puso el 1 a 0. A los 37, el mismo carrilero izquierdo metió un tiro en el palo. A los 43 echaron al lateral derecho nuestro por un insulto al línea de este lado. A los 44 una ola de gente se acercó al alambrado para putearlo y escupirlo, y el árbitro detuvo el juego. A los 45 tres tortugas se pusieron con los escudos mientras les caía de todo, y el árbitro, en el centro del campo, hizo gestos indicándole a la gente que si no me calmaba suspendería el partido. A los 46 Miguelo se acercó a la tribuna, abrió los brazos y habló con los más exaltados, a unos treinta metros de mi lugar. A los 47, el mismo Miguelo, antes de volver al banco, pasó junto al árbitro y le dijo de todo. A los 48, apenas volvió a rodar la pelota, me dije que estaba haciendo una locura.
Caminé rumbo al baño. La gente seguía sacada. Tuve miedo porque no sabía si llegaría a cruzar el buffet y el estacionamiento antes de que el hijo de puta del árbitro pitara el final del primer tiempo. No llegué. Estaba a unos pasos de los baños cuando sonó el silbato. Y sentí que mi disfraz era más trucho que la sonrisa de Lozano.
-Qué laiman hijo de puta, ¿no, don? –me sacó charla un vago, mirándome por encima del hombro desde un mingitorio. Cabeceé, porque tenía la lengua dura como un cascote, y apunté para una letrina.
“Meo y a casa” me repetí, comido por los nervios. “Meo y a casa, meo y a casa, meo y a casa. Nunca más, meo y a casa”.
Desde los parlantes comenzó a brotar “Es que mi cama huele a ti”, de Tito el Bambino. A mis espaldas, al menos quince personas ya habían copado el baño.
-No sabes cuántas cosas tengo que hacer para alejarme de ti… Tu olor me persigue, donde quiera que yo voy me persigue…
Hinchas en los mingitorios, en los inodoros y en las canillas. Caminé con las manos en los bolsillos y el mentón pegado al pecho.
-Guardá con el abuelo, che –le dijo Chiche al pelotudo del hijo, que se sacudía el pelo recién mojado como si estuviera en el baño de su casa.
Agradecí con un cabeceo y alcancé la salida.
-Por más que yo trato, por más que lo intento, no logro escaparme… Siento tantas cosas por alejarme de ti…
Me llené los pulmones de aire y levanté la mirada al cielo, mientras me corría unos pasos a mi derecha para dejar pasar al malón que se me venía de frente, entre los que reconocí al Mosca y a Brizuelita.
-¡¡Eeeel Patrrrrón!! ¡¡¡Y es que mi cama huele a ti!!! A tu perfume de miel, a ti… Cierro los ojos y pienso en ti… A tu perfume de miel, a ti…
Miré hacia el portón de acceso: una banda de Las Tunas cruzando el estacionamiento. Miré hacia el buffet: ya era un boliche, y a lo lejos venían el Santo, Juan y el Gordo Leandro.
-¡Y es que mi cama huele a ti! A tu perfume de miel, a ti… Cierro los ojos y pienso en ti… A tu perfume de miel, a ti…
-Fuego, Jere –pidió el Rata, a mi lado, casi chocándome el hombro.
-¡¡Masprontosalgodelacasa me preguntan por ti!! Cadapersonaquemeencuentro de ti tiene que hablarme.
Con el corazón en el borde de la garganta, me apoyé en la espalda del Rata con una mano, hice dos pasos entre el barro y el meo, y salté un pequeño charco que no podía esquivar.
Había visto algo raro. Entre los bultos de gente había un elemento extraño, una figura anómala, como moviéndose en blanco y negro en un cuadro saturado de rojo y amarillo.
-Quisieraconcentrarme lamentedespejar pero no puedo olvidar tu olor.
Delante de los pibes de Las Tunas. Unos pasos delante del Zurdo Daniel, del Dengue, del Mocoso. Me corrí los anteojos para mirarlo mejor.
-¡Ay, mami! ¡¿Por qué me sucede esto a mí?! ¡Todo mi ser te extraña, mi cama huele a tiiiiii!
Román Paz.
-¡Ay, mami! ¡¿Por qué me sucede esto a mí?!
Román Paz. Despeinado, paso ligero, ancho de hombros, paso decidido, mirada desorbitada, campera de San Antonio Spurs.
-¡Todo mi ser te extraña, mi cama huele a tiiiiii!
-Eh, el Viejo Viagra –me saludó el Tejita, colándose en la fila del baño.
Paso desesperado. Una pistola en la mano derecha, pegada al muslo. Y los de Las Tunas se dieron cuenta.
-¡Estos quieren hacer edificios acá, eh! ¡Estos hijos de puta quieren vender y hacer edificios!
-¡Y es que mi cama huele a ti!
Ahora son varios más los que ya se dieron cuenta, pero no todos. Román Paz siguió caminando. “Me viene a buscar a mí. No, al Santo. Al Santo. O a Fabricio”. Salté dos charcos, olvidándome de mis supuestos setenta años.
-A tu perfume de miel, a ti… Cierro los ojos y pienso en ti… A tu perfume de miel, a ti…
Román Paz dobló la ochava del vestuario y encaró para el buffet.
-¡¡Hijos de putaaaa!!
El Zurdo Daniel, el Mocoso, el Teja, el Dengue y Bebeto detrás, tan prudentes como sorprendidos, dejándolo hacer. Y yo detrás de ellos, volado de adrenalina y con los dientes apretados, listo para cubrir esos metros que me separaban del otro Paz.
-¡Y es que mi cama huele a ti! A tu perfume de miel, a ti… Cierro los ojos y pienso en ti… A tu perfume de miel, a ti…
-¡¿Dónde estás?!
El grito de muerte abrió las aguas. La gente más cercana comenzó a tropezarse, a empujarse, a gritar, y a los que no entendían nada les bastaba con mirar la cara de Román, o su mano derecha, para entender lo que provocaba esa estampida.
-No te miento, como olas al viento respira tu aliento…
Aceleré.
-Y aunque trato… de olvidarte… de mi mente no puedo arrancarte.
Me metí en ese torbellino humano, compuesto por mayoría de hombres, y en unos pocos metros me comí pisotones, patadas y un par de empujones que salían de todos lados.
-Es imposible olvidar todo esto que siento, y aunque no quiera regresar a tu amor pero por fin te encuentro…
Román dobló en la esquina del buffet y lo perdí de vista. El griterío era ensordecedor. Docabo cruzó la zona como un rayo y se metió en la sala de maestranzas.
-¡Entiéndeme!
Algo estaba a punto de pasar del otro lado. Algo fuerte, algo grande, algo extraordinario.
-¡¡No!!
A los empujones, cerca de Juan y del Pupi, alcancé a ver a Román apuntándole con la pistola al pecho de Sánchez Morando, a este congelado, a los Solís corriéndose de la línea de tiro, y al Colorado Mazo tirándose al piso como si estuviera a punto de estallar una granada.
-¡Ay, mami! ¡¿Por qué me sucede esto a mí?! ¡Todo mi ser te extraña, mi cama huele a tiiiiii!
Era la culminación de la surrealista entrada de Román: había entrado al Andén para matar o morir. Vi el dedo moviéndose en el gatillo una, dos, tres veces. Más de cien personas vimos los supuestos balazos. Pero no los escuchamos.
-¡Ay, mami! ¡¿Por qué me sucede esto a mí?! ¡Todo mi ser te extraña, mi cama huele a tiiiiii!
A Román se le había trabado la pistola. Y cuando entendimos lo que había pasado, Sánchez Morando, que estaba a otra velocidad de razonamiento, ya lo había derribado con un tacle al pecho. En el piso, enganchados como perros, pelearon a muerte durante algunos segundos. Se gritaron, se pegaron y se odiaron a muerte.
-No sabes cuánta
La canción fue cortada abruptamente. Thiago, el nieto del Bebi, dio dos zancadas y le metió una patada en la cabeza a Román que lo hizo caer como una bolsa de papas. Docabo se abrió camino a los empujones y llegó al lugar para rematarlo con un culatazo. La cara de Román sonó a madera rota. Sánchez Morando, con la cara metida en un charquito de agua sucia mezclada con su propia sangre, levantó la cabeza, vio la situación y quizás comprendió que ya podía desmayarse sin correr riesgos. Acomodó un brazo delante de su frente y se dejó caer.
-¡La gorra, loco! ¡Llamen a la gorra!
-¡Doc! ¡¿Y el Doc, loco?!
-Sacalos, Aníbal. ¡¡Sacá a todos!!
-Llamame al Doc, pibe.
-¡Quiiiqueeeeee!
-¡Guarda, loco, guarda!
El primero en reaccionar fue el Bebi. Zorro, frenó a su nieto y a todos los que se querían acercar al cuerpo inmóvil de Román. Mientras tanto, Docabo había hecho desaparecer las dos armas, la fallida y la propia, y empujando con violencia a un par de perejiles de la primera fila obligó a los demás a corrernos para atrás. La fase final del restablecimiento del orden corrió por cuenta de Quique Vera, que apareció desde los vestuarios y con dos gritos acomodó la escena: dos cobanis improvisaron un cordón humano con ayuda de la barra de Las Tunas y el doctor del plantel se acercó a asistir a los dos heridos. En menos de un minuto, ya con un Philip Morris entre los labios, se mostraba como amo y señor de la situación: envolviéndolo con un solo brazo, trataba de calmar a un desencajado Bebi Solís a la par que hablaba por el handy desde el cual salían las órdenes para media Almafuerte.
El tumulto provocado por Docabo me había depositado varios metros atrás. Sentí un tironeo en el pantalón. Estaba a un paso de la silla del Santo, que me miraba con los ojos muy abiertos.
-¿Pero que estás haciendo, la concha de tu madre? –me preguntó, con las palabras entre dientes pero mirando en dirección al quilombo.
-Shh, cerrá bien el orto vos.
-¿Tuviste algo que ver con esto? ¿Qué pasó?
Me agaché para desatarme los cordones.
-Vos no me viste acá.
-Andá a mi casa ya. Termina el partido y voy, esperame por ahí.
Volví a ponerme de pie.
-Chupame bien la pija –le respondí, rascándome el mentón con suavidad.
-Te mando al frente acá nomás.
Comencé a alejarme rumbo a la salida.
-Vení y da la cara, cagón.
Me di vuelta. No me importó si alguien me descubría.
-Vos vas a tener que dar la cara, pedazo de turro –dije con la voz del viejo Argante, antes de escaparme.
Desde el estacionamiento vi que en el acceso estaban el negro Lebrón, veinte cobanis y, detrás de ellos, el portón cerrado. Si llegaban a pedir documentos, estaba hasta las pelotas. Y el ruido de las sirenas no daba mucho margen para la indecisión: Quique Vera ya había chasqueado los dedos y daba la sensación de que un ejército se aproximaba al Andén.
Nervioso, como si estuviera a punto de hacer un casting para quedar en la película de la década, seguí caminando sin miedo. Sabía, por experiencia, que los nervios eran lo mejor que me podía pasar: puro instinto de supervivencia.
Un petiso al que no junaba, llevando de la mano a una nena y un nene más chiquito, me pasó por al lado como un cohete. Iba a las puteadas. Me acoplé a él, acelerando el paso, y empecé a putear en voz baja.
-Abrime la puerta –ordenó el petiso a nadie en particular.
-No sale nadie, amigo –explicó Lebrón, disfrutándolo–. Acaba de avisar
-Abrí porque te la rompo a patadas –siguió el petiso, sin detenerse.
-Calmesé, señor –intentó tranquilizarlo un cobani, a la par que yo llegaba a la altura de la primera barrera.
-¡¿Que me calme?! Sacaron un arma, le reventaron la cabeza a otro boludo a la vista de todos –resumió el petiso, corriéndose del pecho las sucias manos de un cobani que lo quería frenar.
-¿Un arma? –preguntó Lebrón.
-Un arma, pelotudo, ¿no escuchaste?
-¿Cómo entra un arma, querido? –metí un bocadillo.
-Déjenlo pasar –dijo, por fin, el cobani que parecía al mando, y después me clavó una mirada que me aflojó los tobillos–. Usted también, don, salgan tranquilos.
-Y más vale que voy a salir –se indignó el petiso, largando una carcajada irónica.
-Buá, ¿tanto escándalo vas a hacer? –se la agitó Lebrón, de espaldas, corriendo la traba del portón.
-La concha de tu madre –fue la respuesta del petiso, que al cuidado de sus hijos parecía un león–. Vos y los mafiosos que manejan el club…
Me pegué a mi salvación, atravesamos la barrera de cobanis y llegamos al portón. Lebrón se quedó de brazos cruzados y puso cara de pesado.
-Ah ¿te la aguantás entonces?
-¡Sí, la concha de tu madre! –le repitió el petiso, casi en la cara, sin dejar de caminar en ningún momento.
-Tienen que volver los pibes de antes, a estos se les fue todo de las manos –murmuré, ya con un pie afuera del club.
-Totalmente –aprobó el petiso, aunque no había dudas de que en la puta vida volvería a pisar el Andén.
-Cierre el orto, abuelo –fue la respuesta de Lebrón.
-Ciérrelo usted, chupapijas del interventor –le dije, con una impunidad maravillosa.
-¡Bien dicho, maestro! –gritó el petiso, apenas dándose vuelta, mientras apuraba el paso en dirección a su auto.
Yo iba para el otro lado. Sonreí, ya de espaldas a Lebrón, y me alejé con lentitud. Disfruté hasta la primera esquina lo que acababa de pasar con el petiso. Al doblar en la cuadra que me llevaba casa, comencé a preocuparme.
Millones de dólares enloquecían a cualquiera. Y el club había enloquecido. Sánchez Morando estaba loco, Lozano estaba loco, los pibes estaban locos, los Solís estaban locos, los barras estaban locos, los Paz estaban locos, el hijo de mil puta del Santo estaba loco.
Me vi como si estuviera filmándome desde arriba con un dron: caminaba por el barrio disfrazado como un viejo de setenta años.
-¿Y vos, chabón? Vos estás reloco también.
Me pregunté cómo seguiría el día, tanto para el ecosistema del Furgón como para mí, y no encontré la respuesta. Un suceso como el que acabábamos de vivir no se veía todos los días. Y ante semejante acción, la reacción no se podía quedar atrás.
-No, Valentín… Se nos vienen unos quilombos de novela.
Lucas Bauzá
Twitter: @rayuelascometas
Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.
Ilustraciones en el texto por Nach.