En Qatar 2022 vengamos todos los mundiales de frustraciones. Una generación que vivía resignada a que lo mejor había pasado antes se reencontró con sí misma. Un cuento de infancia, mundiales y la llegada a la adultez para un 18 de diciembre volver al inicio del camino. Escribe Gabriel Dávila.

El 25 de junio de 1994 yo tenía 11 años. Eran cerca de las 9 de la noche. Argentina le había ganado 2 a 1 a Nigeria  y sellado su  clasificación a 8vos de final del Mundial de Estados Unidos 94, con un Maradona grandioso.

Tocan la puerta de mi casa, tres amigos de los que jugaban conmigo a la pelota todos los días. Sebastián (que apenas pasado los cuarenta se lo llevó una brutal  enfermedad), Pablo (que en la adolescencia se fue a vivir a Mar Del Plata) y Cristian (que sigue dando vuelta por estas calles), nos invitaban  a mi hermano y a mí a salir a festejar el triunfo.

«Es tarde y mañana hay que ir al colegio. Ya van a tener muchas chances para festejar», nos dijo papá. Recuerdo mi enojo, viendo en una vieja tele la repetición de los goles de Caniggia. Su decisión era bastante coherente. Era invierno, hacía frío y  la verdad que esos años hacían pensar en más días de festejos que de frustraciones.

Argentina había llegado a la final en 3 de los últimos 4 mundiales. Era bi- campeona de América y para colmo el 10 era un tal Diego Armando Maradona.  Casi que no sabíamos lo que era perder con la selección, más allá del 5 a 0 con Colombia, un año atrás.

El caso es que la suerte “que es grela” empezó a girar la taba para el otro lado, justo en esas horas. La derrota de nuestro líder, no fue en manos de Romario o Roberto Baggio, sino del brazo de una oscura enfermera y de una suspensión por dopaje por casi un año y medio.

Las caídas con Bulgaria y Rumania nos eliminaron del Mundial. De ese Mundial que era nuestro Mundial, porque en esa época, de festejos, amigos, abuelos y hasta bis abuelos vivos,  todo, absolutamente todo, era nuestro.

No sé en qué momento terminó mi  infancia. Envidio mucho esos escritores que dicen «tal día… con 28 grados de calor y con la Guerra Fría en tal etapa… dejé de ser un chico…» Yo no tengo esa seguridad.

 Aunque sé que el 26 de junio del 94 seguía siendo chico, pero creo asegurar que ese proceso en el que empecé a despedirme del niño que fui, empezó ese día. Esa sensación de que no, absolutamente los héroes  no ganan siempre y que decididamente desear algo no alcanza para conseguirlo.

Cuatro años después, Francia fue mi único mundial en la adolescencia. Esa derrota  ya no dolió tanto, porque el Gaby de 15 años quizá infinitamente más triste que el Gaby niño, estaba más entrenado en las derrotas. 

Corea/Japón, Alemania y Sudáfrica, y los que vinieron nos encontraban cómodos en las frustraciones. Nada ilusionaba tanto, nada después dolía tanto.  En el medio de los mundiales la vida no seguía un camino muy distinto.

A veces crecer y madurar se transforma en aprender con qué podes soñar y con qué no.  Te acostumbras a buscar lo que duele menos, lo que sale más barato, lo que da mejor salida laboral. Te acostumbras. Crecer es acostumbrarse.

El caso es que Argentina Campeón, era una especie de eco de un mundo que no existía, «Antes conseguías trabajo en todos lados», «Antes salías a la calle y no te pasaba nada», «Antes se podía tal cosa». Antes, antes, siempre antes.

Pero resulta que a veces el destino le juega trampas al tiempo, y  la línea temporal se rompe. Resulta que a veces es como dice el poeta  «hoy es siempre todavía». Resulta que a veces un caso tan bobo como un mundial de fútbol nos muestra una felicidad colectiva que nos perdimos, por madurar a lo bobo, por no salir a festejar, por no aprovechar las pequeñas alegrías, a pesar del frio, de la noche o que al otro día hay que ir al colegio.

Resulta que ese líder que parecía derrotado volvió (no importa que se llame distinto, que tenga otra cara, que sea de Rosario y no de Fiorito, es él. El Diez, nuestro líder, nuestro Ulises regresando de Troya).

Entonces este cuasi cuarentón con crédito hipotecario, familia, carrera y obra social a cuestas vuelve a tener 11 años, para sentir otra vez que quizá si los héroes terminan ganando.

Y así estoy hace 30 días, repitiendo goles, emocionándome con videos, cantando despacito canciones de cancha. Así estoy pegando esa figurita de mi pasado que había quedado trunca (que es metáfora, pero también es literal). Esa felicidad que le debían a ese pibe de 11 años que fui.

El tiempo después ordenará todo en su lugar. Ya la espuma bajará y los días tendrán su orden claro, en que el fútbol ocupará el pequeño lugar que tiene y merece, para un tipo que nació en 1983 y no en 2012.

Pero aunque eso pase, aunque vuelva la inevitable racionalidad de rutinas y hastíos, aunque ya no nos abracemos por la calle como campeones del mundo, esta vez sí defendamos vivir con la ilusión de los 11 años. Cuidémosla, valorémosla. 

Que sea lo que sea que nos pase, siempre nos va a estar esperando ahí, para chorearle a esta vida algo más grande que ver pasar los días, algo que se haga eterno aunque más no sea por un instante.

Gracias campeones del mundo, gracias por devolverme al chico de 11 años que soñaba, aunque duela. Lo extrañaba, lo necesitaba. Prometo no volverlo a dejar ir, por más clases que me asusten al otro día. Y si lo logro y logramos; seremos para siempre CAMPEONES DEL MUNDO.

Gabriel Dávila

Twitter: @GabrielDvila8

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