César Saravia
Hay un sueño común que atraviesa a todos los niños latinoamericanos que corren los fines de semana en las canchas de un potrero, el sueño de que un día los goles serán en un estadio, con la camiseta de su selección y en una copa del mundo. La historia de los mundiales está llena de historias de jugadores que, como esos niños, se pusieron por primera vez las botas en un potrero y lo lograron. El camino, no obstante, va dejando a muchos. Pero ningún niño pierde su condición de hincha, y sigue alentando, y el sueño ya no es jugar el mundial, pero sí ver a su selección ganarlo, o clasificando, como una aspiración más modesta. El sueño del hincha no se acaba entonces con la infancia, sigue, y una vez que se concreta, él y la hincha volverán, dentro de cuatro años, a volver a soñar.
El Salvador no es la excepción. Pero antes existe ese tenebroso lugar que se llama la eliminatoria mundialista, ese lugar que separa a los aptos de los que no lo son, que deja a unos en el purgatorio, observando a los que llegan al paraíso, el lugar de los que no reciben la invitación a la fiesta.
La última vez que El Salvador fue a una copa del mundo fue en España 82. En ese entonces el país vivía los inicios de una guerra que duraría 12 años, la clasificación al mundial, que tuvo como principal mística la eliminación de México, potencia de la región, significó una pausa para un país en conflicto. Yo todavía no había nacido y faltarían siete años para que eso ocurriera y por lo menos 17 para que me sentara por primera vez frente a la tele a ver un mundial.
En el 82, El Salvador quedó en el grupo C, junto a Hungría, Bélgica y Argentina. Lo que ocurrió después fue desastroso, difícil de poder expresarlo en palabras, la selección, la “selecta”, como le decimos de cariño, sufriría la mayor goleada hasta ahora vista en una copa del mundo: Un doloroso 10 a 1 contra Hungría. He visto varias veces las imágenes de ese partido, hay incluso un documental que narra ese único gol que anotamos. No sé si hay mucho para analizar desde lo táctico, quizás lo mío sea puro masoquismo, quizás sea que pienso que en ese partido uno pueda rastrear la historia nacional y entender algo que los libros todavía no han dicho, no lo sé. Los otros dos juegos fueron un decoroso 2 a 0 con la Argentina de Maradona y un 1 a 0 con los diablos rojos de Bélgica. No importaba, el daño ya estaba hecho, había caído la noche y como si el fútbol no perdonara a quienes lo deshonran, El Salvador no volvió a ir a un mundial. Lo de “el fútbol da revanchas”, no nos ha hecho todavía justicia.
Aquella selección tenía entre sus filas a Jorge “El Mágico” González, quien, en palabras del propio Diego Armando Maradona, era uno de los mejores de la época. Era un equipo, a mí entender, que merecía un mejor destino. Aquel solitario gol de “Pelé” Zapata, quedaría de todas maneras para la historia. Siempre me he preguntado si hubiera gritado el gol viendo el partido en vivo. En la imagen, Zapata corre con júbilo luego de pasar a la historia, pese a que para ese momento perdíamos 6 a 1. Pienso que no lo hubiera gritado, o quizás sí, por bronca, por frustración, o simplemente por el placer de gritar un gol de tu selección en un mundial, ¿por qué no? Sin embargo, esa posibilidad, a mi generación, nos ha sido negada por nacimiento. Qué cosa tan arbitraria, ¿no? Si hubiese nacido unos kilómetros más hacia el norte, posiblemente yo sería mexicano y habría gritado más de un gol de mi equipo, u hondureño, o costarricense. Tan cerca, y a la vez tan lejos.
Desde entonces, la historia de mi generación, los que nos perdimos el mundial del 82, ha sido la del “ahora sí”. En el 97, la primera eliminatoria de la que tengo recuerdo, estuvimos cerca, nos eliminó Estados Unidos con un 2-0 en el último juego. Después en el 2010, parecía que otra vez sí, pero luego de empatar los dos primeros juegos de local de la ronda final, contra Trinidad & Tobago y Estados Unidos la eliminatoria se puso cuesta arriba. El resto de eliminatorias, son más bien olvidables.
Negados de toda posibilidad de revancha, hay quienes aguardan con ansias que nuestra pena se limpie en la pena de alguien más. Alemania ha sido en ese sentido, nuestra mejor aliada, con un 8 a 0 a Arabia Saudita en 2002 y el 7 a 1 a Brasil en 2014. Pero tampoco la justicia nos ha llegado por ahí.
Para mis amigos argentinos, la posibilidad de que la selección no juegue un mundial es temida pero pocas veces considerada, para la gente en El Salvador, la posibilidad de jugarlo, es esperanzadora. Que te guste el fútbol y tu selección no juegue el mundial, es como estar invitado a una fiesta y no saber bailar el ritmo, o escuchar un recital afuera del estadio. Pero el mundial no te lo podés perder solo por meras cuestiones de nacionalismo y falso patriotismo. Por esta razón, mundial a mundial, toca elegir equipo.
Mis elecciones las he basado en múltiples criterios, algunas veces por región, por ejemplo, todos los latinoamericanos, por ideología política de su gobierno, por el color de la camiseta, por algún jugador, como en la España de Xavi e Iniesta, por la cantidad de tarjetitas coleccionables que tengo de ese equipo, por quién me gusta más cómo juega y otras veces simplemente por lo “anti”, elijo un equipo para odiar y a partir de ahí hincho por todos los que jueguen contra ese.
En 1998 y 2002, le fui a Brasil. En el 2006 Argentina, en 2010 Uruguay y España y en 2014 por Chile, una obra maestra de Bielsa esa selección, y nuevamente por Argentina. Así, grité el gol de Iniesta y casi lloré de la emoción al ver que se lo dedicaba a Jarque. También celebré la mano con la que Suarez garantizaba a Uruguay la semifinal. En 2014, tuve pesadillas con el balonazo de Pinillo en el travesaño frente a Brasil, donde Chile quedaría fuera. La final la vi en una playa de El Salvador. Ahí, sufrí por la derrota de Argentina sin saber, todavía, que cuatro años más tarde el mundial lo vería acá. Para 2018 mis equipos fueron Argentina, porque el corazón, y Perú, porque con la historia de Guerrero le tomé simpatía. La eliminación de Argentina la sufrí en mi casa y con cada corrida de Mbappé un poco de mis nervios se alteraba. Lo de Perú fue una actuación decente, una selección que mereció más y que llegó a dominar por muchos minutos a la campeona Francia. Sin embargo, fueron los goles de esas selecciones en las que mis ganas de gritar encuentraron refugio, porque el grito de gol es un derecho que no se le niega a nadie. No sé si El Salvador vuelva un día al mundial, Perú tenía la misma cantidad de años de no ir, hasta que por fin la maldición se acabó el año pasado. Lo que sí sé es que cuando eso ocurra los goles estarán ahí, disponibles, para quien necesite prestarlos.