Esta semana se cumplieron treinta años del paso a la inmortalidad de Héctor Roberto Chavero Aramburu, más conocido como Atahualpa Yupanqui. Su paso por algunos deportes como el tenis o el boxeo. Su destino de canto y camino. Escribe Juan Stanisci.
Héctor Roberto Chavero Aramburu entra en la cancha de tenis con una certeza: tiene que perder. Del otro lado está Willy Thompson, hijo de un inglés jefe en los talleres del ferrocarril. El que gane podrá representar al Club Inglés de Junín en un torneo en Buenos Aires. Gane o pierda Héctor Roberto sabe que no podrá viajar. De casualidad tiene para comer. Por eso va a dejar que el pequeño Willy Thompson gane. Pero algo sale mal. Como si el cuerpo no respondiera a las órdenes de su cerebro, Héctor Roberto empieza a jugar en serio. Y a ganar. No le resulta fácil pero lo vence. Los dos se quedan con las ganas de viajar. Willy Thompson por no haber ganado. Héctor Roberto por tener que pagar el “impuesto a la pobreza”.
Higinia Haram y José Demetrio Chavero, tuvieron a Héctor Roberto Chavero Aramburu en Campo de la Cruz, un paraje a treinta kilómetros de Pergamino, en la Provincia de Buenos Aires, el 31 de enero de 1908. Llovía. Para anotarlo tenían que viajar a caballo hasta el pueblo más cercano. Fue anotado en Pergamino porque los senderos se llenaban menos de barro y eran más transitables.
Su padre había llegado desde Santiago del Estero. Su madre era descendiente de vascos. El papá trabajaba en el ferrocarril lo que le daba algunas comodidades, como viajar a otros lugares gratis. Igualmente tenía un trabajo extra: domador de potros. Así, Héctor Roberto aprendió de chico a domar y cabalgar. Si bien su padre tenía un trabajo bien considerado para la época, él recordaba a su familia como “pobres con libros”.
Vivían la vida campestre de principios del Siglo XX. Gauchos. Criollos. Asados a la luz de la luna. Payadas. Guitarreadas. Paisanos que andaban de paso y se sentaban a comer o contar una historia. Fogatas para pasar la noche. Héctor Roberto conoció dos cosas: el arte de contar y la guitarra. Miraba hipnotizado a esos hombres que agarraban el instrumento para cantar sus penas o contar historias.
Quería tocar la guitarra pero lo mandaron a aprender violín con un cura. Duró hasta que se le ocurrió tocar una vidala en ese instrumento. El cura lo echó y no lo dejó volver. Mientras, aprendía acordes mirando a los payadores en las fogatas y los asados. Hasta que le consiguieron un maestro de guitarra en otro pueblo. Viajaba hasta allá a caballo, una vez por semana.
Vivió rodeado de pampa, libros, gauchos y guitarras hasta que la desgracia lo marcó. Cuando tenía trece años su padre se suicidó. Él, su madre y sus tres hermanos tuvieron que mudarse a Junín, el pueblo más grande de la zona. Ahí Héctor Roberto empezó a trabajar y a escribir. Y se preparaba para perder su nombre.
Con unos amigos armaron una revistita. Para ese momento él ya escribía versos. Sonetos, como se usaba en la época. Publicó varios en la revistita, pero le daba vergüenza firmar como Héctor Roberto Chavero Aramburu. Entonces eligió otro nombre: Yupanqui. Que en lengua quechua, esa que hablaba la familia de su padre, significa: has de contar o narrarás. Tiempo después lo utilizaría como apellido sumando el nombre Atahualpa, que significa: el que viene de otra tierra. El que viene de otra tierra a narrar. Atahualpa Yupanqui.

Mientras se dedicaba a la guitarra y la escritura, también practicaba deportes. Boxeaba. Era parte de una rara estirpe de boxeadores: los zurdos. Llegó a pelear varias veces como amateur. También jugaba al tenis y al fútbol. En sus memorias llamadas Este largo camino recuerda que su padre formó parte de la fundación de un club de pueblo, el Origone. Y que ese equipo una tarde le ganó a uno más poderoso de Junín gracias a que un perro se metió a la cancha a morder a un defensor del equipo juninense.
Cuenta Roberto Mezzadra en el libro de 1970 Historia del Boxeo, que una tarde el boxeador uruguayo Julio César Fernández llegó al pueblo donde vivía Atahualpa. Iba viajando y peleando para ganar plata. Además de los combates, ofrecía dos pesos por round a quien le hiciera de sparring. Héctor Roberto Chavero Aramburu aceptó el desafío. Aguantó un solo round. Cuando volvió a su casa, la madre le preguntó por qué tenía la cara así. Él le contó que le habían pagado dos pesos por aguantar un round. La madre en silencio bajó un rebenque que había colgado y salió rumbo al hotel del pueblo. Julio César Fernández quiso explicarle que su hijo había aceptado el desafío y cobrado por eso. “Ajá, con que le pagó, bueno yo ahora le voy a dar el vuelto”, respondió la madre antes de darle un rebencazo al boxeador uruguayo.
Cuando Atahualpa tuvo 18 años decidió irse a Buenos Aires. Entre los varios trabajos que tuvo, fue uno de los músicos que tocó durante la transmisión de la pelea entre Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey. Entre round y round Yupanqui, junto a otros músicos, tocaba para la gente que se había juntado a escuchar el combate por los altoparlantes del diario Crítica.

Su espíritu peregrino lo llevó lejos de Buenos Aires. Anduvo por Rosario, Entre Ríos, se exilió en Uruguay. Se unió a unas personas que tenían un camión con un proyector para pasar películas. Iban por los pueblos de Santiago del Estero, colgaban una sábana de dos algarrobos y proyectaban la película. Al final el tocaba algunas canciones.
Yupanqui parece un personaje salido de otro siglo. Recorrió gran parte de Argentina a caballo. De Córdoba a Santiago del Estero. Y de ahí por el camino del Inca hasta Bolivia. Decía que los caminos se componen de infinitas llegadas que esperan al viajero. “A caballo uno llega a una flor, a un amigo, a una piedra, a un árbol, a un arenal”. De esos años de peregrinar sobre el caballo, maduró en Atahualpa lo que sería su filosofía. Un sentir ligado a la tierra, los paisajes, las personas que habitan esa tierra y esos paisajes y el silencio. El silencio es el principal componente de su poesía. El silencio de la noche. El silencio de la montaña. El silencio de dos paisanos mirando el fuego sintiendo sus penas arder en las llamas. Tan adentro llevaba el silencio, que llegó a buscar en las cuerdas más gruesas de la guitarra una nota que representara esa ausencia total de sonido.
El silencio aparece en uno de sus primeros éxitos: Los ejes de mi carreta. Aunque en ese caso, el carrero que es protagonista del tema, busca escapar del silencio y no empaparse de él. “No necesito silencio / yo no tengo en quién pensar / Tenía, pero hace tiempo / Ahora ya no pienso más”. El silencio, pero también la vida rural. Atahualpa no necesitó hacer canciones de protesta para denunciar las condiciones de vida en las que vivían las personas. Con solo ser descriptivo alcanzaba. Eso sí, una descripción cargada de poesía, como en uno de sus versos más famosos: “Las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas”.
Por cantar lo que los poderosos no querían oír, estuvo varias veces preso y tuvo que exiliarse. Pero su exilio predilecto fue interno, en lo que sería su casa. Cuando peregrinaba por el norte de Córdoba, llegó a un pueblo llamado Cerro Colorado. Un paisano lo escuchó tocar y le dijo que a su padre le encantaría escucharlo también. Pero había un problema, era paralítico. Atahualpa se comprometió en ir a tocar para él. Pasaba las tardes, a la hora del mate, conversando y tocándole algunas canciones a este paisano. El hombre, después de un tiempo, le dijo que quería pagarle. Atahualpa le contestó que no quería dinero. A lo que el hombre respondió que no tenía plata para darle. Pero que podía ofrecerle un pedazo de su tierra para que algún día se construyera un rancho. Atahualpa aceptó. Eligió un recodo frente a un río. Hoy en día, ahí se ubica el museo que mantiene viva su memoria.

El Cerro Colorado fue una de las principales fuentes de inspiración en su obra. “Aquí canta un caminante / que muy mucho ha caminado / y ahora vive tranquilo / en el Cerro Colorado”, dice la Chacarera de las piedras, una de sus más famosas composiciones. La firmó junto a Pablo del Cerro, quién en realidad era su esposa: Nenette Paupin Fitzspatrick. Pianista francesa y coautora de gran parte del repertorio de Atahualpa, debía firmar con ese pseudónimo porque el mundo del folklore no aceptaría una mujer europea componiendo música tradicional argentina.
En uno de sus exilios en el exterior, vivió en París en la casa del poeta Paul Eluard. Hasta ese momento era un peregrino que llevaba su música a donde fuera. En su país era poco conocido. Ni hablar fuera de él. Un día Eluard le dijo que esa noche iría gente a su casa y que él tenía que tocar para ellos. Entre esa gente estaba la cantante francesa Edith Piaf. Ella quedó tan impresionada con su música que le pidió que se quedara un tiempo más en París. Piaf organizó un recital para darlo a conocer al público francés. A contramano de lo que suele suceder, ella que era la estrella de la noche, cantó primero y le cedió el lugar principal a Atahualpa. Fue un éxito.

Gracias al gesto de Edith Piaf tocó por toda Europa. Llevó sus vidalas, chacareras, zambas, bagualas, malambos y milongas a Asia y África. Viajó por Centroamérica y volvió al país como la principal figura del folklore argentino. Pudo ver como el escenario del Festival de Cosquín, el más importante de Argentina, era nombrado Atahualpa Yupanqui. Empezó a vivir entre el Cerro Colorado y Francia. Cuando le preguntaban si extrañaba Argentina decía: “no tengo nostalgia, todas las tardes cuando me hace un ruidito dentro mío mi tierra, agarro la guitarra y está el paisaje adentro mío. Tengo La Pampa, tengo la selva, tengo la montaña”.
“Es mi destino, piedra y camino”, cantaba en Piedra y camino. Atahualpa Yupanqui hizo de su nombre un mandato y llevó la música folklórica y tradicional argentina por el mundo. Cuando Nenette murió de un paro cardíaco, en 1990, entró en una gran depresión. Además le costaba tocar la guitarra. “Me tienen que operar el alma”, le dijo entre lágrimas a Antonio Carrizo en una de sus últimas entrevistas. Dos años después, en Francia, a su corazón cansado, se le durmió su compás.
Ese nombre que empezó para tapar la timidez de un joven Héctor Roberto Chavero Aramburu, se hizo huella en la historia musical argentina. Consultado en una entrevista sobre cómo comenzó a llamarse Atahualpa Yupanqui contó: “¿Qué imaginaba yo que este nombre iba a alcanzar alguna vez una significación en el camino musical, popular o folklórico? No tenía la menor idea. Que ese nombrecito que yo usaba, iba a ser mi destino. Un determinante de mi destino. Y ahora me doy cuenta que el camina por el mundo no soy yo. No es El Héctor Roberto Chavero Aramburu. Este nombre es el que me lleva a mí por el mundo. El otro yo interior se quedó junto a las espuelas de mi padre, mirando una vieja Pampa y un caballo perdido. Mi tierra”.
Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci
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