Un 19 de febrero de 1954 nació Sócrates, futbolista brasileño, elegante y político. Pero acá no vamos a contar su historia sino mirarla en espejo con el otro Sócrates, el filósofo ateniense. Escribe Juan Stanisci.

Cada vez que se habla de la Grecia Clásica en realidad se hace referencia a Atenas. A lo sumo, gracias a alguna parodia cinematográfica, se recuerda a Esparta. De un lado el músculo y la fuerza de los espartanos; del otro la razón y el arte ateniense. En aquella Polis dorada, dueña del conocimiento y la sensibilidad, un ateniense se destacó por sobre el resto: un tal Sócrates.

Famoso por elegir la muerte antes que fallar a sus valores, Sócrates hizo de los cuestionamientos un modo de vida. Al menos eso contó un tal Platón. El hombre se acercaba a los banquetes, esos que solo permitían la entrada de hombres y que se planeaban para emborracharse, a complicarle la existencia a más de uno. La modalidad de aquellas noches de borrachera era que el anfitrión planteara un tema para debatir. Cada uno de los invitados daba un largo discurso exponiendo sus conocimientos sobre la cuestión. Ahí entraba Sócrates con una ametralladora de preguntas para derribar sus conocimientos.

“La historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como una miserable farsa”, escribió otro barbudo más acá en el tiempo. La frase, muy bonita por cierto, no nos sirve para esta historia. Sí es verdad que en esta ocasión la primera historia fue una tragedia. Pero la segunda historia no fue una farsa sino una corrección.

Sócrates, el verdadero, no nació en Atenas. Es corintio por adopción. Corinthiano, en verdad. No eligió la muerte por sobre el exilio, sino que ofreció anular su exilio para acercar la verdad a su pueblo.

Sócrates, el falso, fue parte de la Guerra del Peloponeso en el Siglo 4 antes de Cristo. En ella se enfrentaron la Liga de Delos contra la Liga del Peloponeso. Cabe aclarar que estas ligas nada tienen que ver con la Premier League o el Calcio, eran alianzas entre ciudades para combatir juntas. En la Liga del Peloponeso estaba Corinto, en la de Delos Atenas. Atenienses contra Corinthianos. Sócrates contra Sócrates.

Desconocemos qué hacía el Sócrates falso a la hora de cargarse un enemigo. Por ejemplo si levantaba el puño izquierdo ante cada conquista. Sí sabemos que su función era la de hoplita. Un soldado de lanza y escudo, que junto a otros semejantes a él formaban una barrera que avanzaba coordinada. La idea de igualdad democrática en la Polis ateniense, para un cuarto de la sociedad, es cierto, proviene en gran medida de esta forma de guerrear. Si somos iguales ante la muerte bélica, también lo somos ante la vida cívica.

Más acá en el tiempo, Sócrates el verdadero fue parte de otra guerra. La de la libertad contra una dictadura tan larga como sangrienta. Para ello, puso a disposición su propio futuro. Rechazó viajar a Florencia, la tierra del arte renacentista, para quedarse en su pago a luchar con los suyos. Su oferta no era poca cosa: los jugadores brasileños de su calidad estaban todos en Europa. Sócrates era la última figura de la selección brasileña que persistía en jugar en su país.

Además del nombre y la barba, algunas cosas le quedaron al brasileño del griego. Por ejemplo la capacidad de hacerse preguntas ¿Para qué sirve el fútbol sino es para modificar la realidad? ¿Qué significa ganar si vivimos en dictadura? ¿Ser profesional impide ser amante de la noche? ¿Puede un futbolista involucrarse como actor político? ¿Puede o debe?

El Sócrates ateniense tuvo algunos problemitas con otros ciudadanos. Evidentemente no les gustaban las preguntas que este hacía todo el tiempo. Claro, a nadie le gusta que vengan a arrebatarle las pocas certezas que se tienen. El Sócrates nuestro también se plantó, pero por algo más noble. Una tarde la hinchada corinthiana rodeó al equipo después de una derrota. No dejaban salir al micro. “Esto no va a quedar así”, comentó. A los pocos días hizo un gol. Pero lo acompañó con una boca cerrada y mucho silencio. La escena se repetía. Hasta que finalmente los hinchas lo increparon. Cómo su tocayo griego quiso aleccionarlos, pero a base de goles. “¡Cómo voy a gritar los goles! ¡Hace unas semanas me querían pegar y ahora me quieren abrazar!”.

Quizás alguien podría caer en el error de creer que estas actitudes son similares. No es así. El falso Sócrates vivía en un mar de dudas sin efectos reales sobre el mundo que lo rodeaba. La pregunta por la pregunta misma. El verdadero, el nuestro, siempre tuvo claro que las preguntas y los debates debían modificar la realidad. Sino, como el fútbol, no servían para nada.

El Sócrates corinthiano fue derrotado. Su grito democrático no triunfo en su época, pero hoy es la imagen que reivindica que otro fútbol es posible. A su vez corrigió aquella historia del Siglo Cuatro antes de Cristo. El Sócrates ateniense fue enjuiciado y condenado a tomar cicuta. Se abrió la posibilidad de un exilio, pero prefirió el veneno. Nuestro Sócrates sí tomó el exilio como destino. Eligió Florencia, la tierra del renacimiento. Quería leer a otro barbudo en su lengua original. Tenía el puño izquierdo lleno de preguntas, pero sabía que en algún lugar encontraría las respuestas.

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