Las historias de amor pueden tener su punto cúlmine mientras nadie se de cuenta. Escribe Santiago Núñez.

Comprender la importancia de un instante en tiempo presente es un desafío apasionante pero de difícil concreción. Es más fácil describir grandes galardones y hazañas una vez que las mismas son pasado relatable y se traducen en trofeos que brillan detrás del vidrio de las vitrinas o en largas líneas que se llenan con nombres de copas, en un abundante palmarés.

Lo sencillo, lo obvio, sin embargo, es más débil en tanto sustento y deja cosas importantes  por fuera de la ecuación. Esta es una pequeña historia de esas en las que lo que para algunos es una minucia anticipa una llegada al cielo. Es decir, una historia grande.

 Antes

Me di cuenta que Enzo Nicolás Pérez iba a ser ídolo mío y de River mucho antes de que sus pies distribuyeran alegría a la vera del Paseo de la Castellana de Madrid con el manto sagrado y también antes de que en la capital española sus manos levanten la Copa Libertadores de América frente a su clásico rival y con sus dos hijos al lado.

También detecté que sería congratulado con esa concepción de mártir con anterioridad a agrandar su sonrisa y la nuestra en plena cancha de Boca en 2019 a los gritos y también a convertirse en un mediocampista de élite continental, transformándose en un volante central equilibrista y desequilibrante, todo a la vez.

Mi cabeza comprendió la importancia de su figura sin tener que verlo vestido de verde y atajando un partido entero, lesionado, para que su equipo no juegue con un uno menos, sin importar si su figura quedaba pegada a una goleada.

Deduje que Enzo tendría llave del Olimpo riverplatense por anticipado a ir nuevamente a un Mundial, con anterioridad a que convenza a Leonardo Ponzio de que siga en River porque era nuestro capitán, antes de dedicarle la Supercopa Argentina 2021 a Gonzalo Montiel, que estaba lesionado.

Antes, a su vez, de que su carrera en River se consagre con una liga, una Copa Libertadores, dos Copas Argentinas, dos Supercopas, una Recopa. Antes de ser figura de un River que llegó a ser, por unas semanas, el mejor equipo del mundo. Antes que cada pibe y piba tenga fotos, posters, cuadros de él con una pelota en los pies. Antes de que llene de sueños la almohada de 14 millones de hinchas.

 Antes.

Después

Tampoco creo ser tan lúcido porque, debo admitir, también me di cuenta de esto después de muchas señales que lo indicaban. Por ejemplo, no me avivé cuando Enzo salió llorando de la cancha de Lanús, en su primera eliminación de Copa Libertadores con River.

Tampoco cuando dejó dólares y tranquilidad no pasional para venir al Bajo Belgrano.

No lo noté sino después de que juegue dos finales del mundo (una de clubes y otra de selección) y que en el medio de ambas se haga un tiempo para ir a la cancha y ver a River volver a Primera.

También el momento en el que me di cuenta fue después de que le gritara goles a Boca de forma desaforada, con la camiseta de otro club.

Después, me di cuenta después.

Piso

Darío Benedetto agarra la pelota en la puerta de su área, luego del córner mal pateado. Agarra la lanza y va. Acelera. 10, 20, 30 metros. Mete el pase en cortada y en profundidad a Christian Pavón, que de primera la abre para Frank Fabra. Son casi tres contra uno. El lateral colombiano va a definir contra el arco que da al Río de la Plata, custodiado por Germán Lux, pero antes de que pueda hacerlo hay un alma que acelera su paso con una velocidad bestial, vehemente y se lanza a la carrera en modo salto en largo para bloquear el disparo. Traba y le queda el balón, para que River salga de vuelta con pelota dominada.

Me di cuenta ahí, en el minuto 33 con 21 segundos de la parte complementaria del partido de la octava fecha de la Superliga Argentina 2017/2018 entre River y Boca, que Enzo Pérez iba a ser mi ídolo. Nuestro ídolo. Porque lo vi correr desesperado, como nosotros, desde la mitad de la cancha y hasta el área chica, y tapar un gol seguro, estando lesionado, golpeado (como nosotros), para que River y nosotros sigamos con vida para un encuentro que, igual, perderíamos.

Lo noté por la sencilla razón de que para hacer eso, por más que ya vayas perdiendo, que juegues mal, que posiblemente no des vuelta el partido y encima lo hagas a costa de perder una gamba, hay que sentir.

Como siente cualquiera. Me di cuenta, en ese instante, que Enzo Pérez podía ser cualquiera, pero no porque sea fácil ser Enzo Pérez, sino porque las ganas de siempre pelear que él ya mostraba en la cancha sin haber ganado nada eran las de cualquier hincha en la tribuna. Era aliento. Cariño. Pertenencia. Ganas. Era la pasión por encima de cualquier resultado y de cualquier trofeo. Hay que hacerlo porque sí. Es decir, por fuego sagrado.

Luego vinieron hazañas, copas, títulos, elogios en los diarios, cuadros, fotos, historias. Pero en ese momento me di cuenta que Enzo Pérez era amor.

Y el amor, sólo con amor se paga.

Santiago Núñez
Twitter: @SantiNunez

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