«Cuando la suerte que es grela
Fallando y fallando te largue parau.
La indiferencia del mundo
Que es sordo y es mudo por fin sentirás»
Enrique Santos Discépolo
Los momentos mayoritarios de la vida pasan desapercibidos. Sería imposible recordar en altos porcentajes la cotidianeidad resumiéndola a instantes o momentos. Pero alguna de esas situaciones, por más efímera que parezca, puede resumir la verdad de manera extraordinaria. ¿Será posible reducir la vida entera en 14 segundos? ¿Podrá una distancia numéricamente irrisoria definir márgenes a veces estúpidamente comparados con los que separan a la vida de la muerte?
La pelota rodaba en el segundo tiempo del partido que todos habían soñado desde la primera vez que vieron algo más o menos redondo frente a sus narices. Tanto es así, que algunos incluso no recordaban haber visto un encuentro similar. Un país se paralizaba, pero era el mundo el que ponía por completo los ojos sobre ellos.
La tensión desbordaba en las tierras pegadas a la arena carioca. Eso dificultaba todo, pero también los colocaba alertas de cualquier puerta que podía abrirse. Un paso en falso llevaba directamente al ocaso y un acierto posiblemente a la gloria eterna. Los demás quizás entre en el camino del sin-sentido.
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La red se infló hacia atrás y llegó a tocar el cartel de fondo que decía “Pinturerías Rex”. “¿Me deja aplaudir, Giralt?” El comentarista estaba atónito. Una jugada impresionante se había desplegado sobre el verde césped del Diego Armando Maradona. Son únicos los momentos que son para siempre, sobre todo si nadie sabe que son para siempre. Por eso el comentarista dijo “brillante lo de Messi”, cuando una pulga albiceleste con el nro. 17 en la espalda volaba sobre la banda paralela a la calle Gavilán, en La Paternal.
Una noche de junio del 2004, gambeteando como dos conitos a los jugadores de Paraguay para meter el 7 a 0, el chico zurdo metió la pelota en el arco que daba a la calle Juan Agustín García. El pibe volvía al país en el que cinco años antes se encontró con que nadie le confiaba. Armaron un partido amistoso para que debute con la selección y no se vaya con los gallegos.
Sobre su costado derecho la tribuna estaba vacía y el partido era televisado porque no había nada mejor que poner. Atrás de la tribuna, a menos de 10 metros, pasaba un colectivo 109. El chofer no sabía que estaba al lado del lugar en el que Leonel Messi empezaba a brillar en la selección.
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La pelota saltó líneas rápidamente, cuando el mediocampista central la tuvo en sus pies. Había camino para recorrer, transitado de manera mucho más lenta a la forma en la que su mente pensaba las mil opciones sobre cómo actuar. Se jugaba el minuto dos del segundo tiempo.
Empeine, dominio de balón, cabeza arriba. El balón corría, solo, pero con su cuidado. Todo lo que podía pasar tenía serias chances de influir para siempre. Hasta que la cabeza que estaba por debajo de su rubia cabellera vio el futuro.
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No lo conocía cuando se sentó en la mesa. No sabía que en pocos meses iban a ser juntos campeones del mundo, que su futuro amigo se consagraría con un penal que le hicieron a él. Que lo vería festejar con el balón de oro y la Copa y que él haría lo propio dos años después. Tampoco tenía la menor idea de que se pondrían en lo más alto del podio con una corona de laureles verde, luciendo un redondel dorado sobre el pecho con la camiseta de la selección. Posiblemente no tendría ni sentido ponerse en pensar en jugar una final del mundo, juntos.
Seguro Sergio Agüero no tenía idea de nada de lo que pasaría cuando un mediodía de verano se le acercó a Pablo Vitti en un entrenamiento del sub 20 y le preguntó: “¿Y éste quién es?”, mientras señalaba disimuladamente a un joven castaño llamado Lionel Messi que recién llegaba a la Argentina.
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El delantero corría casi perfecto detrás del defensor, tirando la diagonal hacia afuera. Esos momentos necesitan el equilibrio milimétrico entre un pase bien dado y una jugada en la que el atacante no quede en offside.
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Dos fotos con 10 años de diferencia pueden mostrar una imagen. Quizás no la misma, pero sí parecida. Las dos marcan el ocaso, son el resumen de un problema que parece jamás solucionarse. En la primera está Messi solo, sentado en el banco, mirando para abajo. La vestimenta intacta de un tipo que nunca entró a la cancha y tuvo que ver como Argentina quedaba eliminada contra Alemania desde el banco de suplentes. En la segunda, Messi aparece igual pero distinto: solo, con diez jugadores de campo de Chile a su alrededor, sin que se vea otra camiseta argentina. Messi solo dentro y fuera de la cancha. Alemania 2006, Estados Unidos 2016. La Argentina eliminada. Siempre la culpa es del que está solo.
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La pelota fue hacia allí, entonces, casi como teledirigida. El delantero quedaba en la puerta lateral de un mano a mano con la Historia.
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Bao Tailiang es reportero gráfico y ganó el prestigioso premio World Press Foto (el concurso más importante de fotografía de prensa) en la terna “individuales-deportes” en el año 2015. La ganó con una fotografía casi inigualable. Una historia de amor triste. Un jugador sube con una camiseta azul por unas escaleras para recibir la medalla que dicen que tu competencia fue muy buena pero que te tenés que conformar con el segundo puesto. El hombre de remera azul y un “10” en el pecho parece caminar, pero hay un instante, un segundo perfectamente captado por Tailiang, en el cual la persona mira tan fija como triste la anhelada Copa del Mundo. Como si hubiera algo más, la mirada no solamente se preocupa por el segundo puesto sino por no llevar el trofeo a su país. Seguro si hubiera una foto más panorámica, incluso aunque les duela, en realidad es el fútbol el que estaba triste, porque no pudo ver a Messi campeón del mundo.
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La zurda llevaba consigo la vida o la muerte, la gloria y el fracaso. Tantas deudas que nunca contrajo, tantos acreedores que jamás pusieron nada, podrían borrarse en la eternidad. Iba por izquierda entrando al área, en uno de esos momentos en el cual el “para siempre” y el “hasta nunca” van al ring de box en el último round igualados en puntos. Como si todo pudiera resumirse y ponerse en juego en un instante.
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Cuando Elvio Paolorosso entró a la utilería a las 2 de la mañana del ya 27 de junio del 2016, estaba triste, pero nunca se imaginó con lo que se iba a encontrar. Sabía, incluso, que era difícil que el cuerpo técnico, del cual él era preparador físico, siguiera en el cargo. Sabía que era difícil volver luego de que ellos habían perdido dos finales seguidas y el plantel que dirigían tres. La Argentina había sido derrotada por penales contra Chile, al igual que el año anterior, en la final de la Copa América Centenario
Pero lo que nunca imaginó Paolorosso es que se iba a encontrar en un rincón a oscuras a las 2 am al mejor jugador de la historia. Menos se imaginó que lo iba a ver tan triste. Menos que lo iba a ver “llorando como un nene que pierde a la madre”. Pero así es Messi cuando pierde un partido importante con su selección.
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Cuando Lionel Andrés Messi Cuccittini tiró la diagonal hacia afuera en velocidad, Lucas Biglia vio el momento exacto en el cual dar el pase en cortada y lo hizo. El delantero del Barcelona se iba mano a mano con el arquero en la parte izquierda del área. Era el segundo minuto del segundo tiempo de la final del Mundial Brasil 2014.
Un gol, o al menos ese gol, sería la síntesis perfecta de algo que lo volvería inolvidable. Aquel que se tuvo que ir a España olvidado para quizás nunca más volver, pero que por voluntad propia decidió jugar para Argentina, el que ganó una medalla dorada nunca reconocida y fue campeón mundial con la albiceleste a los 18 años recién cumplidos, el que llegaría a tres finales seguidas con la selección, estaba cara a cara con el destino.
El fútbol, dicen los que saben, tiene algo o todo que ver con la vida. En sensaciones con definiciones, la diferencia tan nítida pero tan arrimada entre la gloria eterna y el fracaso total se vuelve inapelable, y la eternidad para bien o para mal está a la vuelta de la esquina.
A veces todo depende de un detalle, una circunstancia. Es tan injusto como poderoso: sin eso el deporte más lindo del mundo no sería el deporte más lindo del mundo. A veces ya nada alcanza, y, por eso, la vida y el futbol se lamentaron para siempre cuando esta tarde en Brasil Messi definió cruzado frente a la salida del arquero alemán y la pelota se fue diez centímetros al lado del palo.
Santiago Núñez